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Zach apretó los dientes con furia silenciosa. La prensa parecía haberse lanzado a competir para ver quién publicaba el mayor escándalo de la infame familia Danvers, y todavía estaban acampados a las afueras del hotel, del yate, del rancho, de los aserraderos, de las explotaciones forestales y de las malditas oficinas centrales de la compañía. Zach se echó al gaznate tres dedos de whisky y miró el reloj. Ya eran casi las diez. Dios, menudo desastre. Tenía un regusto amargo en la boca y le ardían las entrañas. Sonó el teléfono que tenía al lado de la cama; lo descolgó deseando en su interior oír la voz de Adria, pero sabía que eso no sucedería jamas.

– ¿Sí?

– ¿Quién está al mando?

– ¿Quién habla? -preguntó Zach.

– ¿No me digas que no me reconoces?

– Sweeny -dijo Zach con una sensación de asco.

– Tu hermano, el que está en la cárcel, me debe dinero.

– Sí, me lo imagino.

– He pensado que quizá tú deberías hacerme los honores.

Zach agarró la botella medio vacía y se echó un trago.

– No lo creo.

– Tengo una información nueva.

– Métetela en el culo.

– Es sobre London.

Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. «No te derrumbes por esto.» Le dieron ganas de arrojar el teléfono al suelo, pero no lo hizo. Aguantó la respiración y esperó.

– Pero antes tendrás que pagarme.

– Vale. Estoy en la habitación 714.

– Voy para allá.

Clic. Zach se quedó mirando la botella y se preguntó si debería acabársela antes de enfrentarse con ese Oswald Sweeny.

Ignorando las muletas, se levantó de la cama, se miró en el espejo y se estremeció. Tenía la cara todavía pálida y lo que había pensado que no sería más que la barba de dos días era al menos de seis. «Mierda», farfulló mientras se quitaba la ropa y se metía en la ducha, intentando no mojarse la maldita escayola, esperando que el chorro de agua caliente sobre su piel pudiera llevarse el recuerdo de ella. Pero el agua de la ducha no pudo hacer nada para borrar unas imágenes que parecía que iban a acompañarle para siempre.

Se afeitó mirándose al espejo con el ceño fruncido. Todavía tenía un aspecto horrible.

Cuando llegó Sweeny estaba de nuevo zambullido en la botella. Balanceándose sobre sus muletas, con la botella agarrada en una mano, abrió la puerta.

– ¿Cuánto te debemos? -preguntó sin más preámbulos.

Oswald dudó mientras entraba en la habitación.

– Lo confirmaré cuando vea a Jason -dijo Zach, sabiendo que aquel tipo intentaría tomarle el pelo y sacarle algo más de dinero. Se acercó al escritorio y apoyó la cadera en una esquina-. ¿Quieres un trago?

Sweeny sonrió mostrando sus pequeños dientes, pero algo en la mirada de Zach, probablemente la mortal dureza que se reflejaba en sus ojos, le convenció para que declinara la invitación.

– Quiero la factura ahora mismo.

Sweeny dio un sobre a Zach, pero este no se molestó en abrirlo.

– Dime qué más has averiguado.

– No antes de que me pagues.

Zach no movió ni un solo músculo; se quedó observando a Sweeny, mirándolo como la cucaracha que era.

– La prensa me pagaría mucho dinero por lo que sé.

– ¿La prensa amarilla? -resopló Zach-. No tires piedras contra tu propio tejado.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo él, levantando las carnosas palmas de sus manos-. Mira, la cuestión es que no podía dejar correr este asunto así como así. Todo ese tema de London era demasiado intrigante. Fíjate, hasta he pensado que debería escribir un libro, uno de esos libros revelación.

La mirada que le lanzó Zach hizo que se callara de golpe.

– En fin, he seguido investigando y ¿a que no adivinas lo que he descubierto? Tu viejo era impotente. -Esperó durante un rato a ver cómo reaccionaba Zach, pero la flacidez de la polla de Witt no era un gran secreto. Al menos no para Zach. ¿Adonde quería llegar Sweeny?

– Bien -dijo Sweeny, cuando los ojos de Zach le miraron por encima del borde de su vaso-. Pues a Witt Danvers no se le levantaba, al menos no muy a menudo. No lo bastante a menudo como para poder estar seguro de que engendraría otro hijo, o sea para ser el padre de London. Lo estuve investigando, y la verdad es que me llevó bastante tiempo, pero descubrí que tu madrastra, mientras se suponía que estaba visitando a unos parientes en Victoria, se dirigió a una clínica de Seattle para que le hicieran una inseminación artificial de un donante privado.

– ¿Qué estás diciendo? -dijo Zach, alzando la cabeza de golpe.

Sweeny esbozó su leve y diabólica sonrisa de satisfacción, contento por haber conseguido finalmente captar la atención de Zach.

– Te estoy diciendo que Adria Nash es London Danvers, pero no es hija de Witt Danvers, al menos no técnicamente, o biológicamente, digamos.

A Zach se le cayó el vaso de la mano y el whisky se derramó por el suelo salpicando los bajos de sus pantalones téjanos. La cabeza estaba a punto de estallarle.

– Si estuviera viva, supongo que todavía tendría derecho a toda su herencia. Eso lo tendría que decidir el equipo de abogados, pero dado que ella era la niña por la que tan loco estaba Witt, ella sigue siendo su princesa, la heredera de todo, y dado que la mitad de tu familia está muerta o entre rejas, ella se lo quedaría todo. ¿No crees?

– Si estuviera viva -gruñó Zach casi sin mover los labios.

– Sí, bueno… yo no puedo hacer nada a ese respecto.

– Supongo que puedes probar lo que acabas de contarme.

– Por supuesto. Se pueden conseguir los archivos, por orden del juez, tú ya me entiendes, y hasta he encontrado a una enfermera dispuesta a hablar. Es una pena que London haya muerto.

Zach llevó sus bolsas de viaje hasta el vestíbulo del hotel. Se había quedado en Portland mucho más tiempo del que tenía pensado quedarse. Había pasado casi una semana desde que hablara con Sweeny y los medios de comunicación ya no estaban sitiando ninguno de los edificios de la familia Danvers. Todavía llevaba la escayola, pero ya podía andar sin muletas y quería largarse de aquella maldita ciudad. Y no sabía si volvería alguna vez. Ya era hora de marcharse.

Llevado por un impulso, dejó el equipaje en la recepción del hotel y subió hasta el salón de baile, el primer lugar donde había visto a Adria. Abrió las puertas como si fuera a encontrarla allí, pero cuando encendió las luces, solo vio una sala vacía y fría, y sin un aliento de vida.

Ella solo le había dejado su recuerdo, un tobillo roto y la cruda confirmación de que nunca volvería a ser el mismo.

«Estúpido», farfulló, caminando por la gran sala y dejando que la puerta se cerrara de un golpe a sus espaldas. Se acordó de London la noche en que la secuestraron, de lo traviesa que había sido, de lo preciosa que era aquella niña. Bueno, al crecer se había convertido en toda una mujer. Adria vestida con su negro abrigo o con su reluciente vestido blanco, con sus ojos azules y sus labios provocadores, traviesa y amable. Sintió que se moría por dentro. Pero él era un hombre práctico. Al menos antes siempre lo había sido. Lo quisiera o no, tenía que enfrentarse al hecho de que ella se había ido, de que la había amado y de que nunca más volvería a amarla. Probablemente eso era lo mejor que podía pasar. No podía dejarse vencer por problemas emocionales. De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas amargas y se maldijo a sí mismo. No creía en el luto. Eso no resolvía nada.

Enfadado consigo mismo, apagó las luces y abandonó la sala. Conduciría hasta Bend y allí se emborracharía tanto que Manny tendría que llevarlo a casa, pero esta vez no saldría a buscar a ninguna mujer. No durante mucho tiempo.