– No creo que pretendiera hacerte daño.
Las palabras de Eunice, pronunciadas al lado de su cama en el hospital, resonaron en su memoria: «Odio tener que admitirlo. Dios sabe que una madre jamás debería hacerlo, pero tú siempre has sido mi favorito. De todos los demás hijos, tú eres el que ha estado siempre más cerca de mi corazón». Como si él fuera diferente. Como si no fuera hijo de Witt. ¡Oh, Dios, no! La boca se le secó y se quedó mirando a Adria como si estuviera viendo su futuro a través de una ventana.
– No puedes haber hecho esto -dijo Zach, señalando el lecho de agujas de pino que había bajo el árbol- contando con la remota posibilidad de que yo no sea hijo de Witt.
– Lo he hecho por las mismas razones que tú, Zach. Porque lo estaba deseando. Porque desde el primer momento en que te vi supe que esto iba a suceder. Porque…, maldita sea, porque creo que te quiero.
Ella se puso de puntillas y lo besó en los labios con pasión. Él se dijo que debería apartarse de ella, que estaban jugando con fuego, que pasara lo que pasara aquello no podía acabar bien, que los dos iban a acabar ardiendo en aquel fuego, aunque ahora él ya no podía detenerse. Sus brazos la rodearon por la cintura y ya no quiso apartarse de ella. La besó y la acarició, y volvió a desnudarla, admirando fascinado la hermosura de sus pechos blancos -con leves marcas de venas azules ocultas bajo la carne firme- y aquellos pezones perfectamente redondos, que se endurecieron cuando los acarició y los besó, y a continuación hundió su rostro entre aquellos dos cálidos montículos.
Zach le besó la piel del abdomen, dibujando alocados círculos alrededor de su ombligo antes de seguir descendiendo, haciendo que ella se retorciera de placentero tormento contra él. Ella sabía a mujer y a tierra y a primavera.
Mientras el viento mecía sus cabellos, las manos de ella se dedicaron a prodigar su propia magia sobre él, despojándolo de su ropa, trazando imitativos círculos a lo largo de su espalda y su pecho, y tirando luego de sus vaqueros hasta dejar sus nalgas al descubierto.
Sus ojos brillaban mientras lo besaba, degustaba sus duros pezones y le pasaba la lengua por encima de las costillas, y a lo largo del oscuro vello que formaba una línea recta en dirección al ombligo.
Él luchó contra el impulso de cerrar los ojos y se quedó mirando a aquella mujer prohibida, aquella mujer de la que había creído que solo se preocupaba por sí misma, aquella mujer que podía descubrir los rincones más ocultos de su alma y sacarlos a la luz.
Zach se estremeció mientras la poseía con el mismo fervor apasionado con que lo había hecho la primera vez, hundiéndose en ella con fuerza -como si así pudiera hacer desvanecerse los demonios de su mente-, empujando rápido y con fruición, oyendo su entrecortada respiración, sintiendo aquel húmedo terciopelo caliente con el que ella lo envolvía, perdiendo la razón y el control de sí mismo, mientras el mundo parecía explotar y él se derrumbaba sobre ella, respirando con dificultad, incapaz de pensar de manera coherente. Se sentía perdido en la magia de ella y se preguntaba si algún día podría liberarse. ¿Alguna vez lo desearía? Besando los sedosos bucles negros y la piel suave del cuello de Adria, deseó que el mundo desapareciera y los dejara solos a los dos, para entonces -ojalá lo quisiera Dios- poder ser amantes para siempre. Sin miedo. Sin esos horribles pensamientos que gruñían en su mente y ponían a prueba su voluntad.
Cielos, aquello era peligroso. Nunca se había abandonado de una manera tan completa, nunca se había soltado de aquella soga que lo mantenía en contacto con lo real, nunca había dado tanto de sí mismo con tan desinhibido abandono.
Nunca le había hecho el amor a una mujer que pretendía ser London Danvers. Sus manos se cerraron, apretando en los puños polvo y agujas de pinos.
Ella lo mantuvo abrazado y al oír el latido acelerado de su corazón, Zach se preguntó cómo podía respirar con el peso de su cuerpo aplastándola. Cuando por fin pudo recuperar cierto control sobre sí mismo, se incorporó apoyándose en un codo y se quedo mirándola fijamente.
El negro cabello le caía en cascadas sobre el pecho y él le apartó los bucles a un lado.
– Eres demasiado hermosa -dijo él, pensando que aquella hermosura era una maldición. Tan parecida a Kat y a la vez tan diferente.
– ¿Por qué? -Ella le dirigió una mirada interrogativa que él no había olvidado nunca. El sol le daba en la cara y Adria tuvo que entornar los ojos; el viento movía las ramas de los árboles produciendo sombras que danzaban sobre sus ojos y sus mejillas.
– Es… bueno, peligroso, a falta de una palabra mejor.
– ¿Para quién?
– Para cualquier hombre que esté contigo y para ti misma.
– Pero tú no has hecho el amor conmigo solo por mi aspecto -dijo ella, girando sobre un costado y estirándose lentamente. Él se quedó mirando los huesos de las costillas, que aparecían por debajo de sus senos, y el abdomen que se hundió cuando ella alzó los brazos y los colocó por encima de la cabeza.
– Tampoco perjudica -contestó él con voz cansina, observando el juego de luces y sombras sobre su piel.
– No, pero no se trataba de ese tipo de atracción, y tú lo sabes. -Ella sonrió y por un instante Adria le recordó a Kat-. No te podías resistir porque soy un desafío, alguien a quien no deberías tener. Alguien a quien no deberías desear.
Ella se lo quedó mirando con tal intensidad que él tuvo que apartar la mirada. Cielos, era tan hermosa y se parecía tanto a una mujer a la que tenía que olvidar.
– Espera un momento -dijo ella y se enderezó sobre un codo-. No se tratará de un rollo edípico, ¿no? ¿Tú no estarás… no estamos aquí porque yo te recuerdo a ella? -Toda la alegría despareció del rostro de Adria.
– Por supuesto que no es por eso por lo que estamos aquí.
– Pero tú y Kat… Oh, Dios… Zach…
Él volvió a mirarla a la cara.
– Te mentiría si te dijera que no te pareces a ella, o que no veo algo de ella en ti. Sí, sí, ya sé que eso puede significar que tú eres London y yo no estoy todavía preparado para enfrentarme a eso; pero, enfrentémonos a la realidad, tú no estarías aquí si no te parecieras a Kat.
Ella reaccionó echándose hacia atrás, como si la estuviera atacando. Su cara se convirtió en una mueca de incredulidad.
– De modo que esto… -dijo Adria, señalando el suelo revuelto en el que habían hecho el amor-… solo tenía que ver con ella, con estar con ella, con echarle un polvo a tu madrastra.
– No
– Por supuesto que sí -dijo ella, levantándose y recogiendo su ropa-. Me habías dicho que me parecía a ella, que habías estado liado con ella, de modo que lo único que querías saber era si yo estaba a la altura.
– ¿Es eso realmente lo que crees? -preguntó él, pasando de la sorpresa al enfado.
– Creo que tiene sentido.
– ¡Eso es un disparate, Adria, y tú lo sabes! -Él se incorporó y la agarró de un brazo, haciendo que se le cayeran los vaqueros de las manos. Sus dedos la apretaron posesivamente por la cintura y colocó su cara a solo unos centímetros de la de ella. Sus nances casi se tocaban y él pudo ver los cambiantes tonos azules de sus ojos-. Para empezar, has sido tú quien se ha echado encima de mí. -Con su mano libre señalaba los caballos, que intentaban pastar sobre la hierba que crecía alrededor de los árboles-. De hecho, me has perseguido hasta el borde del maldito acantilado.
– Pero…
– De modo que dejemos ya ese asunto de Kat, ¿de acuerdo? Por supuesto que te pareces ella y, como sabes, eso es un problema. Preferiría haberla olvidado para siempre, pero no voy a mentirte solo porque eso te haga sentir mejor. Sí, te pareces a ella. Lo suficiente para ser su maldita hermana gemela. Pero el parecido es solo exterior. Créeme, por lo demás no tienes nada en absoluto que ver con ella. ¿Lo has entendido?.
Ella no contestó, solo movió la cintura.