Como respuesta ella lo besó y él se colocó sobre su cuerpo, agarrando sus manos con sus fuertes brazos y colocándoselas bajo la cabeza. Sus ojos ardían de palpitante deseo y penetraban profundamente en el alma de ella.
Él la besó de nuevo y luego, bruscamente, como si estuviera luchando y perdiendo una batalla interior, le abrió las piernas. Ella alzó las caderas del suelo, mientras él se introducía en ella y Adria puso sentir su miembro duro e hinchado, rompiendo las barreras de sus vidas y profundizando más aún en el centro de su alma.
Ella cerró los ojos, pero él le habló besándole las mejillas.
– Mírame. No podremos olvidar nunca lo que nos está pasando hoy. No debemos olvidarlo jamás -susurró Zach con voz profunda.
Sus palabras eran como una funesta profecía, pero ella lo miró fijamente y empezó a moverse a su dulce y frenético ritmo. No podían detenerse, no podían parar ni a tomar aliento. Él se introducía en ella presionando más y más fuerte, hasta que ella empezó a sentir que se le nublaba la vista.
Adria estaba húmeda y caliente, como miel espesa, y sintió que él se vaciaba en ella en el mismo momento en que algo hacía erupción en su interior.
– ¡Adria, oh, Adria! -Su voz, un áspero silbido, hizo eco en las paredes del cañón y en la recámara de su corazón. Adria vio luces que brillaban ante sus ojos y su cuerpo se empezó a convulsionar alrededor del de Zach, agarrándose con fuerza a él como si temiera perder aquel precioso vínculo que acababan de descubrir: el éxtasis de amarse. Luego tragó saliva.
«Ámame», gritó ella en silencio, rodeándolo con sus brazos, mientras él caía sobre ella con el cuerpo sudoroso perfectamente acoplado al suyo. «Ámame, Zachary Danvers, y no pares jamás.»
Las lágrimas se le agolparon en los ojos -lágrimas de alegría o de alivio, no lo sabía-, pero no se dejó vencer por el persistente goteo y no quiso ponerse a pensar en el futuro.
Aunque este llegaría más pronto de lo que ella deseaba.
22
– Háblame de mi madre-dijo ella estremeciéndose mientras caía la noche, y mirando hacia arriba, a las balanceantes ramas llenas de agujas de los pinos que se recortaban contra el cielo azul. Unas cuantas nubes se movían lentamente por el cielo sin llegar a estropear el día.
A su lado, Zach se quedó tenso.
– Yo no conozco a tu madre -dijo él, subiéndosi los pantalones y abrochándoselos-. Vivía contigo, en Montana.
– Mi otra madre -le aclaró ella sin dejarse irritar por él, pero sin ninguna intención de que le diera excusas, como ya había hecho en el pasado. Ahora eran amantes, ahora podían compartirlo todo-. Katherine
El suelo estaba frío y a Adria se le puso la carne de gallina, mientras recogía los pantalones vaqueros y el suéter.
Después de haberle hecho el amor de manera furiosa y caliente, Zach la había abrazado contra su cuerpo desnudo. Ella había visto la cicatriz en su hombro, recuerdo de la noche que secuestraron a London y eso le había convencido de que era imposible que fueran parientes. O bien él era hijo de Polidori o bien ella no era London Danvers. Pero ahora, con la mente más clara ya no estaba tan segura.
Zach parecía más lejano de ella que nunca, como si la conmoción de lo que acababan de hacer hubiera sido una bofetada de realidad, un jarro de agua fría en plena cara.
– Katherine no era tu madre -dij o él con convicción.
– Eso no lo sabes.
Era verdad, pensó Zach mientras se ponía las botas. Tenía que irse de allí, muy lejos de allí. Estar con ella era como estar atrapado en una seductora telaraña, húmeda, cálida y excitante, pero extremadamente peligrosa. Aunque ella había decidido de repente hacer el amor con él -bien porque creía que no eran familia, o porque creía que así podría romper sus defensas y sonsacarle más información sobre su familia, o porque pretendía más tarde chantajearle, o, Dios no lo permita, porque sus motivos eran honestos y estaba interesada en él-, él sabía que aquello no debería haber pasado. Debería haber sido más fuerte. Desde que estuvo con Kat, él siempre había sabido controlarse y jamás se había dejado seducir por ninguna mujer. Siempre había sido él quien las había seducido. Había sabido ser fuerte y no dejarse llevar por el deseo. Hasta ahora. Con Adria. Apretó los dientes disgustado y se puso de pie limpiándose el polvo que cubría sus pantalones vaqueros.
No había sido capaz de resistirse a ella, al desafío de sus ojos azules, a la insinuante elevación de su barbilla, a sus dulces y sensuales labios, y a la provocadora invitación que le afectaba en su más profunda y ruda parte animal, allí donde su cuerpo tomaba las riendas y su mente se daba por vencida. Había estado deseando hacer el amor con ella. Lujurioso y ardiente sexo, y había acabado haciendo mucho más. Demasiado. Había caído en un remolino de deseo que amenazaba con engullirlo.
«¡Igual que con Kat!»
Cerró los ojos y se dijo que no era más que cuestión de tiempo. Podría mantenerse a distancia, podría controlarse. Al menos hasta que se hubiera resuelto todo aquel asunto.
«¡Eso no te lo crees ni tú, Danvers! ¿Cómo vas a conseguir mantenerte alejado de ella? Ahora que la has probado, que has degustado una parte de ella, ¿cómo vas a poder luchar contra el deseo de poseerla, si ya solo este instante te está desgarrando por dentro?»
Se le tensaron tanto los músculos de la espalda que le dolieron. Con enfado, se puso la chaqueta.
– Tenemos que volver. Está empezando a hacer frío.
Él se estremeció cuando los dedos de ella tocaron su hombro.
– No tienes por qué sentirte culpable -dijo ella por encima del rumor del río, que se precipitaba en una cascada desde el acantilado hasta las profundidades del cañón.
– No me siento culpable.
– Entonces por qué…
– Mira, Adria, no podemos volver a hacerlo. Nunca más. Al menos no hasta que no hayamos descubierto la verdad. -Él colocó sus firmes manos sobre los hombros de ella y la mantuvo a la distancia del brazo-. No podemos permitir que suceda.
– Así que estás empezando a creerme.
– Por el amor de Dios, ¿sabes de lo que estamos hablando? -dijo él casi chillando-. ¡Incesto! -La palabra quedó suspendida entre ellos, llenando la noche, inundando incluso la fría luz del crepúsculo.
– Eso no…
– ¿Cómo lo sabes? Si estás tan absolutamente convencida de que eres London, ¿cómo puedes saberlo?
Ella vio cómo él tragaba saliva con dificultad.
– Porque -dijo ella, apartándose el pelo de la cara- creo que tú no eres hijo de Witt.
– ¡Cielos! -Zach se quedó pálido-. ¿Así es como racionalizas las cosas? -Él la agarró por los brazos con tanta fuerza que ella sintió las yemas de sus dedos clavándosele profundamente en la piel, por debajo de la tela de su chaqueta-. Ahora, escúchame, hermanita, yo no soy hijo de Polidori.
– ¿Cómo lo sabes? -le soltó ella, escupiéndole sus propias palabras en la cara.
– ¿No crees que cuando Eunice y Witt se estaban separando, cuando se la estaba alejando de todo lo que ella decía querer, no crees que ella se habría enfrentado a Witt, y se habría reído en su cara, diciéndole que su segundo hijo había sido engendrado por su enemigo e insistiendo en que me quedara con ella?
– No, si quería que su reputación permaneciera intacta. Su reputación, como yo lo entiendo, era tan importante para ella como sus hijos, de modo que nunca habría dicho nada que pudiera empañarla.
– ¿Como sus hijos? No me hagas reír. Para ella nunca fuimos nada importante.
– Creo…
– Tú no lo sabes. Y en cuanto a su reputación, ya era tan negra como la brea.
Él chasqueó la lengua en señal de disgusto.