12
No estaba hecho para ser detective. Zach se metió las manos en los bolsillos y observó a Adria mientras subía por la escalera de la biblioteca. Aunque no había aceptado la oferta de la familia de concederle una habitación gratis en el hotel, Zach imaginaba que solo era cuestión de tiempo que se decidiera a aceptar el primero de una larga lista de regalos -en realidad, sobornos-, que llevarían a deshacerse de ella. Aunque él había pensado, bueno, esperado, que ella fuera bastante más lista y tuviera más integridad que las demás.
Por supuesto, no iba a ser así. Aquella mujer era una impostora, por el amor de Dios, una impostora que se parecía a su madrastra como dos gotas de agua.
Las nubes estaban empezando a invadir de nuevo el cielo cuando echó a andar hacia la calle en la que había aparcado su jeep. Tenía cosas más importantes que hacer que andar todo el día detrás de Adria Nash, aunque una parte de él se sentía reluctante a abandonarla allí. Era una criatura interesante. Astuta y hermosa, inteligente y fascinante. Se preguntó hasta qué punto se parecería a Kat. Por un momento, imaginó qué tal sería estar con ella en la cama.
«Basta.» Era tan malo como el resto de la familia. Cerrando la puerta a aquellos peligrosos pensamientos, empezó a conducir hacia el río, luego aparcó en el garaje subterráneo del hotel y se dijo que solo se quedaría allí un par de días más. Eso era todo. Solo hasta que se arreglara el asunto de Adria. Y eso no les llevaría demasiado tiempo. Era como jugar al gato y el ratón. Dinero que se ofrecía y se rechazaba hasta que la familia llegara a ofrecer una cifra que a ella le pareciera adecuada, o hasta que alguien sacara a relucir sus trapos sucios y la amenazara con denunciarla por fraude.
De una manera o de otra, el resultado final sería el mismo. Ella acabaría por marcharse. Se quedó sentado un momento en el jeep escuchando el sonido del ventilador del motor. Su mirada estaba fija en el vacío y no era capaz de ver los demás coches que había a su alrededor, o la gente que entraba y salía del ascensor. Estaba empezando a sentirse obsesionado por Adria y no le gustaba la idea de que una mujer -cualquier mujer- comenzara a invadir sus pensamientos.
Volviendo al presente, agarró su bolsa de viaje del asiento trasero del jeep y luego cogió el ascensor de servicio hasta el vestíbulo principal del hotel. Tres empleados que vestían chaquetas verdes estaban trabajando en la terminal de los ordenadores en el mostrador central, y los botones entraban y salían por la puerta principal. Había varias personas reunidas en el vestíbulo, y una mujer estaba discutiendo enfadada con un empleado acerca de las llamadas telefónicas que le habían cargado en su cuenta. A pesar de que el hotel Danvers había pasado ya la inspección final y funcionaba normalmente, todavía tenía algunos pequeños fallos que había que pulir. La televisión por cable no funcionaba bien en los tres últimos pisos, había goteras en los sótanos, algunas puertas de la sexta planta no cerraban bien, había problemas con el cloro de la piscina y en la cocina unos fogones delicados… Esos eran algunos de los pequeños dolores de cabeza que sus empleados trataban todavía de solucionar.
Se encontró con Frank Gillette en la cocina, trabajando en uno de los hornos que acababa de sacar de la pared. Comprobaba los tubos del gas con el ceño fruncido. Alzando la vista, divisó a Zach.
– Por poco que hayamos pagado por esto, ha sido dinero tirado a la basura.
– Tú lo pediste.
– Entonces, cometí un error -se quejó Frank-. Dame un minuto… -Volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro-. ¡Venga, Casey, a ver si le sacamos un poco de jugo a esta mierda!
Al cabo de un momento se empezó a oír un zumbido y las luces de la cocina se pusieron a parpadear. Frank se puso de pie y, con la ayuda de Zach, colocó de nuevo el horno en su sitio.
– Pesa como un demonio -dijo.
– ¡Enciéndelo! -dijo Frank al cocinero, un chino bajito y con perilla.
Mirando con desconfianza hacia Frank, el chino hizo lo que se le había ordenado. Las luces de los mandos del horno centellearon cuando el cocinero encendió el gas; tras unos segundos de clics y fush, las llamas azules empezaron a lamer con entusiasmo la parte superior del horno.
– ¡Qué me dices de esto! Parece que está arreglado -dijo Frank-. A veces me sorprendo de mí mismo.
– ¿Por qué no me lo cuentas todo, incluso las cosas que no funcionan? -dijo Zach.
– ¿Tenemos unas cuantas horas?
– Todo el tiempo del mundo -contestó Zach mientras salían de la cocina y se dirigían por un estrecho pasillo hacia la oficina que estaba detrás del vestíbulo principal.
– Bueno -dijo Frank-. Empecemos con el sistema de seguridad…
Oswald Sweeny se enorgullecía de ser todo lo que no era Jason Danvers -bueno, casi todo-. Bajo, de pecho ancho y con unos ojos negros que podían ver casi ciento ochenta grados sin necesidad de mover la cabeza, Oswald había pasado una década en el servicio de espionaje del ejército, antes de que le cesaran de manera deshonrosa por haber golpeado a un soldado que había cometido el error de intentar meterse con él. Oswald había perdido dos dientes de un puñetazo, pero el otro muchacho no había salido mejor parado. Sin embargo, no había tenido el valor suficiente para presentar una denuncia contra él, y al final los dos habían sido apartados del servicio.
A Oswald aquello le pareció bien. De la misma manera que le parecía bien no ser tan estirado como Danvers. Eran tan diferentes como puedan serlo dos hombres.
Jason era rico, mientras que Oswald nunca había podido llegar a final de mes. Jason tenía estudios, mientras que Oswald creía que las escuelas eran para los idiotas. Jason estaba casado y tenía una amante. Oswald se las apañaba con mujeres que hacían la calle por treinta dólares y nunca les preguntaba el nombre.
Sus únicos vicios eran los cigarrillos sin filtro, las mujeres baratas y los caballos veloces. Desgraciadamente, algunas veces las mujeres eran más rápidas que los caballos a los que él apostaba.
Sin embargo, a pesar de sus diferencias, Oswald y Jason tenían un rasgo en común: ambos eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que deseaban.
En ese momento, Jason quería descubrir los trapos sucios de una mujer llamada Adria Nash, una mujer que afirmaba ser London Danvers, y a Jason no le importaba el dinero que tuviera que gastar en eso. Parecía ser que aquella mujer era el vivo retrato de su madrastra, una hermosa mujer que había acabado por matarse a base de alcohol y pastillas. Pocas personas entendían la razón por la que Katherine LaRouche Danvers se había tirado de un balcón. Sweeny era uno de los pocos privilegiados que creía tener cierta información al respecto. Hasta podría escribir un libro. De hecho, podría hacerse rico contando todos los trapos sucios de la familia Danvers.
– No me importa lo que cueste -dijo Jason mientras andaba de un lado a otro por el agrietado linóleo de la pequeña oficina de Oswald. Era una sencilla habitación decorada con varias vitrinas de armas sobrantes del ejército, un contestador conectado a un teléfono que nunca levantaba, un escritorio en el que ninguno de los cajones cerraba bien y dos sillas.
Oswald no confiaba en nadie; él mismo llevaba los libros de cuentas y escribía las cartas. Pagaba el alquiler de aquel pequeño cubículo que daba a la calle Stark mensualmente, por si tenía que abandonar rápido la ciudad. No tenía necesidad de atarse con un contrato de arrendamiento anual. Oswald prefería sentirse siempre libre, y aunque aquel viejo edificio de hormigón no era precisamente una oficina en el centro de la ciudad, era perfecta para sus necesidades. Guardaba el dinero en una caja de seguridad y había llegado a ahorrar unos cincuenta mil dólares. No era una fortuna, pero sí un buen seguro de vida. Aplastó la colilla de su cigarrillo en un cenicero repleto.