– Todo el mundo tiene otra elección, Eunice -dijo, volviendo a alejarse de ella.
– No es tan fácil como crees -sollozó ella, metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta de algodón.
– Claro que lo es. Tú lo haces difícil. Intentando matar a Adria, y cuando saliste de allí herida, dijiste a Nelson que te habías caído persiguiendo al gato. Por Dios, tú estás mal de la cabeza. ¿Y pretendes que me crea que no nos seguiste hasta San Francisco y mataste a Ginny?
– Tengo una coartada -dijo ella tras dudar un instante.
– Muy conveniente. ¿Quién?
Dejó escapar un suspiro y uno de sus hombros se hundió ligeramente. Se sonó la nariz con un pañuelo de papel que acababa de sacar del bolsillo.
– Nelson. La noche en que mataron a Ginny, él estaba aquí conmigo.
– Por el amor de Dios, ¿te piensas que no sé que él mentiría por ti?
– Posiblemente, pero no tendrá que hacerlo. Yo estaba aquí, Zach, en el lago Oswego, cuando mataron a Ginny.
– No me creo lo que diga Nelson.
– Entonces puedes creer a su amigo. -Ella alzó la barbilla y miró a los ojos acusadores de Zach-. Aquella noche Nelson estaba aquí con alguien más. No se quedaron toda la noche, por supuesto, porque se supone que yo no sé que Tom es el amante de Nelson, pero pasaron por aquí unas cuantas horas, como viejos amigos, ya sabes; les preparé la cena y jugamos a las cartas. Si no me crees ni a mí ni a tu hermano, pregúntale a Tom.
Las sirenas sonaban ya tan cerca que retumbaban por toda la casa.
– Eso tendrás que decírselo a la policía; quizá ellos te crean, pero yo no.
– Eso ya no tiene importancia.
– Por supuesto que la tiene -dijo él, y al momento pareció darse cuenta de la extraña sonrisa que empezaba a formarse en las comisuras de los labios de su madre-. Espera un momento…
– Todo ha acabado, Zach.
– ¿Qué quieres decir? ¿Acabado? -Su mirada se posó sobre la taza de té-. ¿Qué has hecho?
– ¿Qué he hecho, Zach? -dijo ella-. Siempre he hecho lo que tenía que hacer. Tú no me crees, pero todo lo que he hecho ha sido porque te quiero.
– Tonterías, Eunice -farfulló él-. ¿Qué demonios has hecho?
Cuando las sirenas ya se oían en la entrada de la casa, Zach miró sobre el mostrador de la cocina y descubrió un armario con la puerta entreabierta.
– Oh, no… -Abrió la puerta del todo y extrajo varios frascos de medicinas-. No habrás… -susurró Zach, observando la taza de té, mientras el sonido de pisadas y voces se filtraba a través de los muros. Barrió la tetera de encima de la mesa y esta se rompió en mil pedazos-. No tenías que haber hecho esto, mamá.
– Por supuesto que sí. Lo he hecho por ti.
En ese momento, Eunice se abalanzó contra Adria, sacando la mano que había estado todo el tiempo metida en su bolsillo. En el puño sostenía un delgado puñal que brilló mortalmente bajo la luz.
A Adria le dio un vuelco el corazón.
– ¡No! -gritó Zach.
– ¡No puedes hacerme esto, Kat! ¡No te lo permitiré! -Eunice arremetió contra Adria.
Adria la esquivó y golpeó el antebrazo de Eunice. El cuchillo osciló hacia abajo rasgando la camiseta de Adria.
– ¡Adria! -Zach agarró a su madre y la hizo caer sobre el suelo de baldosas. Ella miró a su hijo mientras este intentaba quitarle el puñal.
Con destreza, se echó a un lado y, mientras sus ojos se clavaban fijamente en los de Zach, dobló el brazo y dirigió la afilada hoja contra sí misma.
– Sabes, Zachary -dijo ella mientras hundía el puñal en su abdomen-, tú siempre fuiste el más listo. El más querido y el más brillante.
– ¡No!
Zach le sacó el puñal y la sangre le llenó las manos, tiñendo de rojo la chaqueta de deporte de Eunice.
– ¡Oh, Dios! ¿Por qué? -gritó a la vez que las puertas se abrían de golpe y cientos de pasos resonaban por toda la casa.
– ¡Policía! -gritó una voz ronca-. ¡Tiren las armas!
Normalmente a Anthony Polidori no le gustaba que lo despertaran, pero cuando su informante llamó para decirle que Eunice Danvers Smythe había sido trasladada al hospital, y que se la acusaba del secuestro de London Danvers, Anthony agradeció a aquel hombre por la información. Desgraciadamente, al final habían acusado a Eunice.
Le afligió un ligero sentimiento de culpa al pensar en ella, porque sabía que Eunice se había enamorado de él hacía treinta y cinco años. Él estaba interesado en ella, sí, pero no la amaba con la misma pasión que ella sentía por él; solo se había acostado con ella para fastidiar a Witt. Eunice se lo había imaginado. En ese sentido habían sido almas gemelas, disfrutando el uno del otro a expensas de Witt.
Aquel malnacido.
De modo que Eunice había decidido destruir la vida de Witt. Aunque durante años su familia había sido culpada del secuestro por su culpa, Anthony respetaba sus agallas. Quizá no debería haberse apresurado tanto a romper con ella, cuando Witt descubrió su aventura.
Salió de la cama y se puso una bata a rayas desgastada por los codos y con los dobladillos hechos jirones. Se la había comprado su mujer hacía casi medio siglo y, a pesar de que era un harapo, nunca había tenido el valor de deshacerse de ella.
Se preguntó si Mario estaría en casa o con alguna mujer -aunque no es que eso le importara. Arrastrando los pies por las baldosas del pasillo, se puso a pensar en su vida y se sorprendió al darse cuenta de que el profundo odio que había sentido por los Danvers parecía haberse debilitado con los años.
Llamó a la puerta del dormitorio de su hijo y esperó. Nada. Golpeó con más fuerza, frunció el ceño e intentó girar el pomo, pero estaba cerrada con llave.
– Mario, hijo, ábreme.
Oyó una voz adormilada.
– Venga, abre la puerta.
– Por Dios. -Tropezando y tirando cosas a su paso, Mario apareció finalmente ante la puerta, con el pelo revuelto y sin afeitar-. ¿Qué…?
– Tenemos que hablar.
– ¿Estás bien de la cabeza? Son las cuatro de la madrugada.
– Levántate. Te espero abajo.
Mario se pasó una mano por la cara y bostezó. Cuando se desperezó, su espalda crujió.
– Deja que me ponga las zapatillas y coja los cigarrillos -dijo él y luego se dio media vuelta, tropezó de nuevo y masculló algo entre dientes.
Aquel chico no crecería jamás.
Anthony bajó las escaleras, y cuando su único hijo entró dando traspiés en la cocina, ya había descorchado una botella de champán.
– ¿Qué demonios ha pasado? -dijo Mario, chasqueando la lengua.
– Tenemos una celebración.
– Mierda, ¿y no podía esperar hasta una hora más decente…? ya sabes, hasta las seis o las siete de la mañana.
– No. Y tampoco es este momento para sarcasmos.
– Lo que tú digas, papi. -Mario acercó un encendedor a su cigarrillo-. De acuerdo, Estoy impaciente por saberlo. ¿Qué celebramos?
– Varias cosas. Ven, acércate. -Anthony palmeó el brazo de su sillón indicándole a su hijo que se sentara allí, como cuando era niño. Echando humo por la comisura de los labios, él hizo lo que su padre le pedía-. Muy bien. Aquí… -Anthony pasó una copa a su hijo; luego, cuando Mario la tuvo en la mano, rozó el borde de su copa con la de su hijo-: Por el futuro.
– Bueno, sí, pues por el futuro. -Mario, pensando que su padre había perdido un tornillo más y estaba un paso más cerca del manicomio, empezó a beber, pero la mano de su padre lo detuvo-. Y por el fin de la enemistad familiar.
– ¡Dios mío!
– De acuerdo, pues por Dios también -dijo Anthony magnánimo.
– ¿De qué estás hablando? ¿La maldita enemistad familiar ha acabado? ¿Cómo ha sido? ¿Abres una botella del mejor champán y afirmas que la enemistad familiar se ha acabado, y toda esa mierda que nos ha estado persiguiendo durante años queda olvidada? ¿Así de simple? -Mario hizo chasquear dos dedos. Luego se frotó los ojos-. Estoy soñando. Eso es lo que me pasa. Se trata de una especie de pesadilla.