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– ¿Lo has entendido, Adria?

– Eso creo -dijo ella, pero no parecía convencida.

– Sabes, lo que ha pasado aquí entre nosotros dos no tiene nada que ver con Kat. Nunca lo tuvo y nunca lo tendrá.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo ella y se soltó el brazo de la mano de él-. Te has explicado muy bien, Danvers.

– Pero no me crees.

– Ya no sé ni lo que creo -admitió ella-. Ni siquiera sé qué es lo que quiero creer. ¿Qué está pasando entre tú y yo?

– Lo entiendo. -Él se quedó mirando el cielo. ¿Cómo habían podido llegar tan lejos? Y ahora que había sucedido, ¿podrían echarse atrás? Cuando conoció a aquella mujer tuvo la sensación de que nunca podría llegar a saciarse de ella. Puede que fuera más parecida a Kat de lo que él quería admitir. Cielos, menudo lío.

Cuando volvió a mirarla, ella estaba sonriendo, como si encontrara divertida la irritación que sin duda era evidente en su rostro.

– ¿Te parece divertido? -dijo él, moviendo la cabeza.

– No podría serlo más.

– Te creo. í

– De entre todo lo que imaginaba que pasaría al venir a Portland, jamás se me ocurrió pensar que acabaría liándome con uno de los Danvers. Quiero decir que suponía que podría haber resentimiento e incredulidad, y presiones para que me volviera a casa, pero esto… lo que ha pasado entre nosotros… créeme, nunca se me hubiera pasado por la cabeza hasta que te vi.

– ¿Y entonces?

– Bueno… entonces. -Ella asintió con la cabeza y dejó escapar un largo suspiro.

Zach notó que una sonrisa se le formaba en los labios y se la ofreció a ella.

– Sí, y lo más divertido, o quizá egocéntrico sea la palabra más adecuada, es que tú me estás acusando de haberte perseguido. Pero a mí me parece lo contrario.

– ¿Yo?

– Hum. -Ella sacudió la cabeza y sus negros rizos le rozaron la nívea piel-. Podría haberte seducido yo, pero después de todo, lo que me sedujo fueron esas sombrías miradas con las que me desnudabas. Todas las veces que estuviste a punto de besarme, pero no lo hiciste. Cuando me llevaste hasta la orilla del río Clackamas con la intención de seducirme, pero te echaste atrás, y creo que lo hiciste solo para que te deseara aún más. -Agarró una brizna de hierba y la sujetó entre los dedos-. Y ahora ¿yo soy la chica mala? -Ella le guiñó un ojo y él sintió que se le volvía a excitar la sangre-. A mí no me lo parece.

– Me parece que se te escapa algo.

– ¿El qué?

Él le agarró las dos manos con las suyas y las duras facciones de su rostro se ablandaron.

– Que esto se nos ha escapado de las manos. No hemos podido controlarlo, y los dos lo sabemos.

– ¿Y cómo vamos a poder a controlarlo, eh? -preguntó ella mientras volvía a recoger sus vaqueros-. ¿Actuando de esta manera? ¿Haciendo ver que no existe atracción entre nosotros?

– Quizá.

– No funcionará.

– Pues entonces buscaremos cualquier otra manera para que funcione -dijo él bruscamente.

Zach empezó a vestirse deprisa. No tenía tiempo para discusiones. Necesitaba respuestas y las necesitaba ya. Cuando se dio media vuelta vio, para su sorpresa, que ella estaba ya vestida, aunque tenía el pelo lleno de agujas de pino y en el rostro se reflejaba el brillo de una mujer satisfecha después de semanas de privación.

Ella se subió ágilmente al lomo de su yegua, lanzó una deslumbrante sonrisa en dirección a él y le dijo «Una carrera», mientras Zach todavía estaba poniéndose las botas. Con un grito que resonó entre los árboles, ella azuzó al animal y salió al galope, dejando una estela de risas tras ella. Como si nada le preocupara. Como si no estuviera recuperándose de las heridas de una agresión. Como si nadie la estuviera amenazando. Como si no acabara de hacer el amor con un hombre que podríaI ser su hermanastro.

«Menuda mujer», murmuró él, mientras se subía a su caballo dispuesto a aceptar el reto. Al cabo de unos instantes ya estaba dándole caza, con los árboles y el río pasando rápidos y borrosos ante sus ojos, y su objetivo, una mujer de largo cabello negro, ya a la vista.

Equivocado o no, estaba dispuesto a atraparla; y cuando lo hiciera, estaba seguro de que no le iba a importar que la tierra dejara de girar.

Lo último que esperaba Adria de Zach era que cambiara de opinión, y tan rápidamente. Pero después de que ella hubiera hablado durante horas con los periodistas, y estos le hubieran asegurado que su foto y su historia estarían muy pronto de nuevo en los periódicos, él se había quedado intranquilo y luego le había dicho que tenían que regresar de nuevo a Portland, como ella quería. A primera hora de la mañana.

Sus sentimientos eran ambiguos. Le hubiera gustado apartarse del resto del mundo, quedarse con Zach y olvidarse de todo lo demás, pero no podía. Todavía no se daba por vencida.

Mientras Zach estaba fuera, cortando leña, Adria se sirvió un vaso de vino y entró en el estudio. Paredes de madera y una chimenea de piedra rodeaban una estancia llena de muebles apolillados, cestos rebosantes de revistas antiguas y mantas indias. Las paredes de madera sin desbastar estaban adornadas con pinturas de caballos, castillos y tranquilas escenas de rancho. Se trataba de una habitación acogedora, muy utilizada, que olía a una mezcla de ceniza y madera quemada. Se imaginó a Zachary pasando allí sus noches, habiéndose quitado las botas y con las puntas de los pies apoyados sobre la desgastada otomana. Era una imagen acogedora, un pensamiento agradable, algo de lo que ella podía verse perfectamente formando parte. Pero eso era una locura. Solo porque habían hecho el amor ya estaba fantaseando con la idea de un futuro juntos.

Estúpido.

Adria paseó los dedos por los lomos de los libros de la biblioteca y encontró, tumbado en una esquina de un estante, un viejo álbum de fotos familiares.

– Ni siquiera sabía que lo tenía -dijo Zach mirando el álbum, mientras entraba en la habitación con un hatillo de leña.

El viento se coló con él en la estancia y ella olió un perfume de musgo y pino, que se mezcló con el de humo y madera cuando Zach encendió una cerilla en la chimenea de piedra e hizo arder varias astillas secas. Las llamas empezaron a prender y el fuego crepitó; Adria se arrellanó en un rincón del sofá.

– Te he servido una copa -dijo ella, señalando su copa de vino-. Está en la cocina.

Él regresó con una botella de cerveza y colocó la copa que ella le había servido sobre la mesilla de café, para ella. Luego se sentó en una silla que estaba frente a ella y se quedó observándola, mientras sorbía su chardonnay y pasaba lentamente las páginas del álbum.

– No encontrarás ahí nada interesante. -Bebió lentamente y ella posó sus ojos sobre él. Unos ojos intranquilos.

– ¿Estas seguro?

Ella siguió mirando las imágenes. Las fotos del álbum eran viejas y estaban descoloridas, algunas con el color completamente desvaído. Aunque no había ninguna foto de Eunice, vio varios espacios vacíos y una página amarillenta con la marca de la foto que había estado antes allí. También había varias de Zach, siempre serio y hosco, mirando a la cámara como si se tratara de un enemigo.

Había fotos de Kat, demasiadas, posando y sonriendo a la cámara, con un encanto natural delante de la lente. Adria se mordió el labio inferior mientras estudiaba las fotografías, y su corazón dio un brinco cuando vio una en la que Katherine llevaba sobre la cadera a una niña de negro cabello rizado.

Zach tomó un buen trago de su botella y luego se acercó de nuevo a la chimenea para colocar en ella dos musgosos troncos de arce.

– Nunca me has hablado seriamente de ella -dijo Adria mientras Zach se sacudía las manos y se quedaba mirando las hambrientas llamas amarillas que salían de la nueva madera-. Siempre has dado rodeos al tema.

– Creo que esta discusión ya la hemos tenido antes.

– Como digo «dando rodeos al tema».