– No dejes que tu orgullo te aparte del camino de conseguir aquello que deseas.
– No lo hago -mintió Zach.
– ¿Qué me dices, entonces? -dijo Witt, extendiendo una de sus grandes manazas.
Zach dudó durante una fracción de segundo.
– Trato hecho -dijo finalmente y ambos se estrecharon las manos.
Zach había empezado los trabajos en el hotel y Witt había modificado su testamento. El proyecto de remodelar el hotel Danvers, para devolverle el aspecto de grandeza que había tenido, duró dos años y Witt había muerto mucho antes de que estuviera acabado, sin poder llegar a ver su sueño realizado. Zach había podido pasar la mayor parte de ese tiempo en el rancho, hasta un año antes. En aquel momento, el trabajo se había hecho tan complicado que se había visto obligado a trasladarse a Portland, para asegurarse de que todos los acabados se hacían de la manera adecuada.
Ahora se arreglaba el nudo de la corbata que le rodeaba la garganta. Tenía que estar en la gran inauguración, controlar los últimos detalles y luego se podría marchar a toda prisa en su jeep. «¿Qué iba a pasar con Adria?» Por Dios, ¿no podía dejar de pensar en ella? Parecía como si ella estuviera siempre ahí, cerca de la superficie de sus pensamientos, de la misma manera que lo había estado Kat. Por supuesto, así era. Porque, lo quisiera o no, ella se parecía mucho a su fallecida madrastra. El cabello negro, los ojos de color azul claro, la barbilla puntiaguda y las mejillas redondeadas eran una réplica de Katherine LaRouche Danvers. Adria era un poco más alta que su madrastra, pero exactamente igual de hermosa y tenía la misma elegancia especial que él no había visto jamás en ninguna otra mujer más que en Kat.
Se le revolvieron las entrañas al recordar su desafortunada única noche con su madrastra. La pasión, el peligro, la emoción que no había vuelto a encontrar en ninguna otra mujer. Al recordar a su madrastra, un calor prohibido empezó a fluir por sus venas. Ella le había seducido, se había aprovechado de su virginidad, le había mostrado un pedazo de cielo y luego le había hecho cruzar las puertas del infierno, que era donde iba a pasar el resto de su vida. Aun así, no hubiera cambiado nada de lo que pasó.
Pero ¿por qué ese único encuentro con Adria Nash le había devuelto a la memoria unos recuerdos tan vividos de algo que había intentado ocultarse durante tantos años?
No había visto a Adria hasta el día en que se la encontró en el salón de baile, con aquel aspecto ingenuo tratando de convencerle de que ella era su hermanastra desaparecida hacía tanto tiempo, pero sabía que la volvería a ver. Como la famosa falsa moneda del refrán. Siempre vuelve a tus manos. Adria había intentado ponerse en contacto con él por teléfono, pero él no se había molestado en contestar a sus mensajes. No quería darle a entender que tenía alguna esperanza. No se trataba de la primera impostora que aparecía afirmando ser London y seguro que no iba a ser la última.
Metiendo dos dedos entre su cuello y el duro cuello de su esmoquin, miró su reflejo en el cristal y se preguntó por qué se había vuelto a poner ese estúpido disfraz de mono. Por formalidad. Y él odiaba la formalidad. Al igual que odiaba la fiesta que estaba a punto de empezar.
Echó un vistazo a su bolsa de lona. El equipaje estaba hecho y él preparado para marcharse. Mañana al mediodía estaría ya lejos de allí.
«Vete con viento fresco», se dijo, mientras cerraba la puerta de la habitación y se dirigía hacia el ascensor cruzando el amplio pasillo. No le había dicho nada al resto de la familia acerca de la visita de Adria. No había ninguna razón para hacerlo. Todos estaban demasiado preocupados en sus propios asuntos. Las propiedades del viejo todavía no se habían repartido y si los principales herederos eran conscientes del hecho de que acababa de aparecer otra supuesta London… Un extremo de su boca se curvó hacia arriba. Pasó la uña del dedo pulgar por el pasamanos de latón del ascensor y consideró al posibilidad de dejar caer la bomba, pero al momento descartó esa idea. No le interesaba nada andar jugando con sus hermanos solo para ver sus reacciones. El ascensor se paró en el segundo piso y Zachary echó un vistazo al salón de baile a través de las puertas abiertas. Los invitados, como una bandada de pájaros, ya habían empezado a reunirse allí. Una sensación de deja vu se apoderó de él al oír el crujir de las telas de seda, el tintineo de las copas de cristal y el murmullo de las risas apagadas. En los últimos veinte años no se había celebrado ningún acontecimiento en aquella sala. La última fiesta había sido la del sesenta cumpleaños de Witt.
Bajo la chaqueta de su esmoquin y la camisa sus músculos empezaron a tensarse, como si estuvieran esperando problemas. En una esquina de la sala había una pianista que tocaba un piano de cola, que brillaba como si fuera de ébano pulido. Zachary reconoció la melodía, era el tema de una película reciente, pero no le prestó demasiada atención.
El champán fluía desde una fuente que gorgoteaba sobre una pila, en la base de una escultura de hielo con la forma de un caballo alzado sobre sus patas traseras, el símbolo del hotel Danvers. Un puñado de rosas flotaban en cuencos de cristal y había pétalos sobre las mesas de la comida y la bebida. A Zach se le hizo un nudo en el estómago. Todo aquello parecía una réplica de la noche fatídica en que London había desaparecido.
Había dejado que Trisha se encargara de los arreglos para la fiesta, esperando que se ocupara ella de la lista de invitados, del menú, de los músicos, de los artistas y de cualquier otra cosa que tuviera que ver con la maldita celebración. Le había dicho que hiciera lo que le pareciera mejor. Él ya había hecho suficiente con la remodelación del hotel y no tenía ningún interés en la fiesta de inauguración, eso era todo. No le interesaba lo más mínimo aquella fiesta.
Ahora se sentía como si hubiera dejado suelto un demonio. Aquella celebración parecía una copia de la fiesta sorpresa que Kat había preparado para el sesenta aniversario de Witt. Las centelleantes luces blancas en los árboles, el pulido suelo de la pista de baile, la lista de invitados de renombre e incluso el champán, servido en copas altas, eran una reminiscencia de aquella condenada fiesta.
Pasó al lado de una mesa con ensaladas y se dirigió derecho hacia el bar, ignorando a su hermano que le hacía señas para que se reuniera con un grupo de amigos. Todos los hombres que estaban con él se parecían a Jason. El pelo perfectamente cortado, vistiendo esmóquines caros e impecables, lustrosos zapatos y cuerpos trabajados en gimnasios exclusivos. Zachary imaginó que todos ellos pertenecerían a algún bufete de abogados del centro de la ciudad. ¿Quién quería juntarse con ellos?
Sin hacerles caso, Zach se acercó a la barra del bar. El camarero, un muchacho de apenas veinte años -aspecto deportivo, fino bigote y barba corta- que lucía un pendiente de oro en una oreja, le sonrió:
– ¿Qué va a ser?
– Una cerveza.
– ¿Cómo dice?
– Una Henry, Coors o Miller. De barril o de botella, no me importa. O cualquier otra que tenga.
El camarero le ofreció una sonrisa condescendiente.
– Lo lamento, señor, pero no tenemos…
– Pues consígala -le gruñó Zach, y el camarero, aunque se había quedado sorprendido, fue a hablar enseguida con el jefe del servicio, quien salió corriendo en dirección al ascensor del personal.
– Hola Zach. Un trabajo excelente. Este lugar es magnífico -dijo una entusiasta voz femenina desde alguna parte a sus espaldas. Zach no se molestó en responder.
Otra mujer -alguien de la prensa, pensó- se agarró de su brazo.
– ¿Me permite que le haga unas preguntas, señor Danvers?, sobre el hotel…
– Creo que mi hermana ya mandó una nota a la prensa.