– La verdad… por supuesto que lo es -dijo Trisha incapaz de esconder el sarcasmo en su voz.
Jason presionó el botón de extracción y sacó la cinta de vídeo del aparato reproductor.
– ¿Esta era tu «prueba»? -preguntó Jason.
– Sí.
– ¿Y esto es todo?
Adria asintió con la cabeza, y la rabia tranquila que se traslucía en el semblante de Jason como un nudo de ansiedad pareció difuminarse.
– Bueno, señorita Nash, no parece que sea demasiado, ¿no?
– Esto no es más que el principio, Jason -replicó ella, poniéndose de pie y colocándose de nuevo los zapatos-. No tienes por qué creerme. Dios sabe que no lo esperaba. Pero puedes tomarte esto como una advertencia. Pienso descubrir quién soy realmente. Si no soy London Danvers, créeme, me marcharé. Pero si lo soy -añadió con su pequeña barbilla levantada con determinación- lucharé contigo y contra cualquier abogado que lances contra mí para probarlo. -Se colocó el bolso en el hombro y el abrigo sobre el brazo- Es tarde e imagino que tendréis muchas cosas de las que hablar, de modo que llamaré un taxi y…
– Yo te llevaré -dijo Zach incapaz de dejarla marchar así, sin más, aunque no sabía por qué razón. Estaría mejor lejos de ella, pero había una parte de él que se sentía intrigada con aquella historia. ¿Quién era realmente aquella mujer? -No te molestes.
– No es ninguna molestia.
– No es necesario.
– Por supuesto que lo es.
– Se dio cuenta de que Trisha lo miraba interrogativamente y vio que Jason lo observaba algo sorprendido con el rabillo del ojo-. Es la hospitalidad de los Danvers -subrayó Zach.
– Mira, Zach, no hace falta que me hagas ningún favor, ¿de acuerdo? -Ella salió de la habitación y él la agarró por el codo.
– Pensé que habías dicho que necesitabas un amigo. -Sus dedos ascendieron por su brazo y ella sintió su aliento cálido, con un ligero aroma a whisky, rozándole la nuca.
Se recordó que aquel hombre era como ella: un hombre sin pasado, si se tenía que creer en las fotografías familiares.
– Quizá haya cambiado de opinión -dijo ella con voz ronca.
– No me parece una idea inteligente, señorita. Creo que necesitarás todos los amigos que puedas encontrar.
Dudando por un momento, echó una ojeada por encima del hombro al resto de los Danvers. «Su familia.» ¿O no era así? Aparentando total independencia, se soltó de su mano y echó a caminar delante de él.
– Gracias, de todos modos.
Obviamente, Zach no estaba dispuesto a dejarla marchar así como así. La siguió hasta fuera del estudio y a través de la cocina, donde ella ya había descolgado el teléfono, y cuyo auricular él le quitó distraídamente de entre los dedos.
– Me parece que estás dejando pasar la oportunidad de estar a solas conmigo.
– No te halagues a ti mismo.
Sus labios se torcieron en una mueca de desaprobación.
– No, me refería a conseguir más información de la familia. Eso es lo que quieres, ¿no es así?
Entre las cejas de ella se formó una pequeña arruga de ilusión.
– ¿De qué lado estás?
– No estoy de ningún lado -dijo él, abriendo la puerta trasera. La noche se coló en la cocina-. Sólo me preocupo de mí mismo.
Un hombre solitario. Un hombre que no necesita a nadie. O al menos eso era lo que quería hacerle creer a ella.
– Veo que eres modesto.
– No creí que estuvieras buscando humildad, sino solo la verdad.
– Así es.
Su expresión era dura e inflexible.
– Entonces deberás saber sin duda que me importan un comino la familia o su dinero.
– Pero sí que te importa el rancho -dijo ella, echándose el abrigo sobre los hombros.
– Es mi debilidad -dijo él y sus ojos brillaron en la oscuridad.
Caminaron por el sendero mientras el viento silbada a través de los altos árboles que bordeaban el camino. Ella se sintió impresionada por la anchura de sus hombros y por el ángulo de su barbilla, de formas duras y atractivas.
– ¿Y tienes muchas más… debilidades?
– Ninguna más -contestó él, abriendo la portezuela de su jeep-. Dejé a mi familia cuando tenía diecisiete años. Dejé de confiar en las mujeres a los veintiocho, y estaba a punto de dejar de beber, también, pero pienso que un hombre debe tener al menos un vicio.
– Al menos.
– Al menos no soy un mentiroso patológico. Se sentó ante el volante de su coche, y su semblante pareció todavía más duro y peligroso en la oscuridad del interior.
– Y entonces, ¿por qué quieres tener algo que ver conmigo?
Puso en marcha el motor y encendió los faros del coche.
– Déjame que te aclare una cosa, ¿de acuerdo? Yo no quiero nada de ti. -Pisó el pedal del acelerador y el jeep empezó a moverse marcha atrás-. Pero tengo el presentimiento de que vas a remover un poco la mierda, señorita Nash.
– ¿Y eso te preocupa?
– No. -Giró el volante y el jeep dio una vuelta en redondo sobre la calzada. Sus ojos se habían vuelto oscuros como la obsidiana-. Porque todavía estoy convencido de que eres una impostora. Una muy buena, quizá, pero así y todo nada más que una simple impostora.
7
¿Qué demonios iba a hacer con ella? Cruzó las puertas de la verja y le lanzó una mirada furtiva. Estaba apoyada contra la portezuela del coche, mirando a través de los cristales de la ventanilla, y su perfil era tan parecido al de Kat que aquella visión hizo que se le formara un doloroso nudo en las entrañas. Si aquella muchacha no era London Danvers, entonces era su maldita sosias, el vivo retrato de la madre de London. La curva de la mandíbula, el rizado cabello negro, incluso la manera en que le miraba de soslayo a través del flequillo de rizados bucles, medio seductora, medio inocente. Era igual que Kat.
Giró el volante para tomar una curva, apretando con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. No hacía falta que nadie le recordara cómo era su autodestructiva y atractiva madrastra. Le había costado años sacarse a Kat de la cabeza. Y luego, cuando estaba convencido de que ya lo había superado, ella se había tomado una sobredosis de pastillas y todos los demonios de la culpabilidad habían despertado de nuevo, gritando dentro de su cabeza.
Y ahora esta mujer, este reflejo exacto de Kat, acababa de aparecer como si fuera su fantasma que hubiera vuelto para atraparlo. Lo que tenía que hacer era largarse de allí enseguida. Pero no podía, y la atracción que Adria provocaba en él era tal que sentía algo bajo la piel -como si fuera hielo líquido, caliente y gélido a la vez- quemándole con una fría intensidad y que le asustaba en lo más profundo de su ser. Como con Kat.
– Háblame de mi madre -dijo ella, como si le hubiera leído el pensamiento.
– Si es que era tu madre -dijo él, poniendo en marcha los limpiaparabrisas.
– ¿Cómo era? -continuó ella, ignorando la indirecta.
– ¿Qué quieres saber de ella? -preguntó Zach, mirándola de reojo en la oscuridad.
– Por qué se suicidó.
– Nadie sabe si intentó matarse o simplemente tomó demasiadas pastillas y se cayó -contestó él con un parpadeo en los ojos.
– ¿Y tú, qué piensas?
– No pienso nada. No serviría de nada. No la iba a traer de vuelta aquí. -Su mandíbula estaba dura como el granito.
– ¿Eso te gustaría? ¿Que estuviera todavía viva?
– Deja que te aclare una cosa, ¿de acuerdo? -dijo él, lanzándole una desdeñosa mirada-. No me gustaba Kat. En mi opinión no era más que una sucia manipuladora. -Redujo la marcha para girar en una esquina y añadió- Pero tampoco deseaba que muriera.
Era obvio que Adria había metido el dedo en la llaga, pero le parecía que Zachary no estaba siendo completamente honesto con ella. Había demasiada tensión en sus músculos, demasiado enfado escondido en las líneas de su cara. Y había algo más que no le estaba contando.