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«Disfuncional -se dijo-. Toda la familia. Y tú pretendes formar parte de ella. Eres una estúpida.»

Mirando de reojo el vestido de seda que había guardado en una bolsa de lona, se puso una camiseta, un pantalón tejano cálido y se calzó las viejas zapatillas deportivas Reebok. Se echó al hombro un bolso tan grande como un maletín y se dirigió hacia la puerta.

Siguiendo un mapa de la ciudad, condujo hasta la ventanilla para coches de un McDonald's y, mientras esperaba que le sirvieran un café, se dedicó a leer informaciones sobre Portland.

La ciudad estaba dividida por el río, y la zona este se extendía por los bancos de arena del Willamette formando una cuadrícula de calles que en algunos lugares se veía interrumpida por el paso de la autopista. Sin embargo, el lado oeste era más enrevesado. Aunque las calles se extendían de norte a sur y de este a oeste, eran más antiguas y estrechas, y tendían a seguir el recorrido sinuoso del río Willamette, o bien ascendían hacia las colinas que se elevaban suavemente desde la orilla.

Pagó su café, tomó un sorbo y condujo lentamente hacia el distrito oeste, por entre los rascacielos de oficinas, los locales de tiendas que seguían el recorrido del río y las torres gemelas del Centro de Convenciones. Mientras conducía se preguntaba qué estarían haciendo sus hermanastros.

Con esa idea en la mente, echó un vistazo por el espejo retrovisor. Unos preocupados ojos azules le devolvieron la mirada. ¿Era ella realmente London Danvers o aquello no había sido más que una broma pesada que le había gastado su padre? Bueno, ya era demasiado tarde para ponerse a jugar a las adivinanzas. Por ahora, ella era London Danvers, y Jason, Nelson, Trisha e incluso Zachary no solo eran sus enemigos, sino también su familia más cercana.

Estudió el tráfico que avanzaba tras ella y tuvo la extraña sensación de que la estaban siguiendo. Pero no parecía que ninguno de los coches se hubiera pegado al suyo, al menos no alguno que ella pudiera identificar. Apretó el pedal del acelerador. Con los neumáticos chirriando sobre el asfalto, su viejo Nova avanzó a toda marcha por el puente Hawthorne. Desgraciadamente, tendría que volver a meterse en el centro de la ciudad, pasando al lado del hotel Danvers y del edificio en el que -tres calles más allá- estaban las oficinas del Danvers International.

Aparcó el coche en un chaflán, terminó de beberse su café y cogió el bolso. A pesar de que el sol hacía grandes esfuerzos para calentar las húmedas calles, un viento frío llegaba desde las gargantas del río Columbia -que confluía con el Willamette-, silbando por las estrechas calles del centro.

Subió deprisa las escaleras que conducían hasta la puerta de la biblioteca y sintió un escalofrío en la nuca, como si alguien la estuviera observando. «Estás empezando a comportarte como una paranoica», se dijo, pero aun así no pudo apartar de sí aquella extraña sensación.

– Ayer pasó algo en la inauguración del hotel.

Eunice Danvers Smythe tenía la misteriosa habilidad de leer el pensamiento a Nelson como si fuera un libro abierto. Se le veía crispado y nervioso, mientras se mordisqueaba la punta del dedo pulgar. Vestía una desaliñada camiseta y unos vaqueros que habían visto días mejores, no se había afeitado ni se había molestado en peinarse la rubia melena y tenía los labios apretados.

– Algo salió mal -sugirió ella de nuevo, apartando su gato persa de uno de los sillones.

– Tienes toda la razón.

Nelson estaba sentado en un sillón, enfrente de ella, en uno de los salones de la casa de Eunice en el lago Oswego. La había telefoneado desde su apartamento y se había presentado en la puerta de su casa en menos de los quince minutos que se tardaba en llegar hasta allí sin rebasar el límite de velocidad.

– ¿Qué pasó?

– Otra impostora -dijo Nelson, dejando el periódico al lado de su plato.

– ¿London?

– Eso dice ella.

Suspirando, Eunice se incorporó para tomar su taza de café a la vez que miraba a Nelson de reojo y luego observaba el ventanal que había a su espalda. El lago, reflejando las nubes que se movían a gran velocidad hacia el oeste, era de un desolado color gris metálico. Un fuerte viento provocaba ligeras olas en la superficie. En la orilla opuesta una barca se mecía sobre las frías aguas como si fuera un dedo huesudo.

– Es una impostora -conjeturó Eunice.

– Por supuesto que lo es, pero eso no nos evita el problema. Cuando los de la prensa se hagan eco del asunto, van a ponerse a remover toda la mierda. Y vuelta a empezar otra vez… Las especulaciones, sacar a la luz de nuevo el asunto del secuestro… Periodistas, fotógrafos… Vamos a volver a lo mismo de antes -dijo Nelson, metiéndose ambas manos en la espesa cabellera rubia.

– Eso siempre será un problema -dijo Eunice con la leve sonrisa que reservaba para su hijo-. Pero es algo con lo que tienes que enfrentarte. Y es algo que te puede ayudar, si pretendes convertirte en alcalde algún día.

– Gobernador.

– Gobernador -confirmó ella, haciendo chasquear la lengua y asintiendo con la cabeza-. Caramba, caramba, sí que somos ambiciosos -añadió sin pretender sonar mordaz, tan solo impresionada.

A Nelson se le arrugaron los ojos ligeramente por los bordes, pero no sonreía.

– Supongo que sí lo somos. Los dos seríamos capaces de ir hasta el mismísimo infierno para conseguir lo que queremos, ¿no es así?

– Puedes utilizar la publicidad adversa en tu favor -dijo ella, ignorando la pequeña indirecta-. Si eres inteligente.

– ¿Cómo?

– Recíbela con los brazos abiertos -dijo ella y Nelson se la quedó mirando como si de repente hubiera perdido la razón-. Lo digo en serio, Nelson. Piénsalo. Tú, el defensor de los oprimidos; tú, el buscador de la verdad; tú, el futuro político, escucha su historia, trata de ayudarla y luego… bueno, cuando se demuestre que es una impostora… no hará falta siquiera que la denuncies, en absoluto, bastará con que expliques a la prensa que solo se trataba de una oportunista.

– ¿No estarás hablando en serio?

– Es algo en lo que deberías pensar -añadió ella, echando un poco de leche en su café, no demasiada pues estaba orgullosa de mantener su cuerpo en buena forma, y luego se quedó mirando las nubes que se reflejaban en la superficie del lago-. Bueno, ahora háblame de ella -le animó, soplando sobre su taza antes de tomar un trago.

Sujetando entre los dedos la porcelana caliente, Eunice esperó. Nelson se lo contaría todo. Siempre lo hacía. Era su manera de ser especial para ella. Después de que se divorciara de Witt, todos sus hijos sufrieron mucho y ella se sintió culpable por ello. Nunca había pretendido herir a sus hijos, que eran su más preciado tesoro. Nunca habría hecho nada intencionadamente para herirlos. A quien había pretendido hundir había sido a Witt, pero parece que este había sobrevivido al divorció, e incluso se había convertido en un sobresaliente hombre de negocios y se había casado por segunda vez con aquella joven furcia. De repente, el especial sabor de su café francés pareció revolvérsele en el estómago.

Nelson se levantó de su sillón y se acercó a la ventana. Dejando escapar un suspiro, miró hacia fuera. A pesar de que había sido él quien la había llamado -y le había pedido que lo recibiera porque tenía que desahogarse-, ahora parecía que se arrepentía de haber decidido confiarse a ella. Toda su vida había sido una persona voluble; y aunque no tan abiertamente hostil como lo era Zach, tenía la apariencia de estar movido por una rabia contenida que siempre amenazaba con estallar. Se preguntó si tendría alguna idea de cómo había sido concebido, pero prefirió mantener la boca cerrada.