Velma Basset se quedó de pie junto al pasillo, apoyada a la madera barnizada de la puerta, mientras observaba a la niñera a la que había confiado a su hija desde que tenía apenas dieciocho meses.
– Yo… yo no quería hacerlo -dijo Ginny, metiendo una mano en el bolsillo y sacando de él un pañuelo con el que se secó los ojos-. Pero se trataba de mucho dinero.
– ¿De qué se trataba?
– Me habían prometido cincuenta mil dólares si me llevaba a London.
A Adria se le encogió el corazón de emoción.
– Sabía que estaba mal, pero no pude resistirme. Todo lo que tenía que hacer era desaparecer con la niña.
– Pero ¿por qué? ¿Para quién? -preguntó Zach.
– No lo sé.
– Pero alguien te pagó, te tuviste que encontrar con él… -dijo Adria sin poder permanecer callada más tiempo.
– Lo acordamos todo por teléfono. Al principio creí que se trataba de una broma. Pero entonces recibí un paquete. Diez mil dólares. Más dinero del que jamás había visto junto en toda mi vida, y me llamaron de nuevo, ofreciéndome otros cuarenta mil dólares. Lo único que tenía que hacer era marcharme de la ciudad. Me enviaron otros cinco mil dólares a un apartado de correos y el resto me lo mandarían cuando llegara a Denver. Desde allí, podría dirigirme a donde quisiera, intentando siempre alejarme todo lo que me fuera posible de Portland. Tendría que haberlo hecho más temprano, pero aquel día London no quería irse a la cama y al final tuve que hacerlo en el último momento. Estaba tan asustada, tan desesperada. Oh, Dios, ¿qué será de mí ahora?
– Bueno, puedes estar segura de que no vas a tener a mi hija a tu cuidado ni un minuto más -le dijo la señora Basset-. Te pagaré lo que cueste el despido, sea lo que sea, pero, créeme, ¡no vas a pasar ni una noche más en esta casa! -Estaba tan enfadada que temblaba; salió corriendo de la habitación y los delgados tacones de sus zapatos rojos resonaron con fuerza mientras subía las escaleras-. ¿Chloe? ¿Estás ahí?
Ginny se apartó con una mano temblorosa un mechón de cabello de la cara.
– ¿Cómo me han encontrado?
– Nos ha costado bastante -admitió Zach.
– Pero ¿estás segura de que no sabes quién te pagó? -preguntó Adria, acercándose más a ella.
Ella meneó la cabeza y dirigió unos ojos teñidos de culpabilidad hacia Adria.
– No tengo ni idea.
– ¿Hombre? ¿Mujer?
– La verdad es que no lo sé. No me encontré jamás con nadie y el dinero siempre me lo mandaba en efectivo, en billetes pequeños.
Parecía tan abatida, con las mejillas hundidas y la mirada vacía mientras sus ojos iban de uno a otro, que Adria la creyó.
– Alguien te pagó.
– Sí.
– Alguien con mucho dinero.
Ella asintió con la cabeza, pero a Adria le pareció que la mujer no estaba escuchándola, sino recordando el pasado y la manera como se había fugado con la hija de otra persona.
– Tienes que hablar con la policía -dijo Zach.
– Lo sé.
– No va a ser fácil.
Ella miró a Zach con ojos angustiados.
– Nunca lo ha sido -admitió-. Durante veinte años he estado mirando hacia atrás por encima del hombro, temiendo que llegara un día como este. Ya sabía que usted había vuelto a Portland -añadió, mirando a Adria-. Lo oí en las noticias. Vi su foto, leí su historia, sabía que se había reunido con su familia.
– Podría haber escapado -dijo Adria.
Ginny soltó una risita de desprecio hacia sí misma.
– ¿Adonde? La verdad es que no supuse que me encontrarían. -Se enderezó en su asiento-. Se parece mucho a ella, sabe. Es…, bueno, tanto que da miedo.
– Eso he oído decir.
– ¿Por qué no volvió para pedir la recompensa? -preguntó Zach.
Ella se lo quedó mirando durante un buen rato.
– Porque Witt Danvers me habría matado por haberme llevado a su hija -dijo y luego carraspeó-. ¿Me pueden esperar unos minutos para que recoja mis cosas? -preguntó con una débil sonrisa-. Y luego me iré con ustedes para entregarme a la policía.
– Por supuesto -dijo Adria.
– No creo que debamos perderla de vista -la cortó Zach.
– No se preocupe, señor Danvers -dijo Ginny, estudiando el rostro de Zachary como si fuera la primera vez que lo veía, intentando hacerse una idea de cómo sería hoy aquel hombre que había crecido como el hijo rebelde del hombre más rico de Portland-. Ya es hora de que esto acabe.
Ella se levantó y se dirigió hacia una puerta que había bajo el hueco de la escalera.
De modo que esto era todo, pensó Ginny bajando lentamente las escaleras. En algún lugar profundo de su corazón, siempre había sabido que acabarían por encontrarla y que tendría que admitir su complicidad en el secuestro de la pequeña Londón. Y el dinero que había imaginado que le iba a durar toda la vida, se había esfumado poco a poco.
Al entrar en su pequeña habitación se sintió cansada. Había esperado liberarse para siempre de las personas ricas y de tener que cumplir sus caprichos, cuidando de unos niños que deberían cuidar ellos mismos, pero cuando sus finanzas menguaron, tuvo que volver a ganarse la vida con la única cosa que sabía hacer. Ni siquiera el dinero que recibió de los Nash le había servido de mucho. Y así, había pasado la mayor parte de su edad adulta siendo una criada. Echó una ojeada a su pequeña habitación con unas cortinas de color cereza que colgaban sobre unas imposiblemente estrechas ventanas y casi se rió de su ingenuidad. Cincuenta mil dólares. Tendría que haber pedido el doble o el triple. Y aun así, no habría sido suficiente. El dinero siempre se le había escurrido entre los dedos como si fuera agua.
En el suelo había una alfombrilla trenzada, una de las que habían tirado sus jefes. El edredón se lo había hecho ella misma, pero ya estaba viejo y gastado. Como ella misma.
Cerró los ojos y se sentó sobre el colchón, preguntándose si no sería mejor acabar de una vez con todo aquello. Enfrentarse a la policía. A la prensa. A la familia Danvers.
No podría soportarlo.
Pero sabía que no tenía valor para quitarse la vida. No como Katherine Danvers… aunque a ella le hubiera parecido imposible. La segunda esposa de Witt era la última persona en el mundo de quien Ginny hubiera sospechado que acabaría suicidándose. Estaba tan llena de vida, tan rebosante de energía.
«Pero perdió a su hija. Por tu culpa, y tú sabes lo que se siente, lo desesperado que puede llegar a sentirse uno.»
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Oyó el crujido de un peldaño y pensó que venía de las escaleras. La estaban esperando. Probablemente impacientes. Debería recoger sus cosas, aunque sabía que acabaría en la cárcel y que allí le confiscarían todas las pertenencias.
Se secó una lágrima que le caía por la comisura de un ojo.
Oyó de nuevo pasos que parecían acercarse por el pasillo.
Decidió recoger de una vez sus cosas, antes de que Zachary la descubriera allí lloriqueando como una niña. Enfadada consigo misma, se pasó una mano por los ojos y los volvió a abrir. Bajó la maleta que tenía encima del armario y abrió los cajones de la cómoda. Con el estómago tan duro como un puño apretado, empezó a meter su ropa en la maleta de cualquier manera. «Prisión.»
Se estremeció. No podía imaginarse a sí misma allí. Pestañeó varias veces, llorando sin hacer ruido, intentando retener los sollozos mientras se dirigía a su pequeño cuarto de baño a buscar un pañuelo de papel. Mientras se secaba los ojos, le pareció ver un reflejo que cruzaba tras ella y vio que la cortina del baño se movía. De repente sintió frío y se dio cuenta de que la ventana del baño estaba abierta. ¿Se la habría dejado ella así? No…
«Oh, Dios.»
Entre la bruma de las lágrimas divisó una figura oscura, justo antes de que se abriera la cortina del baño y su asaltante diera un paso por encima del borde de la bañera.