Después de Kat había intentado alejarse de las mujeres, pero había sido difícil; y cuanto más distante se hacía, parecía provocar aún más la atracción que las mujeres sentían por él. Y por mucho que fuera un infierno, le encantaba el sexo. Así de sencillo. Pero no necesitaba los líos emocionales que se derivan de una noche en la cama con una mujer, de modo que había intentado mantenerse célibe. Pero aquello no había funcionado y había llegado incluso a casarse.
Había conocido a Joanna Whitby poco después de que Kat muriera. En retrospectiva, su relación amorosa había estado condenada al fracaso desde el principio. Zach, que cargaba con un fardo de sentimiento de culpabilidad, se había sentido hundido cuando Kat se suicidó y Joanna estuvo allí para consolarlo. Con sus mágicas manos, sus balsámicas palabras y su cuerpo complaciente, ella le había ayudado a olvidar. Se habían casado. El no había llegado a sospechar que ella podía estar interesada en conseguir un trozo del pastel de los Danvers, pero por supuesto ese fue el motivo de que se casara con él. Cuando le dijo que él no estaba interesado en aquella fortuna, ella no pudo creerlo.
– No puedes hablar en serio -le había dicho ella con una de sus hermosas sonrisas-. ¡Zachary, eso es una locura!
– No es mayor locura que estar dando vueltas alrededor del viejo y besándole la mano, para esperar que decida incluirme en el testamento.
Cuando ella se dio cuenta de que Zach no iba a implorar a Witt y que este apenas le iba a dejar una miseria, encontró una buena razón para divorciarse de él y se marchó. Había oído decir que se había casado de nuevo con un viejo de Seattle, un viudo sin hijos, y que ahora ya estaba instalada para el resto de su vida.
Eso esperaba Zach. Había aprendido la lección de lo que las mujeres le piden a la vida y supuestamente todo giraba alrededor de los billetes de banco. Adria no iba a ser diferente. Y se parecía tan endemoniadamente a Kat que llegaba a dar miedo.
Jack Logan no tenía ganas de perder su tiempo con Adria. Retirado del departamento de policía, ahora vivía en Sellwood, una pequeña comunidad a medio camino entre el sudeste de Portland y Milwaukee. Su casa estaba en la calle Treinta, detrás de un almacén que había sido reconvertido en una de las antiguas tiendas por las que era famoso Sellwood.
Adria había estado llamándole y dejándole mensajes en el contestador y, como había visto que él no le había respondido, había decidido ir a verlo en persona. Pero no había podido pasar de la puerta del patio, donde montaba guardia un amenazador pastor alemán.
Obviamente, el ex detective de policía quería defender su intimidad.
Tampoco tuvo más suerte con Roger Phelps, un investigador privado al que Witt había contratado para intentar descubrir el paradero de su hija secuestrada veinte años atrás. Phelps estaba retirado, vivía en Tacoma, y cuando Adria se había puesto en contacto con él por teléfono, este le había dicho que nunca comentaba con nadie los casos de sus clientes. Cuando ella le había explicado quién era, él se había echado a reír diciéndole que «se uniera al club». Aparentemente había visto ya demasiadas London Danvers cuando Witt había puesto el anuncio ofreciendo un millón de dólares de recompensa.
«Segundo fallo», se dijo mientras colgaba el teléfono en la habitación de su hotel. Otra razón por la que se alojaba en el Orion era porque esperaba que hubiera aún algo en aquel viejo edificio que pudiera hacerla recordar la noche en que London Danvers fue secuestrada y Zachary Danvers fue golpeado casi hasta la muerte.
La mayoría de las personas que habían trabajado allí entonces ya hacía tiempo que habían abandonado su empleo en el hotel. Solo una mujer tailandesa de mediana edad y el hombre que vendía los periódicos en el vestíbulo del hotel seguían conservando sus puestos. La camarera no pudo contarle nada y le dijo en un inglés titubeante que no la entendía, pero el hombre que vendía golosinas, cigarrillos y periódicos estuvo dispuesto a rememorar aquel día.
– Claro que me acuerdo -dijo él cuando ella se le acercó-. Caramba, yo estaba exactamente aquí, en este mismo lugar, cuando vi al muchacho de Witt salir tambaleándose del ascensor. Enseguida me di cuenta de que le pasaba algo. Por supuesto que en ese momento no me di cuenta de quién era, no lo supe hasta el día siguiente, cuando empezaron a correr las noticias. -Con una mano nudosa golpeó un montón de periódicos que tenía sobre el mostrador-. Enseguida se empezó a especular con un secuestro, asesinato o asalto a mano armada, pero nadie sabía realmente qué era lo que había pasado.
»Se rumoreaba que el chico de Danvers había estado aquí con una mujer de la vida. En la habitación 317; no, me equivoco, en la 307. Eso es, en la 307. El encargado llevó allí a la policía y creo que encontraron bebidas, drogas y un buen charco de sangre en la alfombra, pero ni rastro de la prostituta ni de los dos tipos que se supone que habían apaleado al chico de Danvers.
– ¿A nombre de quién estaba registrada la habitación? -preguntó ella, apoyándose contra el mostrador. -Eso es lo más curioso del asunto. No se lo pierda. El nombre de quien se registró en la habitación era Danvers. Witt Danvers.
– Witt -dijo ella sorprendida-. Pero… -Menuda broma, ¿no? -dijo él entre carcajadas-. Mientras Witt estaba allí, en su propio hotel pasándoselo en grande, alguien utilizando su nombre se había registrado en esa habitación que utilizaba como picadero. -Alzó la cabeza y fijó la atención en un tipo que vestía traje oscuro y le pedía el Wall Street Journal. Después de darle el cambio al tipo, volvió a dirigirse a Adria-: Si quiere que le dé mi opinión, creo que Anthony Polidori estaba detrás de todo. Siempre hubo mala sangre entre los Polidori y los Danvers. Durante generaciones. Y aquella enemistad pareció explotar cuando Witt perdió a su hija pequeña y Zach Danvers, si se quiere creer lo que dice, identificó a los tipos que le dieron la paliza como dos de los que trabajaban para los Polidori. -Las cejas plateadas del hombre se elevaron por detrás de la montura de sus gafas-. Parece que aquello fue algo más que una coincidencia.
Ella sabía que había habido algún tipo de enemistad heredada entre la rica familia italiana y el clan Danvers, pero no entendía qué relación podía tener aquella enemistad con el secuestro. Tras hacerle varias preguntas más, que no le llevaron a ninguna parte, compró un par de barras de caramelo y dos revistas sobre Portland, luego comprobó si tenía algún mensaje en la recepción del hotel y subió a su habitación.
De camino, se detuvo en la tercera planta y avanzó por el pasillo hasta pararse delante de la puerta 307. De modo que esta era la coartada de Zach. Una cita con una prostituta italiana. Adria sonrió. En aquel momento apenas era un muchacho de diecisiete años. ¿Qué estaba haciendo allí con una prostituta?
Estúpidamente, sintió una pizca de celos hacia la persona con la que se había encontrado allí. Pero qué le podía importar a ella, ¡en aquel momento solo tenía cinco años! ¡Y era su hermana! Maldita sea, aquello era más complicado de lo que ella había pensado. No había planeado sentirse atraída por Zachary. Solo había esperado que podrían ser amigos, quizá cómplices, y eventualmente demostrar que pertenecían a la misma familia… pero nada de romance, nada peligroso, nada tan escandaloso. Durante un instante pensó en su madre y en lo que esta le había dicho sobre el camino que Adria estaba tomando: «El pecado se paga con…». «¡Basta!», se dijo, reprendiéndose. Ya se había convencido de que tenía que olvidarse de Zachary. Aparte del hecho de que aquel hombre podría ser su hermano, no era el tipo de hombre con el que convenía liarse: un tipo duro al que no le costaba demasiado cruzar al otro lado de los límites de la ley, al que le importaba un pimiento lo que pensara la gente, que creía que el mundo debía ser como él pensaba que debía ser y no lo aceptaba como era. El hombre perfecto para mantenerse alejado de él.