– Mi padre adoptivo. Victor Nash. Vivíamos en Montana.
– Oh -dijo él burlonamente-, eso lo aclara todo.
Le lanzó una mirada que le decía sin palabras que pensaba que estaba loca, mientras llegaban a la cima de una colina y se metían por una calle cerrada por una valla metálica, que se abrió cuando Zach tecleó el código en la consola que había al lado de la puerta.
Aparcó delante del garaje de un enorme edificio de estilo Tudor. Con tres pisos de ladrillo y piedra, y tejado de madera, la casa parecía haber crecido del mismo suelo en el que estaba ubicada. Lámparas exteriores ocultas entre las ramas mojadas de azaleas, rododendros y helechos, bordeaban el camino y reflejaban si luz tenue en el muro de piedra y argamasa. Había hiedras que ascendían con tenacidad por cada una de varias chimeneas y altos abetos se elevaban sobre muro de piedra que rodeaba la propiedad.
– Vamos -le ordenó Zach mientras mantenía abierta la puerta del coche. Ella bajó y lo siguió por un camino empedrado protegido del viento hacia la puerta trasera.
– ¿Te trae algún recuerdo este lugar? -preguntó é. mientras encendía las luces de una enorme cocina.
Ella negó con la cabeza y alzó una ceja como si le sorprendiera tener que admitir que no recordaba aquel lugar.
– Estamos en casa. Hogar, dulce hogar. Tragando saliva, miró a su alrededor esperando encontrar en algún lugar un detalle que recordara. Pero aquel suelo de azulejos brillantes no le decía nada, ni las puertas de vidrio de los armarios, ni los pasillos que se abrían en diferentes direcciones, ni las afelpadas alfombras orientales, nada hacía volver a su memoria ningún recuerdo largo tiempo olvidado.
– Esperaremos en el estudio -dijo Zach, observando su reacción-. Jason enseguida estará aquí.
Adria sintió un nudo en el estómago al pensar que debería enfrentarse con la familia Danvers, pero escondió su desazón. El estudio, situado en una esquina de la planta baja de la casa, olía a tabaco. El carbón resplandecía en una chimenea de piedra y Zach colocó en ella un trozo de roble musgoso antes de limpiarse y secarse las manos. Se quitó la chaqueta y la colocó en el respaldo de una silla de cuero.
– Y ¿qué me dices de este lugar? El estudio privado de papá. Tú, es decir, London, solías jugar aquí mientras papá trabajaba en su escritorio. -Su mirada era desafiante, con la barbilla levantada.
– Yo… no, creo que no me dice nada -admitió ella, pasando las puntas de los dedos por la añeja madera del escritorio.
– Caramba, esto es una sorpresa -se burló él-. Sin duda, la primera de muchas. -El apoyó un pie en el zócalo de piedra de la chimenea-. Bueno, ¿quieres empezar a contarme ahora tu historia o prefieres esperar a que llegue el resto del clan?
– ¿Hay alguna razón para que tengas que ser tan ofensivo?
– Esto no es más que el principio, créeme. Yo soy el príncipe de la familia.
– No es eso lo que yo he leído -dijo ella, intentando mantener el tipo-. Hijo rebelde, oveja negra, delincuente juvenil. -Aquello no era ningún ataque, ni ella podía atacarlo de ninguna manera.
– Eso es cierto, lo mejor del lote -admitió él con una mueca que hizo que se elevara un extremo de su boca-. Y ahora, ¿qué es lo que vamos a hacer, señorita Nash?
– No veo por qué razón tengo que repetir mi historia. Podemos esperar al resto de la familia.
– Como tú quieras. -Sus glaciales ojos grises, tan afables como un cielo ártico, la miraron de pasada mientras se dirigía hacia el bar-. ¿Un trago?
– No creo que sea una buena idea.
– Podría romper un poco el hielo. -Encontró la botella de whisky escocés y vertió un chorro en un vaso bajo de cristal-. Créeme, lo necesitarás antes de enfrentarte con ellos.
– Si tratas de asustarme, te aseguro que estás perdiendo el tiempo.
– Solo intento avisarte -dijo él, meneando la cabeza mientras se llevaba el vaso a la boca.
– Gracias, pero creo que podré enfrentarme a cualquier cosa que tengan que decirme.
– Pues serás la primera.
– Bueno.
Encogiéndose de hombros, se acabó la bebida de un trago y dejó el vaso vacío sobre la barra del bar.
– Siéntate. -Señalando un sofá, él se quitó la corbata, se desabrochó el cuello de la camisa y se subió las mangas. Tenía los brazos cubiertos de un vello oscuro y, a pesar de la estación, su piel estaba bronceada-. Solo por poner el caso -dijo-¿cuánto costaría que mantuvieras la boca cerrada y volvieras a casa?
– ¿Cómo?
Él apoyó los brazos en la barra del bar y le dedicó una sonrisa intransigente.
– No me creo tus tonterías, ¿de acuerdo? Y no me gusta perder el tiempo. Así que vayamos directos al grano. Planeas montar un buen escándalo, hablando primero con la prensa y los abogados, y afirmar que tú eres London, ¿no es así? -Se sirvió otro vaso de whisky, pero lo dejó sobre la barra sin tocarlo.
– Yo soy London. O al menos creo que lo soy. Y, por lo demás, me gustaría dejar a los abogados fuera de todo este asunto.
– De acuerdo, tú eres London -dijo él con un tono de sarcasmo en la voz.
– No hace falta que seas condescendiente conmigo.
– Muy bien. Entonces volvamos al punto uno. ¿Cuánto costaría hacerte cambiar de opinión para que decidieras que, después de todo, solo eres Adria Nash?
– Yo soy Adria.
– De modo que eres las dos.
– Por el momento.
– Hasta que aceptemos que eres London. -El fuego del hogar crepitó con fuerza.
– No espero que me llegues a creer -dijo ella, rechazando caer en su trampa. El estómago le daba brincos. El sudor empezaba a mojarle la nuca y las palmas de las manos, pero se dijo que tenía que aparentar calma. «No dejes que te impresione. Eso es lo que pretende»-. No hubiera hecho este largo viaje si no estuviera convencida de que era, de que soy, tu hermana.
– Solo por parte de padre -dijo él con una sonrisa que no llegó a reflejarse en sus ojos-. Escúchame, si pretendes convencernos de eso, Adria, muestra todas tus pruebas y hazlo bien.
– Tengo las pruebas y lo sé todo sobre tu familia -dijo ella molesta.
– De modo que has decidido aprovecharte de tu parecido con mi madrastra.
– Creo que deberías ver la cinta.
– ¿El vídeo? -dijo él desafiante.
– Sí, la cinta de vídeo que me trajo hasta aquí. -El vídeo que había sido el catalizador, aunque no realmente la prueba, al menos no la prueba definitiva. De repente le pareció una nimiedad, tan frágil como los sueños de su padre, quien creía que ella era una especie de princesa encantada de los tiempos modernos-. Lo encontré después de la muerte de mi padre. Me lo había dejado él.
– Me muero de ganas de verlo -dijo él sarcástica-mente. La miró un momento de reojo y sirvió otra copa-. Pero parece que aún tendremos que esperar a que empiece el espectáculo. -Dejó la copa de ella en una esquina de la mesa acristalada de café, y luego, cogiendo la suya de la barra del bar, se dirigió hacia la ventana. Se quedó allí de pie, como un centinela, mirando a través de los cristales mojados por la lluvia.
– Si no te importa, me gustaría utilizar el aseo -dijo ella, poniéndose de pie.
– ¿El aseo? -añadió él con un resoplido-. Vaya una palabra tan fina para una granjera de Montana.
Ella se quedó mirándose las manos por un momento y luego alzó los ojos hasta que su mirada se encontró con los ojos de él.
– Te gusta esto, ¿verdad?
– No me gusta nada -dijo, recorriendo todo el cuerpo de ella con la mirada.
– Ya. Pero te diviertes atormentándome. Sientes un perverso placer burlándote de mí, intentando ponerme la zancadilla.
– Tú has empezado esto -dijo él, arqueando ligeramente los labios-. Encuentra el «aseo» tú misma. A ver si puedes hacer que aparezca entre todos tus recuerdos escondidos.