– Espero que ardáis todos en el infierno -murmuró, volviendo a correr completamente las cortinas.
¿Qué hora era? Sus ojos llorosos se volvieron hacia el reloj. Las dos de la tarde. Había dormido diecisiete horas, con la ayuda de los fármacos que le había recetado el doctor McHenry y de Dios sabe qué otras cosas más. De alguna manera, fuera como fuera, debía intentar recomponerse. Con o sin London.
Ese pensamiento hizo que le fallaran las piernas y se tuvo que agarrar al borde de la mesa para no caer al suelo. Tenía que encontrar a su niña. Tenía que hacerlo. No podía confiar en la policía federal o en la del gobierno, y Witt, bueno, la verdad es que tampoco él había sido de gran ayuda. El hecho de que ya no durmiera con ella, insistiendo en que debía descansar, la había molestado. Pero ella sabía cuál era la razón real. Tenía miedo de que ella pidiera algo más que una caricia en la cara, de que necesitara un beso, un abrazo o incluso que su marido le hiciera el amor para reconfortarla.
Cielos, necesitaba un cigarrillo.
Pasando la lengua por su ennegrecidos dientes, entró en el cuarto de baño, donde se quitó el camisón que llevaba puesto desde hacía días y se metió bajo la ducha.
Cuando se puso bajo el chorro caliente se vio reflejada en el espejo y se murió de vergüenza. Sin maquillaje, con el pelo sucio y revuelto, y con un cuerpo antes bien torneado que empezaba a verse ahora demacrado por la falta de alimentación. Recordó vagamente a María, su cocinera, entrando en el dormitorio e intentando hacerle tomar un poco de sopa o algo por el estilo.
Nunca antes en toda su vida Katherine se había dejado llevar por la desesperación; creía que su mejor arma era su cuerpo, y se pasaba las horas en el gimnasio, en el masajista, en la peluquería y en la manicura. Siempre llevaba ropa impecable, con un toque sexual, pero con clase y bien ajustada.
Pero ahora parecía un mamarracho. Una vez bajo la ducha, dejó que el agua bañase su cabello y su piel. Cerrando los ojos a la negra depresión que se cernía sobre ella cada vez que pensaba en London, se apoyó contra las mojadas baldosas. No podía darse por vencida, porque ella era la única oportunidad que le quedaba a London. Si ella dejaba de preocuparse por su hija, todos los demás harían lo mismo.
Sintió que los sollozos le quemaban profundamente la garganta y se dijo que no podía permitirse la libertad de volverse loca. Llorando también un poco por ella, dejó que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas, con su sabor salado mezclándose con los chorros de agua de la ducha, mientras la iba rodeando una oleada de vapor.
Mientras estuviera sola, podría llorar y chillar y apretar los dientes con desesperación, pero cuando estuviera en presencia de los demás, debería intentar aparentar fortaleza.
Una hora después bajaba por la escalera. Llevaba el pelo radiante, seco y cepillado hasta hacerlo brillar, los dientes limpios, un maquillaje impecable, y vestía unos pantalones cortos y un top que hacía juego con sus ojos azules. Tomó un zumo de naranja del refrigerador, ignorando el ruego que le hacía María para que desayunara algo, y se enteró de que Witt y la policía se habían encerrado en el estudio con órdenes precisas de que no se les molestara. Perfecto. Dándole la espalda a María, echó un par de chorros de vodka en su zumo, se tragó dos Excedrin dobles, agarró un paquete de cigarrillos nuevo y se colocó el Wall Street Journal bajo el brazo.
Ya estaba preparada, o al menos eso pensó, pero la intensidad de la luz solar la hizo ponerse las gafas de sol que guardaba en un armario al lado de las puertas dobles que daban a la piscina. Afuera no se movía ni una pizca de aire; el sol caía sin piedad contra el cemento y los ladrillos que rodeaban la piscina.
Oyó un ruido, miró hacia fuera y, al pasar bajo los rododendros que flanqueaban el sendero de la piscina, se dio cuenta de que Zachary estaba nadando. Cortaba la superficie del agua como un atleta, y sus heridas -que todavía eran visibles sobre el fondo de su piel bronceada- parecían haber curado lo suficiente, incluso los navajazos.
Katherine sintió en el estómago el golpe de algo muy parecido al deseo. De todos los hijos de Witt, Zachary era el más atractivo. No se parecía al resto de los vástagos Danvers; su piel era bastante más oscura, era mucho más musculoso y sus ojos tenían un color gris tormentoso en lugar de ese azul claro que parecía ser la marca de fábrica de los Danvers.
Su nariz no era tan recta y arrogante como la de Witt, pero Katherine pensó que la razón era que se la habían roto varias veces. La última de ellas recientemente, durante la horrible noche en que London fue secuestrada, otra en un accidente de motocicleta y otra más durante una pelea en el instituto. El otro muchacho era dos veces más grande que Zach, pero había vuelto a casa con los dos ojos morados y la entrepierna hinchada a causa de la patada que Zach le había propinado en su ingle juvenil. Zach se había llevado la peor parte; no solo le habían roto la nariz, sino también varias costillas, y el padre del otro muchacho (que era abogado) había intentado demandarlo. Afortunadamente, Witt había pagado para que no lo hiciera, y eso era exactamente lo que el padre abogado estaba deseando que sucediera.
Irreverente y endemoniadamente sexual, Zach era atractivo en más de un sentido. Katherine se dejó caer en una tumbona, subió los pies y se dedicó a observar cómo su hijastro se deslizaba por la superficie del agua. Sus impecables músculos fibrosos brillaban húmedos a la luz del sol, mientras él se movía sobre el agua casi sin esfuerzo. Se preguntó si tendría la piel bronceada por todos los rincones del cuerpo, o si, debido a sus andrajosos calzoncillos, su trasero sería algo más pálido.
Desde que se había casado con Witt, Katherine jamás le había sido infiel. Incluso durantes los últimos años, desde que él había dejado de hacer el amor con ella, había conseguido ignorar el deseo que fluía por su sangre cuando veía a un hombre especialmente interesante. Había tenido montones de oportunidades durante los últimos años, incluso algunas proposiciones de amigos íntimos de Witt, pero las había dejado pasar de largo como si fueran bromas de mal gusto y nunca se había dejado llevar por sus deseos, incluso en noches en las que realmente había estado muy desesperada.
Pero ahora se sentía tentada por Zachary. No había ninguna duda. Y no estaba sola en eso. Por mucho que él se empeñara en negarlo, también se sentía atraído por ella. La última vez que habían estado juntos, cuando ella había llegado a perder los nervios y le había obligado a bailar con ella en la fiesta de cumpleaños de Witt, había sentido aquella dureza entre sus piernas, había visto el rubor de vergüenza en sus mejillas, dándose cuenta de que aquello respondía a lo que ella le hacía sentir.
«¡Basta ya, se trata del hijo de Witt, por Dios bendito! ¡Es tu hijastro!», pensó. Con dedos temblorosos, rasgó el celofán del paquete de cigarrillos, sacó un Virginia Slim y lo encendió. Él no había mirado en su dirección y no sabía que ella estaba allí, al lado de la piscina, y seguía nadando como si no fuera a detenerse jamás.
Lanzando el humo hacia el cielo, trató de dirigir sus pensamientos lejos del secreto atractivo de Zach. Pero entonces, al dejar de pensar en cómo seducirlo, su mente regresó a London y a la profunda depresión que la envolvía cada vez que sus pensamientos se dirigían a su hijita. ¿Dónde estaría? ¿Todavía estaría viva? ¿Estaría encogida y asustada? ¿O estaría ya muerta, brutalmente asesinada? Oh, cielos, no podía seguir pensando en eso. ¡No podía! «London», susurró con los ojos repentinamente bañados en lágrimas.