– No sé de qué me estás hablando -soltó ella con las fosas nasales dilatadas.
– Corta el rollo, ¿vale? Déjame ver tu mano.
– ¿Qué?
– Tu mano. La que Adria te mordió cuando intentabas matarla en el motel de Estacada.
Eunice se quedó completamente pálida. -Esto es ridículo.
A lo lejos se oyó el sonido de las sirenas de la policía.
Eunice cerró los ojos durante un momento; cuando los volvió a abrir, Adria se dio cuenta de que en sus pupilas brillaba una nueva y acerada determinación.
– Te estás volviendo contra tu propia madre, ¿no es así, Zach? Y todo por algo que ella ha… -Eunice hizo un gesto de desprecio en dirección a Adria- inventado.
– Yo no he inventado nada.
– Hemos descubierto que ella es London, Eunice. Y tú has intentado matarla. Pero no te saliste con la tuya, no como hiciste con Ginny.
– Por última vez, Zach, yo no maté a Ginny. -Señaló hacia la silla que estaba al lado de la suya y le dijo en una voz que era casi un susurro-: Ahora, por favor, siéntate.
– No, gracias.
– Siéntate y tómate una taza de té conmigo -dijo ella, alzando engreídamente la barbilla.
Las sirenas se oían ya más cerca. Muy cerca. Eunice tragó saliva. Estaba asustada, sí, pero había algo más en su mirada. ¿Triunfo?
¿Porqué?
Adria se quedó mirando a aquella mujer y sus ojos se cruzaron con la estremecedora mirada de Eunice.
«Está a punto de atacarnos… de alguna manera.» Adria se dio cuenta de eso de repente. Pero ¿cómo? El miedo crepitaba en sus venas, mientras que Zach no parecía en absoluto intimidado por aquella mujer que era su madre, aquel monstruo que había intentado asesinarla.
– Tú intentaste matarme -señaló Adria.
– Te metiste en medio.
Adria pudo sentir entonces el frío odio que susurraba a través del aire. La furiosa mirada de Eunice se clavó en ella.
– ¿De qué?
– De los derechos de mis hijos, por supuesto. De su reclamación de las propiedades de su padre.
– Así que todo se reduce a una cuestión de dinero -dijo Adria.
– El dinero solo es una parte. El prestigio. Los derechos de nacimiento. Todo eso va junto. -Ya no se molestó en seguir disimulando-. Si hubieras dejado esos derechos aparte, nada de esto habría sucedido. Nada. Los chicos, mis hijos, habrían tenido lo que se merecen de la fortuna de su padre, pero tú no te podías quedar fuera, ¿verdad? Oh, no. -Los labios se le aplastaron contra los dientes-. He hecho un montón de cosas de las que no estoy orgullosa. Un montón.
– Incluyendo el secuestro -intervino Zach.
Eunice dudó.
– Tú lo hiciste, ¿no es así?, ¡y dejaste que me acusaran a mí! -insistió él.
– Aquello no formaba parte del plan.
– Bien, pero eso fue lo que pasó, Eunice.
– Oh, Zach.
– Dios, eres increíble. Lo hiciste tú, ¿no es así? ¡Tú secuestraste a una niña!
– ¡No a una niña! ¡A una intrusa! -Se puso en pie de golpe y pareció perder un poco el equilibrio.
– ¡Y después mataste a Kat!
– No… yo. -Se agarró al mostrador de la cocina como si de repente las piernas no la pudieran sostener.
– Siempre la odiaste. Odiabas a London. -El acercó la cara a menos de un palmo de la de ella-. Lo estuve pensando mucho y al final comprendí que Kat no se había quitado la vida. Imposible. Era demasiado vital, demasiado fuerte. Por muy desesperada que hubiera estado, jamás se habría suicidado. Así que o bien fue un accidente, lo cual es difícil de creer, o alguien la ayudó a caer desde la terraza. -Sus labios estaban blancos y sus ojos se ensombrecieron al comprender-. Tú eres la única persona que la odiaba lo suficiente para hacerlo. Posiblemente en nombre de tus hijos y de su herencia, por la misma razón por la que secuestraste a London.
– No -dijo Eunice con voz débil.
– Venga, madre, querías que viniera para escuchar tu confesión, ¿no? Pues deja que la oiga.
– Pero yo no…
¡Bam! Su puño golpeó contra la mesa. La taza de té se volcó. Adria se quedó parada. Las sirenas de la policía aullaban en la distancia.
– ¡Oh, Dios! -murmuró Eunice de una forma lastimosa-. Yo no quería hacer daño a nadie.
– ¡Y una mierda! ¡Tú la mataste!
– ¡Sí, vale, vale, sí! -Los ojos de Eunice se llenaron de lágrimas y empezó a parpadear.
Adria, aunque ya esperaba oír esa confesión, se quedó estupefacta al escuchar aquellas palabras.
– ¿Tú la empujaste?
– ¡Por supuesto que lo hice! -Algo del carácter duro de Eunice retornó a ella-. Por destrozada que estuviera tras la desaparición de su hija, no era una suicida. Kat, no. Dios, era una persona repugnante. -Ella volvió la mirada hacia Zach-. ¿Te sorprende? ¿El que tu propia madre pueda llegar a matar?
La mandíbula de Zach empezó a palpitar mientras se quedaba pálido.
– La verdad es que fue fácil. Colarse en su habitación. Meter barbitúricos en su bebida. Hacerla salir a la terraza… -La voz de Eunice volvió a ser casi un susurro-. Y lo único que tuve que hacer fue poner voz de niña pequeña… -Entonces empezó a hablar como si fuera una niña-. Mamá… Mamá… -Los ojos de Eunice brillaron por un instante, con su mente volviendo a recordar aquella horrible escena-. Ella estaba desorientada, creyó que yo era London y yo estaba escondida bajo la barandilla…
– Maldita asesina -gritó Adria, temblando de los pies a la cabeza.
Eunice volvió al presente.
– Y lo volvería a hacer. Por mis hijos.
A Adria se le heló la sangre. De modo que eso era todo.
– Ahórratelo, Eunice. Nadie se va a tragar tu gesto altruista -afirmó Zach.
– No espero que lo hagas, Zach, pero créeme una cosa -insistió ella-: yo no maté a Ginny.
– Después de lo que acabas de confesar, ¿esperas que te crea? -dijo él, apretando los puños.
Las sirenas de la policía sonaban ya muy cerca, pero Eunice no parecía darse cuenta.
– Yo ni siquiera sabía dónde estaba.
– Pero admites que tú hiciste que ella secuestrara a London. Y que le pagaste por ello. -Zach agarró el bolso de Adria y vació su contenido sobre la mesa: lápices de labios, un cepillo, una cartera, llaves, cartas y los duplicados de las notas que ella había entregado a la policía. Colocando un dedo sobre una de aquellas notas, Zach le dijo-: Tú las enviaste.
Eunice se quedó mirando aquellos objetos y apareció un tic bajo uno de sus ojos, mientras Zach añadía furioso:
– Y también le mandaste una rata muerta a su habitación del hotel.
La contracción en el ojo de Eunice se hizo más rápida y empezó a retorcerse las manos. Tenía los ojos vidriosos.
– Y destrozaste las sábanas y la ropa interior de Adria.
– No… la ropa de Kat… las sábanas de Kat…
– No de Kat. De Adria. De London.
– Es lo mismo -dijo ella con las fosas nasales dilatándose, como si de repente hubiera descubierto un olor nauseabundo-. Kat… London…
– Nada de eso.
Ella elevó de repente las manos como si suplicara, y a Adria le pareció un gesto patético viniendo de aquella mujer vieja, aunque no débil. Era lo suficientemente fuerte como para haberla echado a ella al suelo y haber intentado matarla, una persona retorcida capaz de matar una rata y sacarle la sangre, una maníaca capaz de destrozar una habitación, rasgando las sábanas, salpicando un espejo con sangre.
– No podía soportar la idea de veros juntos a los dos, Zach. No con Kat. No Kat… -Su voz se quebró y empezó a parpadear… como si tratara de aclararse las ideas. Cruzó los brazos por la cintura y empezó a balancearse-. Quiero decir no con London… ni con Kat… No podía permitir que eso sucediera… no tenía otra elección.
– ¿Otra elección? -repitió Adria, sintiendo de repente rechazo-. ¿Ninguna otra elección más que intentar matarme? -¿Quién era esa mujer? Una madre. Una vividora. Una asesina. Ella dio un paso atrás mientras Zach se dirigía hacia la mujer que lo había traído al mundo.