– De acuerdo. -Un músculo se tensó en su mandíbula.
– Además, creo que estoy más segura contigo.
– Esperemos que tengas razón -gruñó él entre dientes, mientras metía el coche por un camino flanqueado por dos pequeñas casas de paredes blancas, con buhardillas y negras contraventanas. Aunque era primera hora de la tarde, el día era gris y húmedo, y podían verse las luces del interior encendidas a través de las ventanas-. Acogedor, ¿no te parece? -se burló Zach mientras agarraba su teléfono, marcaba un número y explicaba a Len Barry, de la policía de Portland, en pocas palabras cuál era la situación. Luego colgó-. De acuerdo, esto nos dará suficiente tiempo -dijo él mientras salía del coche.
Mientras avanzaba detrás de Zach por el camino empedrado hacia un pequeño porche cubierto, a Adria le sudaban las manos y el corazón le latía a toda prisa. La fachada de la casa estaba cubierta por un manto de flores de todos los colores, bien podadas y arregladas, como merece cualquier casa de una prestigiosa vecindad.
La casa de un asesino.
Zach llamó con los nudillos a la puerta sin esperar a que Adria hubiera llegado a su lado. Adria sintió el peso de la pistola en su bolsillo mientras el corazón se le desbocaba.
¿Cómo podría enfrentarse a la mujer que había intentado matarla?
¿La asesina de Ginny Slade?
Se abrió la puerta y Eunice Danvers Smythe, vestida con un chándal azul y negro, apareció al otro lado. El sudor cubría su frente, y sus mejillas estaban coloradas como si acabara de salir del gimnasio.
– ¡Zach! -dijo ella antes de que su mirada se posara en Adria-. Oh…, me preguntaba si la habrías dejado sola. -Forzó una sonrisa tan fría como el fondo del río Columbia-. Entrad, entrad los dos.
– ¿De qué va todo esto, Eunice? -preguntó él sin moverse.
– Creo que va siendo hora de explicar unas cuantas cosas.
– ¿Como por ejemplo?
– Empezaré con Kat.
Los músculos de Adria se tensaron al oír el nombre de su madre y la dura expresión de Zach se volvió aún más severa.
– ¿Y por qué no Ginny? -preguntó él.
– Porque es mejor empezar por el principio, ¿no te parece?
– No tenemos mucho tiempo.
– No me lo digas. Has llamado a la policía. -Ella empezó a avanzar por el pasillo, con sus zapatillas de deporte rozando sin ruido el suelo de madera, cojeando levemente y dejando tras ella un olor a perfume de jazmín-. ¡Oh, Zach! Eres tan predecible. Me habría gustado que hubieras hablado antes conmigo. -Miró por encima del hombro hacia atrás y sus ojos se detuvieron de nuevo en Adria-. Después de todo, puede que sea mejor que hayas venido. ¿Te importaría cerrar la puerta?
Adria, sintiéndose realmente como si entrara en la guarida de un león, cerró la puerta. Zach la esperó y echaron a andar juntos hacia la cocina, donde Eunice ya estaba metiendo una bolsita de té en una taza con agua caliente. A su lado había otras dos tazas de porcelana que esperaban humeantes.
– ¿Queréis un poco de té? -preguntó Eunice, sumergiendo la bolsita en la taza.
Zach negó con la cabeza…
– ¿Y tú? -preguntó ella, mirando a Adria, quien vio en los ojos de Eunice una luz que hizo que se le helara la sangre.
Allí pasaba algo raro. El olor de jazmín que salía de la taza se extendía por la habitación, y un escalofrío tan helado como un mes de diciembre hizo que a Adria le temblaran los huesos.
– No, gracias -contestó Adria, pensando en qué podía haber puesto en el té.
– ¿Qué me querías contar, Eunice? -Zach estaba de pie, al lado de la mesa de la cocina, y no apartaba su recelosa mirada de su madre, mientras esta se preparaba la taza de té.
A Adria aquella situación le parecía irreal. Se quedó de pie al lado de Zach, esperando oír lo peor, observando a aquella mujer, que posiblemente era una asesina a sangre fría, mientras preparaba su taza de té.
– Siéntate, Zach. Y tómate una taza de té o un café conmigo -dijo ella, dejándose caer sobre una silla-. Creo que será lo último que podamos compartir en muchos años.
– Paso.
– Zach…
– Suéltalo ya, Eunice -dijo él, mirando su reloj-. La policía llegará dentro de unos minutos. Será mejor que me digas lo que quieres contarme, antes de que se lo tengas que explicar a un detective.
– Tú crees que yo maté a Ginny -dijo Eunice.
– Te me has adelantado.
– Pero yo no lo hice. -Eunice levantó los ojos y dejó la bolsa de té sobre la mesa.
– De acuerdo.
– Es verdad. Pero ya te he dicho qué debería empezar con Kat… o más concretamente con London. Yo la secuestré y pagué a Ginny para que se asegurara de que jamás aparecería. Pero ella falló. -Sus labios se alisaron mientras lanzaba una mirada a Adria.
– Así que decidiste deshacerte de Ginny.
– No… Alguien se me adelantó y ahora intenta que me culpen a mí de lo sucedido.
– Deja de decir sandeces -dijo Zach, avanzando desde la pared, acortando el espacio entre él y la mujer que lo había traído al mundo-. He venido aquí para encontrar respuestas, no cortinas de humo ni excusas ni mentiras.
– Pero es verdad -insistió ella con ojos suplicantes, mientras él se acercaba y se apoyaba en la mesa: un hombre grande y con músculos fuertes, y con una furia intensa dibujada en unos labios que se apretaban contra sus dientes.
– Suéltalo, Eunice. No tenemos mucho tiempo. Como te he dicho, la policía está en camino.
– Te estoy diciendo la verdad, Zach -le aseguró ella, casi desesperada, con la taza de té temblando entre sus manos. Tomó un largo trago y se rió como si hubiera hecho un chiste-. Yo no maté a Ginny.
Adria no se lo tragaba; sabía lo maligna que era aquella mujer.
– ¿No? -dijo Zach, entornando los ojos.
– No -contestó ella, dando otro sorbo a su infusión.
– ¿Y qué pasa con Kat?
– ¿Kat? -musitó Eunice pasmada. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron, pero los forzó a relajarse de nuevo. Sus ojos parpadeaban con incertidumbre-. Se suicidó. Eso es lo que dijo la policía. -Tomó un nuevo sorbo de té. Adria seguía pensando que había allí algo que no cuadraba…
– Yo no estoy tan seguro -dijo él, mirando a su madre inquisitivamente-. A la luz de lo que ha pasado estos últimos días, le pediré a la policía que vuelva a revisar la investigación sobre su muerte. He llegado a creer que fue asesinada. Alguien se aseguró de que se hartara de pildoras y alcohol, y después la ayudó a saltar desde la terraza de su habitación. Y me parece que tú eres la candidata más probable.
– Por el amor de Dios, Zach, ¿te has vuelto loco? -susurró Eunice sin poder evitar morderse los labios con nerviosismo.
– Yo no.
– Así que me estás acusando a mí de estar loca.
– De ser una psicópata.
Ella estuvo a punto de dejar caer la taza. Toda su compostura se evaporó.
– ¿Me estás acusando a mí? -preguntó con cara furiosa-. Eso es una locura.
– Exactamente.
Ella estaba temblando, desmoronándose ante la mirada de Adria.
– De modo que ahora has decidido convertirte en policía, juez y jurado. Y ni siquiera eres capaz de entender los hechos. Te tenía por más listo, Zach.
– Lo único que tienes que hacer es demostrar que tú no drogaste a Kat con barbitúricos y después la empujaste desde la terraza.
– ¿No puedes dejarlo correr de una vez? Primero te liaste con aquella puta y ahora con esta… con esta mujer que es tu hermana.
Adria se encogió por dentro.
– ¿No sabes lo terrible que es esto? ¿Lo enfermizo que es? Es algo pervertido -vociferó Eunice, quien había perdido ya sus modales, con las pupilas completamente dilatadas.
– Hablemos de ella, pues. De Adria. De London -dijo él sin retroceder ni un paso-. Y de paso que intentas demostrar que no mataste a Kat y a Ginny, puedes intentar también convencernos de que no has estado persiguiendo a Adria.