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– ¿Y qué me dices de haberte quedado aquí? Si no es mucho preguntar.

– Tú no lo entiendes.

– No quiero entenderlo. -La cabeza empezaba a dolerle de nuevo.

Ella abrió la boca, pero se quedó un momento callada. Cuando volvió a hablar, el tono de su voz era frío.

– Ya sabes dónde puedes encontrarme, Zach. Puedes disimular todo lo que quieras, pero yo sé que la vida con tu padre no es fácil para ti. Si quieres venir a San Francisco a vivir conmigo y con Lyle durante una temporada, estaré…

– No, gracias.

No necesitaba su ayuda. Si Eunice tenía algunos sentimientos maternales latentes, de acuerdo, pero él no tenía ganas de oír hablar de ellos. Por lo que a él respectaba, había ido a visitarlo solo porque, una vez más, se sentía atormentada por su culpabilidad, lo mismo que le pasaba cada Navidad y cada cumpleaños. Era una madre a tiempo parcial y a él no le hacía ninguna falta que fuera nada más. -Puede que cambies de opinión -dijo ella, colocándose el bolso en el hombro y poniéndose la chaqueta sobre el brazo.

– No lo haré.

– Lo que tú digas, Zach. Pero quiero que sepas que solo he venido porque te quiero.

Ella salió de la habitación dejando tras de sí el aroma del mismo perfume caro que él recordaba desde sus primeros días de vida.

El dolor y la soledad le arrebataron, pero luchó para mantenerlos a raya. Él no se sentía unido a nadie. Su padre no creía en él, su madre -a pesar de sus protestas- no lo quería, y él sentía muy poco el parentesco con sus hermanos. Pensaba en su madrastra de una manera indecente y no tenía muchos amigos; no los necesitaba. Y ahora London había desaparecido. Se sorprendió de lo mucho que le preocupaba eso, pensando que era pequeña y que estaría sola y asustada. Parpadeó varias veces para detener las lágrimas. No por su madre. No por London. No por sí mismo. Ya había derramado demasiadas lágrimas cuando Eunice se marchó, hacía un montón de años; no iba a ser tan estúpido para volver a llorar de nuevo.

Decidió que era el momento de ponerse en marcha. En cuanto estuviera lo suficientemente recuperado, vendería el coche y… ¡Por Dios!, deja de soñar. No podía marcharse de allí. Aún no. No hasta que se hubiera solucionado el asunto de London; de lo contrario iba a ser el principal sospechoso y se iba a encontrar con toda la policía del estado pisándole los talones. Pero quizá, con un poco de suerte, para cuando saliera del hospital London ya estaría en casa, sana y salva. Entonces nadie se iba a dar cuenta de que se había marchado.

Debía tener paciencia, lo cual no iba a ser fácil. La paciencia nunca había sido una de sus virtudes. Porque en ese momento estaba atrapado. No había ninguna maldita salida.

9

A Jack Logan no le gustaban los Polidori. Especialmente Anthony. Nunca le gustó y nunca le gustaría.

Apretó el encendedor de su Ford Galaxy de dos puertas, de 1969, su orgullo y alegría. De color rojo fresa, con el techo marfil y una potencia extraordinaria, aquel coche era un regalo de Witt Danvers -un regalo muy caro-. Logan no tenía que pensar en él como si fuera un soborno. Frunciendo el entrecejo, cuando vio su curtido rostro en el espejo retrovisor, intentó no darle vueltas al hecho de que él, que había sido básicamente un policía honesto, había acabado trabajando para Witt Danvers. Parándose en un semáforo en rojo de la calle Setenta, extrajo un Marlboro del paquete que llevaba en la guantera y se lo colocó entre los labios. A decir verdad, tampoco le gustaba Danvers mucho más que Polidori. El encendedor saltó de su orificio y Logan encendió el cigarrillo mientras se ponía en marcha de nuevo.

Logan no confiaba en la gente con dinero, especialmente en los ricos con ambiciones políticas; y en el puesto número uno de la lista de las personas en las que no confiaba estaban Anthony Polidori y Witt Danvers. Polidori estaba metiendo mucho ruido con la intención de presentarse a senador del Estado, y los votantes católicos e italianos estaban de su lado; Witt tenía la vista puesta en convertirse en alcalde o gobernador, por lo que sospechaba Logan, y los blancos protestantes de Portland estaban dispuestos a votar por él. A Logan se le revolvió el estómago solo de pensarlo. Si las cosas acababan saliéndole bien, Witt Danvers podría terminar siendo el jefe de Logan. ¡Maldita mierda!

Aceleró su Ford para pasar un semáforo en ámbar en el boulevard McLoughin y puso rumbo al sur, a las afueras de la ciudad, hacia Milwaukee, donde se había ido extendiendo un enclave de granjeros italianos que vivían en caravanas desde mediados de aquel siglo. Los Polidori habían sido en otra época vendedores de verduras, pero habían ahorrado, habían invertido en tierra barata, habían vendido sus productos a los mejores restaurantes de Portland y poco a poco habían amasado una fortuna; no tan grande como la de los Danvers, pero en esencia igual de importante.

Sí, pensó Logan exhalando una larga bocanada de humo, le gustaría ver a Anthony Polidori estrellarse a causa del secuestro de la pequeña Danvers. Iba a ser divertido ver a aquel miserable arrastrándose por el suelo de la sala de interrogatorios. Pero eso no iba a pasar. Él lo sabía, Polidori lo sabía y Witt Danvers, por mucho que el viejo se empeñara en no admitirlo, también lo sabía.

Tiró la ceniza, del cigarrillo por la ventana y apretó el pedal del acelerador. Ignorando los límites de velocidad, cruzó a toda marcha las calles de Milwaukee en dirección a la carretera que llevaba alWaverley Country Club, donde unas cuantas mansiones con jardines rodeaban el club más prestigioso de toda la ciudad. Los alrededores del exclusivo club estaban formados por varias hectáreas de exuberante verde y por canales que se extendían por la parte este de los bancos de arena del río Willamette.

Frunciendo ligeramente el entrecejo, Logan se metió en el camino del club y esperó en la puerta a que el guarda de seguridad determinara si podía pasar o no. Logan no tenía tiempo para perder en tonterías. Le mostró la cartera abierta con su placa (lo cual era una pérdida de tiempo, pues el guarda sabía de sobra quién era) y luego apagó su cigarrillo en el cenicero.

Las puertas se abrieron lentamente con un sonido de motor eléctrico. Logan apretó el acelerador y el Galaxy cruzó por en medio de los jardines de rosas y las fontanas que rodeaban el edificio principal.

Anthony Polidori salió a esperarlo a la puerta de entrada de la casa. Era un hombre bajo, de hombros anchos, con un fino bigote sobre los labios, unos ojos negros que brillaban cuando se enfadaba y un diente de oro. Acompañó a Logan hasta un vestíbulo de tales dimensiones que podría contener todo el apartamento de Logan en Sellwood.

– No te molestes en decirme por qué has venido -dijo Polidori, haciéndole pasar por unas puertas dobles de lustrosa madera negra-. Sé que se trata de nuevo de la chica de Danvers. -Señalando con una mano una silla de cuero, se acercó al bar, echó tres dedos de whisky irlandés en dos vasos bajos de cristal y le acercó uno de ellos a Logan.

El perfume ahumado del whisky acarició las fosas nasales de Logan, pero dejó el vaso en una esquina de la mesa de escritorio de Polidori. Le apetecía mucho tomar un trago, pero se las apañó para no demostrarlo.

– Tu nombre ha salido a colación en el asunto.

– Ya he dicho lo que tenía que decir -dijo Polidori sin molestarse en sentarse, tan solo se acercó a las enormes ventanas de vidrio que daban sobre el río-. Tus hombres han estado aquí cada día. Sabes que tengo mucha paciencia, pero aun así considero que esto es una pérdida de tiempo y del dinero de los contribuyentes. No tengo nada más que decir que no le haya dicho ya a ellos. Habla con tus hombres, Logan. Y luego diles que vayan a buscar a los verdaderos criminales.

Logan no se molestó en contestar. Era mejor dejarlo hablar. Que él solo fuese tirando del hilo.

– Me sorprende que hayas venido aquí personalmente.