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– Estamos celebrando también otra cosa.

– Oh, bien. ¿De qué se trata?

– Tu matrimonio.

– Ahora sí que estoy seguro de que estoy soñando.

– No, Mario. Ya va siendo hora. Necesitas una esposa. Y yo necesito un nieto. Tenemos que pensar en el futuro y no en el pasado. Tú te casarás, tendrás hijos y todos seremos felices.

– Oh, sí, claro. ¿Qué te ha pasado esta noche?-preguntó Mario-. Cuando me fui a la cama todo estaba como siempre, y ahora me sacas de ella y te pones a hablar como si fueras un adivino. ¿Te has dado un golpe en la cabeza o algo por el estilo?

Anthony ignoró los delirios de su hijo y volvió a golpear con el borde de su copa la de Mario. Había muchas posibles esposas para su hijo, pero a él se le había ocurrido que Adria Nash -London Danvers- era la potencial candidata. Era hermosa, inteligente y rica. ¿Qué más se le podía pedir a una nuera? Por supuesto que existía la posibilidad de que ella no le quisiera. Bueno, en ese caso había otras posibles mujeres jóvenes entre las que elegir. Mujeres fértiles, hermosas, aunque no necesariamente tan inteligentes como esa London.

– Solo hay una mujer con la que siempre he querido casarme -dijo Mario súbitamente despierto, y Anthony tuvo que contener una expresión de disgusto-.Trisha.

Apretando los dientes, el viejo tuvo que tragarse el último pedazo de su falso orgullo.

– Yo no te lo voy a impedir. -Luego volvió a tomar un sorbo de champán, mirando la cara de incredulidad de su hijo, y se rió a mandíbula batiente, como no se había reído en años. Palmeó a Mario en una rodilla, con un gesto de cariño que aún no había olvidado; el cariño que había sentido en otro tiempo, cuando su mujer aún estaba viva y Mario tenía cuatro o cinco años, y casi no tenían problemas-. Bebe. Disfrútalo. Y déjame que te cuente lo que ha pasado esta noche…

Mientras salía del hospital en el centro de Portland, Zach estaba desalentado. Había observado sin decir una palabra la llegada de la policía, del abogado de Eunice y de Nelson, todos ellos hablando y gritando. A Zach se le había agriado el ánimo. Trisha -cuando se dignó aparecer- había pasado de largo sin siquiera saludar a Adria, para decir a Zach:

– Mira lo que habéis hecho.

Un grupo de periodistas se agolpaban en la puerta del hospital. Todos gritaban tratando de llamar su atención. -Señorita Nash, ¿es cierto que finalmente se ha demostrado que es usted London Danvers? -Sí, eso parece.

– ¿Cómo se siente ahora que por fin recupera a su familia natural?

– Todavía no lo sé. -Se sentía extraña. Aunque se suponía que Eunice se recuperaría, iba a pasar una temporada en el hospital, bajo vigilancia policial.

– Va a heredar usted una buena cantidad de dinero, ¿no es así? ¿Cuáles son sus planes? -Todavía no tengo ninguno. Zach intentó meterse en medio, pero Adria lo agarró de un brazo.

– Miren -dijo ella, hablando a los micrófonos que la estaban apuntando-, ahora mismo estoy muy cansada. Por supuesto, estoy muy contenta de saber que soy London -dijo, intentando no cruzar su mirada con la de Zach, intentando no escuchar el dolor que sentía en el corazón al saber que él era su hermanastro-, pero no tengo planes concretos para el futuro.

– ¿Se quedará permanentemente en Portland?

– No lo sé.

– ¿Qué me dice de las acusaciones contra Eunice Smythe?

– No tengo nada que comentar.

– ¿Es cierto que la atacó en el motel de Estacada?

– No tengo nada más que decir en este momento.

– Pero ahora que es usted una de las mujeres más ricas del estado, seguramente…

– Discúlpenme.

Se abrió paso entre los periodistas y salió al lado de Zach. No podía mirarle a la cara; no quería pensar en el futuro. Durante casi un año había estado pensando que si podía llegar a demostrar que ella era London, si podía encontrar a su verdadera familia, su vida podría cambiar para mejor. Había estado pensando en el dinero, por supuesto, y se había visto como una astuta mujer de negocios que podría sentarse en las comidas de candad como manejar los asuntos de Danvers International. La pequeña princesa de Witt Danvers. El tesoro al que él había amado por encima de todas las cosas, incluyendo sus demás hijos.

Había sido una estúpida. Una tonta estúpida con sueños de adolescente.

Y no había previsto que podría enamorarse de Zachary.

Subieron al jeep y Zachary dirigió su Cherokee hacia la calle. Una docena y media de coches les seguían.

– Bravo -masculló él, mirando por el retrovisor-Perfecto.

Miró a Adria. Ella estaba exhausta, apoyada contra la ventanilla, mirándole con unos ojos que le llegaban al alma.

– Seguro que estarán también en el hotel -dijo él, girando de golpe y observando los faros que les seguían.

Conducía como un loco, cambiando de carril a cada momento y girando en las esquinas de forma imprevista. Ella se dio cuenta de que cambiaban de dirección y vio que las luces del centro de la ciudad empezaban a desaparecer a sus espaldas.

– ¿Adonde vamos?

– A algún lugar tranquilo.

– ¿Los dos solos?

Él dudó, apretando los dedos en el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y luego asintió con la cabeza. Algo en el interior de Adria -algo que ella prefería no reconocer- empezó a despertarse.

– Los dos solos.

Jack Logan era demasiado viejo para conducir a tanta velocidad, persiguiendo a un lunático en un jeep. Estaba cansado y de mal humor, y si no hubiera sido por la botella de whisky no habría podido seguir avanzando; tendría que haber llamado a Jason y haberle dicho que siguiera él mismo a su maldita familia. Pero le había pagado, y mucho, y pensó que más tarde podría pasarse todo el día durmiendo.

La jubilación no le había sentado bien; echaba de menos la acción y la excitación del trabajo en la policía. Era cierto que sufría una artritis que le hacía cojear y que ya no era tan rápido como antaño, pero aún tenía una mente despierta y podía hacer muchas más cosas que cuidar del jardín de su hija, o dedicarse a los pequeños arreglos de la casa; esas cosas que su hija Risa insistía en que eran una buena terapia. No, él echaba de menos la acción, sentirse vivo, y odiaba la idea de que, por el hecho de haber llegado a cierta edad, le hubieran apartado del terreno de juego.

De manera que seguía aceptando el dinero de los Danvers, que no era tanto como para no necesitar la pensión, pero sí lo suficiente para mantener su sangre en movimiento y hacerle sentirse vivo de nuevo. Seguía al otro coche, que tanto iba en una dirección como en la contraria, cambiaba continuamente de carril, y aunque estuvo a punto de perderlo de vista vanas veces, al final siempre lo volvía a encontrar.

Tenía un sentido innato para ese tipo de cosas, y había imaginado a dónde se dirigía aquel conductor loco -cambiando de calles continuamente, pero siempre conduciendo hacia el norte-, mientras cruzaban el puente de la carretera interestatal en dirección a las aguas que separaban la frontera sur de Washington con Oregón: el río Columbia y la marina en la que estaban amarrados los yates de los Danvers.

El jeep dio media vuelta en la interestatal y Logan siguió conduciendo, cruzando el puente desde el que casi no se divisaba el negro abismo que era el río Columbia. En la parte más alejada del río, en Vancouver, exactamente sobre la frontera de Washington, dio media vuelta y se metió en la autopista, esta vez dirección al sur. Para celebrarlo, tomó un trago de su botella y siguió conduciendo directo hacia la marina. Tras haber mostrado su pase caducado al guarda de la puerta, siguió avanzando lentamente hasta el aparcamiento y allí vio el jeep de Zachary, estacionado en un rincón oscuro.