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– Lo sé, pero tengo varias preguntas.

– Hable con Trisha. Trisha McKittrick. Ella es la decoradora de interiores-contestó Zach con un tono apenas cortés.

– Pero usted ha sido el encargado de la remodelación.

– Ella se ha encargado de todos los diseños del interior. -Y, dándose media vuelta, dejó a aquella mujer con sus preguntas en la boca y se quedó mirando fijamente su reloj.

Jason iba a soltar una especie de discurso y sería respondido por el alcalde, el gobernador o algún otro personaje importante de la ciudad. Zach se quedaría un rato por allí, se dejaría fotografiar un par de veces y luego saldría a toda prisa.

Mientras esperaba su cerveza, Zach se puso a andar de un lado a otro delante de una ventana, frunciendo el ceño y deseando que aquello hubiera acabado ya. No debería haber aceptado asistir a esa fiesta. Maldita sea, estaba empezando a ablandarse. En otro tiempo, habría dicho a Jason de manera explícita lo que pensaba, si su hermano hubiera pedido a Zach que formara parte de aquella farsa. Pero ahora estaba allí, y quizá por algún resto de orgullo egoísta referente al trabajo que había llevado a cabo en el hotel, Zach había aceptado, aunque con reticencia. «Eres igual que el resto de los Danvers, siempre buscando una pizca de gloria», se dijo.

– ¿Señor Danvers?

Zach parpadeó y se encontró ante él a un camarero que llevaba una bandeja de plata con una botella de cuello largo de Henry Weinhard, reserva especial, y una copa helada. Zach agarró la cerveza con una media sonrisa.

– No necesito eso -dijo, apuntando a la copa helada mientras abría el tapón de la botella y lo tiraba en la bandeja-. Pero querré alguna cerveza más.

– Estaré en el bar, señor, para cuando me necesite.

– Gracias.

Zach echó un buen trago directamente de la botella y empezó a sentirse mejor. Miró hacia afuera por la ventana y vio una hilera de radiantes limusinas blancas esperando para aparcar bajo el toldo de la entrada y depositar a sus ocupantes, la élite de Portland, en la puerta del hotel. Hombres vestidos de esmoquin, mujeres enjoyadas, con pieles y vestidos de seda, emergían de sus carruajes reales de esos tiempos modernos y se precipitaban hacia el hotel.

Aquello era una broma.

Sintió ganas de fumar y se dijo que era mejor, que lo olvidara. Había dejado ese vicio hacía casi cinco años. Apoyando un hombro contra el marco de la ventana, se quedó mirando hacia la noche. En ese momento la vio. Como un fantasma del pasado, Adria Nash acababa de aparecer en la esquina de enfrente. Se le revolvieron las entrañas cuando la vio cruzar la calle entre la riada de automóviles, corriendo entre taxis y limusinas hasta llegar a la puerta del hotel. Vistiendo el mismo abrigo negro que ya le había visto, avanzó evitando los charcos y se detuvo ante el portero.

De modo que tenía el valor de dejarse ver por allí.

Acabó su cerveza de un trago, dejó la botella vacía en una esquina de la mesa y avanzó deprisa entre la multitud. Varias personas intentaron detenerlo; mujeres que le ofrecían alentadoras sonrisas y hombres que miraban interrogantes a su paso. Probablemente era el tema de más de una conversación, pero no le importaba en absoluto que le tuvieran por la oveja negra de la familia o que la gente pensara que se había reconciliado con el viejo, justo antes de que Witt muriera, para tener su parte de la herencia.

Cuando se dirigía hacia las puertas dobles de la entrada principal del hotel, vio a Adria sonriendo al encargado y asegurándole que había sido invitada.

– ¿Dice usted que su nombre es Nash…? -preguntó" el encargado, sonriendo amablemente, mientras repasaba la lista de invitados.

– En realidad, me llamo Danvers.

La sonrisa del encargado seguía impasible.

– ¿Danvers? De modo que es usted de la familia.

– Sí…

– Está bien, Rich. La muchacha viene conmigo. -Zachary dio un apretón a los helados dedos de Adria pero no se molestó en sonreír.

Ella lo miró con aquellos claros ojos azules que parecían perforar su alma.

– Gracias, Zach -dijo ella como si se conocieran de toda la vida.

Una tensión en el pecho le advirtió de que estaba cometiendo un error colosal -también podía sentirlo en los huesos-, pero aun así la ayudó a quitarse el abrigo, se lo dio al guardarropas, y la acompañó hasta el salón de baile. Se sentía casi tan traidor como la noche en que se había acostado con su madrastra; y aquella misma sensación de destino fatal -de estar andando por un camino que no tenía principio ni fin- volvía a sentirla ahora, mientras le ofrecía a Adria el brazo, al que ella se agarró.

Más de una cabeza se volvió en su dirección. Era tan hermosa como la mujer de la que afirmaba que era hija. Su cabello negro relucía mientras rozaba la desnuda piel de su espalda. Su vestido, blanco y brillante, dejaba al descubierto uno de los hombros, rodeaba su pecho, se ceñía a su cintura y caía alrededor de sus caderas hasta rozar el suelo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó él cuando estuvieron lejos de los oídos de la mayoría de los invitados.

– Si hubieras contestado a mis llamadas, te lo habría explicado.

– Estoy seguro. -Él no la creía.

– Pertenezco a este lugar.

– ¡No digas tonterías!

– ¿Por qué has venido a rescatarme? -preguntó ella sonriendo abiertamente.

– No he hecho tal cosa.

– Por supuesto que lo has hecho. De no ser por ti, el viejo Richard me habría echado a la calle agarrándome de una oreja. -Un camarero se detuvo ante ellos ofreciéndoles bebidas en una bandeja de plata y Adria cogió una copa de flauta. Zach negó con la cabeza y el camarero desapareció entre los invitados- Reconócelo, Zach, me has salvado.

– Sólo trataba de evitar una escena.

– ¿Eso es lo que pensabas que iba a hacer: montar una escena? -Su sonrisa era cautivadora.

– Lo sabía.

– No sabes nada de mí.

– Excepto que eres una impostora.

– Sé que no es eso lo que crees.

– Por supuesto que sí.

– Entonces, ¿por que no has dejado que montara mi «escena» y que me las apañara yo sola? -Bebió un trago de su copa, sonriendo a la vez con los ojos.

– Sería mala publicidad.

– ¿Desde cuándo te preocupa eso?

– Esta familia ya ha tenido suficientes escándalos -dijo él.

– Pues yo creía que no te importaba el buen nombre de la familia -dijo ella, arqueando las cejas de una manera tan sensual que le hizo sentir una tensión en la ingle.

– Y no me importa -contestó él, mirándola fijamente.

No parecía tan segura de sí misma como pretendía aparentar. En sus ojos podían leerse las dudas, pero también había un brillo de desafío que provocaba en Zach ganas de retarla. Tan hermosa como Kat, con los labios gruesos y las mejillas redondeadas, y con unas cejas que se arqueaban con elegancia sobre unos hermosos ojos azules, era sensual y sobria. Pero había en ella un toque de inocencia que jamás había formado parte de Katherine LaRouche Danvers. Incluso en los momentos en los que era más vulnerable, Kat siempre parecía llevar las riendas del juego, y su papel en ese juego siempre era sexual y manipulador.

– ¿Puedes demostrar que eres London? -preguntó él, decidiendo ir directo al grano.

– Puedo y lo haré.

– Eso es imposible.

Ella alzó un hombro desnudo y bebió lentamente de su copa, mientras la pianista tocaba las primeras notas de una vieja canción de los Beatles consiguiendo desprender de la melodía cualquier rastro de nostalgia. Las risas ascendieron hasta el techo, donde los candelabros brillaban con un millón de minúsculas lámparas, exactamente igual que había sucedido hacía veinte años.

Zach trató de ignorar la sensación de deja vu que intentaba apoderarse de él.

– Creo que deberías presentarme al resto de la familia.

– ¿Para eso has venido aquí esta noche?