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Nelson era el niño que no debería haber llegado a nacer. Ella y Witt estaban ya distanciados cuando se quedó embarazada. Witt había acabado por descubrir su lío con Anthony Polidori y los acontecimientos se habían precipitado.

– Eres una zorra estúpida -le había gritado Witt al descubrir la verdad. Había presentido que Anthony había estado en su casa, en su habitación, en su cama, y en verdad este se había marchado de allí apenas unos minutos antes.

Witt la había abofeteado con tanta fuerza que su cabeza había rebotado contra su nuca y ella había acabado cayendo sobre la cama. Al momento, él se había echado encima de ella aplastándola sobre el colchón con todo su peso.

– ¿Cómo has podido hacerme esto? -le había gritado, montándose a horcajadas sobre ella y agarrándole la cara con sus manos carnosas. Ella era una mujer grande y fuerte, pero no lo suficiente para enfrentarse a él-. Puta sucia y mentirosa, ¿cómo has podido hacerlo?

Ella estaba llorando, las lágrimas caían por sus mejillas y mojaban los dedos de él, y se dio cuenta de que en aquel momento Witt podría haberla matado. La abofeteó varias veces, y ella vio cómo sus ojos bollaban de rabia y odio mientras lo hacía. En los extremos de su boca se había acumulado la saliva y tenía los labios apretados en una mueca maligna.

– Yo… simplemente sucedió -sollozó ella. -Maldita seas. ¡Eres mi esposa, Eunice, mi esposa! La mujer de Witt Danvers. ¿Sabes lo que eso significa? -Él le sacudió la cabeza y ella intentó protestar. Apenas si podía respirar-. Puede que yo no te guste…

– Te odio -le soltó ella.

– Por eso te arrastras hasta Polidori. Te quitas las bragas y te abres de piernas para él. ¿Por qué? ¿Para luego regresar conmigo?

– ¡Sí! -le gritó ella, sin atreverse a decirle que amaba a Anthony como nunca lo había amado a él, y las manos que le agarraban la cara apretaron aún más. Sintió que el dolor le invadía el cerebro.

– Eres detestable.

– Por lo menos él es un hombre, Witt. ¡Él sabe cómo satisfacer a una mujer!

Witt lanzó un gruñido y volvió a abofetearla haciendo que esta vez le crujieran los huesos de la mandíbula. Ella dejó escapar un gemido.

– Conque un hombre, ¿eh? -aulló Witt-. Yo te enseñaré lo que es un hombre.

Ella sintió un escalofrío mientras él la mantenía tumbada apretándola con una mano y con la otra se desabrochaba el cinturón. Nunca antes la había pegado, pero ahora estaba segura de que iba a azotarla hasta dejarla en carne viva. Tragándose todo su orgullo, ella susurró.

– No, por favor, Witt… no lo hagas.

– Te lo mereces.

– No. -Ella consiguió liberarse una mano y se cubrió la cara con ella para protegerse-. No lo hagas…

Él dudó, con la camisa desabrochada y respirando profundamente y deprisa. -Eres una puta, Eunice. -No…

– Y te mereces que te traten como tal. Todavía a horcajadas sobre ella, le agarró la mano libre y la acercó hasta su bragueta. -Desabróchala.

– No, yo… -Ella apartó la mano y dejó escapar un leve chillido al notar sus músculos tensos por debajo de su camisa. Él se quitó el cinturón de cuero y durante un segundo ella pudo ver el brillo de la hebilla plateada; un caballo a la carrera con unas diminutas pezuñas, hecho de un metal que podía cortar y arañar. Oh, Dios. Sintió un dolor que le recorría todo el cuerpo. Eunice se mordió los labios para no seguir gritando.

– Bájame la cremallera.

– Witt, no…

– Hazlo, Eunice. Todavía eres mi mujer.

– Por favor, Witt, no me hagas esto -susurró ella, mientras veía cómo las fosas nasales de él se ensanchaban y los ojos se le salían de las órbitas. ¿Cómo habían podido llegar a esto? ¿Cómo había llegado a pensar alguna vez que amaba a aquel hombre?

– ¡Hazlo!

Sus manos temblaban y sintió repulsión al notar aquel bulto bajo su bragueta. Él estaba disfrutando con aquella tortura y, después de meses de impotencia, meses de furia silenciosa, ahora estaba de nuevo preparado. Había maldecido los negocios, y también a ella, y ahora iba a tomarse su venganza.

La cremallera se deslizó con un chirrido apagado.

– Ya sabes lo que tienes que hacer. Hazme ahora lo mismo que le haces a Polidori. Muéstrame qué es lo que haces para que se corra ese hijo de perra cincuentón.

– Witt, no. No quiero… -Él la agarró por el pelo y sus ojos se llenaron de un endemoniado rencor. Unos dedos tensos tiraron de su diadema y esta cayó.

– Harás lo que te mando, Eunice. Me vas a hacer gozar, Eunice, y no me importa lo que sientas, ni me importa si te hago daño. -Sus dedos tiraron con fuerza del pelo de ella-. Y cuando haya acabado contigo, nunca más volverás a acostarte con ese bastardo.

Sintiendo un nudo en el estómago, ella se dio por vencida, y cerrando los ojos se entregó a su marido y a toda su perversidad.

– ¿Mamá? -La voz de Nelson interrumpió sus dolorosos recuerdos.

Sobresaltada, tragó saliva y alcanzó la servilleta para enjugarse con ella los ojos.

Nelson la estaba mirando fijamente. Su niño. El último de sus hijos. El niño concebido en una noche de pánico. Nunca se había cuestionado la paternidad de Nelson. Ni siquiera ahora. Mirándola fijamente, con sus marcadas facciones empañadas por la preocupación, era la viva imagen de su padre cuando era joven, un hombre al que Eunice había pensado que amaba, un hombre al que ahora apenas recordaba. Witt Danvers, con toda su fuerza, sus ambiciones, su visión de Portland, le había parecido la pareja perfecta. A pesar de que ella no era una mujer elegante, a él no le había preocupado, quizá porque pertenecía a una familia «adecuada», poseía una pequeña fortuna y pensó que le podría ayudar en sus proyectos.

«Algún día todo esto será nuestro», le había dicho él sonriendo, mientras veían la ciudad desde la ventana de su ático. «En todas las manzanas habrá un edificio con el emblema de los Danvers.» Ella le había creído, había confiado en él. Hasta que apareció otra mujer. Y desde que, tras haber tenido dos hijos, apenas si hacían el amor.

Anthony había sido el bálsamo para su ego y ella se había enamorado estúpidamente de él.

– ¿Estás bien? -preguntó Nelson, volviendo a traerla al presente.

Su hermoso rostro estaba teñido por la preocupación, con las cejas rubias formando una línea recta. Igual que Witt. Pobre chico. A pesar de la escabrosa y humillante manera en que Nelson había sido concebido, Eunice lo quería, de la misma manera que quería a todos sus hijos.

– Estoy bien -mintió ella, forzando una sonrisa. Ahora que miraba de nuevo a su hijo, pensó que todo el dolor y la humillación habían valido la pena. Tragando saliva para aclararse la garganta, cogió la mano de Nelson-. Venga, cuéntame todo lo que sepas de esa chica… esa que afirma ser London.

– No hay mucho que contar. Nadie sabe nada de ella, excepto lo que nos contó ayer por la noche.

Eunice se bebió su café, mientras Nelson le contaba los detalles de lo que les había dicho aquella mujer que pretendía hacerse pasar por London Danvers. Nelson estaba preocupado, pero eso no era ninguna novedad; había nacido preocupado. Desde niño había tenido una imaginación desaforada, soñando con mundos fantásticos, y cuando se hizo adulto no había dejado de intentar demostrarse lo mucho que valía, como si supiera que no había sido un niño deseado, que había sido concebido durante un acto de violencia. Su trabajo como abogado en la oficina del defensor de oficio solo tenía por cometido mostrar a los demás que, a pesar de haber nacido con una cuchara de plata fuertemente sujeta entre sus encías Danvers, era una persona que se preocupaba por los desamparados.