Zach ignoró su petición.
– ¿Han conseguido algo intentando encontrar a la familia de Ginny Slade? -preguntó Zach.
Jason le había dicho que habían revuelto de arriba abajo la habitación de la niñera. Ella parecía ser la clave del secuestro. Se había comprobado que sus referencias eran falsas y no se sabía nada de su familia.
– Que yo sepa no -dijo Trisha, inclinando la cabeza y arrugando la nariz, mientras observaba con atención su trabajo-. Pero nadie cree que ella estuviera involucrada, porque de ser así habría pedido dinero. Y no ha tocado ni su cuenta bancaria. Todavía tiene en el banco un par de cientos de dólares. Creo que también tiene ahorros en el National Bank. Casi dos mil dólares. Y todavía no los ha tocado.
– ¿Cómo sabes todo eso?
– Lo he oído -contestó ella, lanzándole una rápida mirada-. Por los huecos de las cerraduras, los pozos de ventilación y las puertas abiertas.
Por primera vez en su vida, Zach estaba interesado por lo que su hermana había descubierto. Durante años había pensado que Trisha era completamente autista. Suponía que no le importaba en absoluto nada que no fuera ella misma, su manicura, su último novio o el último visionario que hubiera conocido. Aunque en los últimos tiempos, ahora que lo pensaba, no había salido demasiado de casa. Después del desastre con Mario Polidori… Zach miró de reojo a su hermana. Era hermosa, o eso le parecía, con su tupido cabello castaño rojizo y sus ojos azules. Se ponía demasiado maquillaje y ropa demasiado ajustada, pero tenía cierto atractivo. Aunque en términos generales, pensó, era un coñazo.
Con veinte años, todavía estaba tomando clases de arte, se había ido de casa tres o cuatro veces y siempre había vuelto, con el corazón destrozado, a causa de las drogas o sencillamente sin un duro. A veces las tres cosas a la vez. Los asuntos de drogas -normalmente marihuana y una vez hachís- habían sido manejados de manera discreta -y sin necesidad de arresto- por parte del detective Jack Logan de la policía de Portland, y Witt siempre había cubierto sus cheques en blanco y el despilfarro de sus tarjetas de crédito. Los corazones rotos no habían tenido remiendos tan fáciles. Trisha tenía un largo historial liándose con perdedores. Incluido Mario Polidori.
Sin importar cuáles hubieran sido las circunstancias de su última rebelión, Trisha siempre regresaba, con el rabo entre las piernas y los dedos apretados alrededor de la cartera de papá. Zach suponía que la culpa la tenía un mundo -donde se suele pedir que se paguen la luz y los alquileres- que era demasiado difícil para su hermana. Ella estaba mucho mejor teniendo a su padre para que le pagara los recibos.
Se tumbó en su silla y se quedó observando a su hermana. Ya tenía un gesto torcido en la boca que le recordaba a su madre. En pocos años, sobre todo desde el asunto Polidori, Trisha había cambiado. Zach no sabía exactamente qué era lo que había sucedido entre Mario y su hermana, pero había oído comentarios que aún resonaban entre las paredes de la vieja mansión, y Zach suponía que Mano Polidori había utilizado a su hermana para jugarle una mala pasada a Witt. Trisha había sido una inocente cómplice, más que una parte activa, en la guerra de odio que existía entre las dos familias desde hacía casi un siglo. Y no parecía que aquella enemistad fuera a acabar en un futuro cercano. Aunque eso a Zach le traía sin cuidado.
– Ya sabes, Zach -dijo Trisha, girando el caballete para que él pudiera ver su obra: una caricatura de él como el típico chico duro, sin afeitar, adolescente, arrellanado en una tumbona y bebiendo Coca-Cola. Una radio a todo volumen y una lata de Cok 45 estaban colocadas en una mesa al lado de la tumbona-. Será mejor que tengas cuidado.
– Muy divertido -remarcó él, señalando el dibujo.
– Yo no soy la única que puede ver dentro de ti, lo sabes. -Ella volvió a colocar el caballete en su bolsa de dibujo-. Kat y papá no te quitan el ojo de encima. Han estado hablando sobre un internado o sobre enviarte al rancho, y cito textualmente, para «que tenga que mover el trasero y se mantenga alejado de problemas».
– Imposible -replicó él, levantando la vista hacia las delgadas nubes que se movían hacia el oeste.
– Lo mires como lo mires, un internado o remover mierda en la Lazy M siempre es mejor que el Maclaren -dijo ella, mencionando el correccional para delincuentes menores de Oregón.
– ¿Así es como piensan ellos que voy a acabar?
– No tengo ni idea de lo que piensan ellos, pero eso es lo que yo imagino, Zach. Desde que saliste del hospital, no has sido precisamente una persona con la que sea fácil convivir; y luego está el asunto de los periodistas…
Él sonrió burlonamente haciendo crujir las falanges de los dedos de una mano con la otra.
– …me parece que no te has hecho demasiados amigos.
– Aquel tipo se lo merecía.
Zach todavía podía oír las preguntas, ver las cámaras enfocándole mientras intentaba alejarse del Lincoln de Witt y de los periodistas que acababan de aparecer por detrás del seto.
«¿Puede explicar usted por qué fue atacado la noche en que su hermana…?»
Había reaccionado dándole un puñetazo en la mandíbula al tipo, con un sonido de huesos rotos. El tipo había empezado a sangrar. A Zach había empezado a dolerle el brazo y el otro había caído al suelo, gimiendo de dolor. Todavía tenía pendiente una demanda de juicio.
Ahora, como si le estuviera leyendo los pensamientos, Trisha suspiró y recogió sus bártulos de dibujo.
– ¿Crees que yo he secuestrado a London? -le preguntó, diciéndose que no le importaba si lo creía o no.
Meneando el cabello y señalando la cicatriz que todavía le cruzaba la cara, ella dijo:
– No tengo ni idea de lo que hiciste aquella noche, pero sé que no nos estás diciendo la verdad… no toda la verdad, y acabarás cargando con la culpa de este asunto, a menos que lo aclares todo.
Los músculos de su nuca se pusieron tensos, porque él había pensado exactamente lo mismo.
– ¿Y desde cuándo eres tú la diosa de la virtud?
– Tomó otro trago de cerveza, vació la lata y la aplastó entre las manos.
Trisha se lo quedó mirando con unos ojos que habían visto demasiado sufrimiento para una vida tan corta.
– Tú no me conoces en absoluto, Zach. Ni siquiera te has preocupado nunca por intentar conocerme, ¿no es verdad? Mira, yo solo intentaba hacerte un favor. Pero olvídalo. -Volvió la cabeza hacia la casa-. Creo que me he equivocado. Con tu pan te lo comas.
Katherine tenía los ojos hinchados, la boca le sabía como si hubiera estado lamiendo un cenicero y le dolía la cabeza por encima de las sienes. Forzó uno de los ojos abiertos, a través de la luz del sol que entraba por la ventana casi cegándola. Suspirando, se enrolló en la sábana y pensó en el enorme peso de la tristeza que sentía en su corazón.
Estaba en su propio dormitorio y… ¡Oh, Dios!… la realidad le llegó rasgando su frágil cerebro. London había desaparecido, había sido secuestrada casi dos -¿o fueron tres?- semanas antes. El horrible monstruo de la desesperación le clavó sus garras por dentro. Necesitaba un cigarrillo. Con dedos temblorosos su mano se acercó a la mesilla de noche y agarró un paquete vacío de Virginia Slims, que arrojó al suelo. Las lágrimas empezaron a empañar sus ojos. No podía soportarlo más, día tras día. Los incompetentes policías, el inútil FBI y los medios de comunicación. Maldita prensa. Los pocos periodistas a los que habían dejado pasar los guardias de seguridad le habían estado haciendo preguntas que hacían que le sangrara el corazón y se le encendieran los ojos; solo buscaban una historia que contar y no les importaba nada el absoluto el dolor que ella sentía… No le extrañaba que Zach hubiera golpeado a uno de aquellos periodistas y le hubiese roto la cámara a otro, cuando regresaba a casa desde el hospital.
Consiguió ponerse de pie sobre sus inestables piernas y a continuación descorrió las cortinas de la ventana. Dos coches de policía y un sencillo Chevrolet descapotable estaban aparcados en el camino que llegaba hasta la entrada de la casa. Más allá, pasada la arboleda principal y los setos de rosales, vio la puerta de entrada de la verja, donde hacían guardia los buitres. Había varios coches aparcados a la sombra de un viejo arce, que derramaba sus ramas sobre el muro de piedra que mantenía alejados a aquellos carroñeros.