– Más o menos. Pero aún no me doy por vencida. -Ella empezó a comer su ensalada y él murmuró entre dientes algo sobre mujer testaruda. Adria hizo ver que no había oído el comentario.
– ¿Y dónde vas a buscar ahora?
Ella sonrió y tomó un sorbo de su bebida; sus miradas se cruzaron por encima del borde de su vaso.
– En muchos lugares. Voy a empezar hablando con los periodistas y con la policía. Créeme, esto es solo el principio.
– Créeme, te irás de aquí con las manos vacías.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
– Hay un agujero muy grande en la historia de tu padre. Un agujero tan grande como todo el estado de Montana.
– Soy toda oídos -dijo ella ansiosa por oír lo que tenía que contarle. De alguna manera le parecía importante, puesto que su opinión podría ayudarla.
– Si todo lo que has dicho es verdad -dijo él, cogiendo la mitad de su bocadillo-, en primer lugar ¿por qué se llevó Ginny Slade a London?
– ¿Quién sabe?
– Nadie, supongo -dijo él pensativamente-. Pero no fue porque quisiera un niño, pues de ser así no te habría dejado con los Nash.
– Te entiendo, pero…
– Y tampoco se trataba de dinero, puesto que se dejó una buena cantidad de efectivo en el banco de Portland, y además nunca pidió un rescate.
– Quizá le habían pagado para que lo hiciera. -Mi padre ofreció un millón de dólares, sin hacer preguntas, si le devolvían a la niña. En 1974 eso era una buena cantidad de dinero.
– Todavía hoy es una buena cantidad de dinero. -Pero Ginny no pidió el rescate.
– Puede que tuviera miedo de que la persiguieran. Tu padre, nuestro padre, no era famoso precisamente por ser un tipo que se diera por vencido fácilmente. Además, tenía una reputación que cuidar.
– La simple verdad de todo esto es que tú no puedes ser London.
– Pero te has olvidado de una cuestión -dijo ella tras acabar su cerveza y dejar el vaso vacío sobre la mesa.
– ¿Cuál?
– La venganza. Witt tenía un buen puñado de enemigos, Zach. Había pisoteado a mucha gente, no había tenido reparos en pasar por encima de otros para conseguir lo que quería. A mí me parece que había montones de personas a los que les hubiera encantado verle sufrir. Solo me falta descubrir a una persona en concreto. Y espero que tú me ayudes a descubrir quién.
– ¿Y por qué me iba a tomar yo esa molestia? -preguntó él.
– Porque London era tu medio hermana y mucha gente de esta ciudad cree que tú tuviste algo que ver con su desaparición.
– En aquella época yo era solo un muchacho.
– Un muchacho que siempre andaba metido en problemas. Un muchacho que ya había tenido que vérsela un montón de veces con la ley, un muchacho que había sufrido más de un escarmiento de mano de Witt Danvers, un muchacho que aquella misma noche se vio envuelto en algún tipo de altercado.
– Yo no tuve nada que ver con lo que le pasó a London -gruñó él, tensando la piel de sus mejillas.
– De acuerdo, Danvers, ahora tienes la oportunidad de probarlo. Todo lo que tienes que hacer es ayudarme a descubrir quién soy realmente. Si yo soy London, tu nombre quedará libre de toda duda: la pequeña no murió, sino que creció en un rancho de Montana.
– ¿Y si no lo eres?
– No estarás peor visto de lo que ya lo estabas. Al menos tu familia y la gente que se preocupa por ella sabrá que intentaste descubrir la verdad.
– Excepto… -comenzó a decir él, colocando su plato a un lado.
– ¿Excepto?
– Excepto que me importa un comino lo que piense la «gente que se preocupa» por la familia. -Se echó jacia atrás en la silla y se quedó mirándola con ojos repentinamente llenos de deseo-. Tu oferta no es demasiado buena, Adria. -Su mirada se clavó en la de ella-. No me interesa.
Oswald Sweeny temblaba contra el viento que bajaba de las montañas y se colaba por su abrigo. Le dio una última larga calada a su Camel y tiró la colilla en el suelo de gravilla que rodeaba la casa. En su opinión, Belamy, Montana, estaba tan lejos de la civilización como él nunca había, deseado estar. Cerró la puerta del coche y subió los escalones que le separaban del porche vacío.
Una vez dentro, lo envolvió el calor y el olor de algo que estaban cocinando; sopa o estofado, quizá.
Oyó a la patrona que trajinaba por la cocina, pero de momento no se molestó en decir ni una palabra. Subió la escalera deprisa, encendió la luz y se quitó la chaqueta. En Belamy no había descubierto mucho más de lo que esperaba, y eso le preocupaba, porque ya estaba harto de aquel pequeño pueblo y de sus ciudadanos estrechos de miras y huraños.
Había sospechado que Adria Nash estaba sin blanca y más bien parecía que hubiera ido dejando un rastro de tinta roja: deudas en el hospital, una sustanciosa hipoteca de la granja en la que vivía, Créditos para estudios, facturas de médicos. No hacía falta que investigara mucho más para darse cuenta de lo desesperadamente que necesitaba dinero: el dinero de los Danvers.
Durante las últimas veinticuatro horas había estado recorriendo a pie aquel pueblucho, mientras se le helaba el culo, intentando reunir un informe completo de la historia de Adria. Había algunas discrepancias, pero no muchas, y la parte sobre ella creciendo allí como hija adoptiva de Víctor y Sharon Nash era completamente cierta.
Pero aún había muchos más trapos sucios por descubrir. Lo había visto en los ojos de algunos de aquellos buenos ciudadanos, en cuanto había empezado a preguntar por la familia Nash en general o por Adria en particular. Sweeny estaba seguro de que aquella muchacha ocultaba algo, pero aún no había descubierto qué.
Las piezas que había conseguido juntar a partir de los relatos de las pocas personas de Belamy que habían querido hablar con él formaban un cuadro sencillo. Sharon Nash había sido una hermosa muchacha que se había casado con Víctor, un granjero honrado, unos cuantos años mayor que ella. Todo lo que aquella muchacha le pedía a la vida era convertirse en esposa y madre, pero sus sueños se habían desvanecido al descubrir que no podía tener hijos, y las investigaciones médicas de los años sesenta y setenta estaban más interesadas en la prevención del embarazo que en ayudar a las parejas estériles a concebir. Había ido de médico en médico, desesperándose cada vez más conforme pasaban los años. Cuando la tecnología médica había conseguido avanzar en ese terreno, y empezaron a aparecer los tratamientos para la fertilidad, Sharon era ya demasiado vieja. El tratamiento no funcionó con ella. No quiso aceptar la realidad de que era estéril y empezó a pensar que Dios la había castigado, negándole la posibilidad de tener hijos, por no creer lo suficiente en él.
Los beneficios de la granja eran escasos, y ninguna agencia de adopción quería ofrecer niños a una pobre pareja que apenas podría mantenerlos. Una adopción privada, a causa de los elevados costes, estaba fuera de cuestión. Parecía que Sharon estaba destinada a no ser madre jamás.
Conforme pasaban los años, Sharon enfocaba todas sus energías en la iglesia. Aunque su marido apenas asistía a las misas, Sharon no faltaba ni un domingo, ni la ninguna de las reuniones de oración. Como pensaba que todo el mundo le había fallado -su marido, los médicos y los abogados-, había decidido no confiar en nadie más que en Dios y había acabado convirtiéndose en una fanática al servicio de él.
De pronto, sus plegarias fueron escuchadas, aunque no por medio de la iglesia, sino por medio de un hermano de Víctor que trabajaba en un bufete de abogados. Había un niña -posiblemente pariente suya, según opinaba la mayoría de la gente- en disposición de ser adoptada, y la adopción podría ser factible si Sharon no tenía demasiadas preguntas que hacer. Sharon no tuvo que pensárselo dos veces. No había nada que preguntar. Para ella aquella muchacha se la había enviado el cielo. Victor no lo tuvo tan claro, porque él y su esposa ya eran bastante mayores, pero con tal de ayudar a la desafortunada madre de la niña -una pariente lejana, según había descubierto Sweeny- y de hacer feliz a su mujer, Victor aceptó. Al final, Adria se había convertido en la niña de los ojos de su padre.