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«¿Interesarse? ¿Como quien dice "enamorarse"?» De ninguna manera. Aquel hombre era un fruto prohibido, y ahí acababa todo. Lo encontraba seductor solo porque era un tabú. Erótico porque era la persona equivocada para ella, la menos apropiada.

Y aun así, ahí estaba: no conseguía sacárselo de la cabeza. Recordó su irreverente y torcida sonrisa resplandeciendo en medio de su dura mandíbula; se acordó de cómo se había sentido cuando sus labios se aprestaron con deseo contra los de ella, con una extraña luz brillándole en los ojos y aquellas manos varoniles recorriendo su cuerpo.

«¡Por el amor de Dios, déjalo ya!»

«¡Olvídalo. No es alguien por quien puedas sentirte atraída! ¡Es tu enemigo! ¡Es igual que el resto de la familia! Piensa, Adria. Utiliza tu mente y sé lista.»

Oyó la campanilla del ascensor sonar varias plantas más abajo y el carrito del servicio. Y luego permaneció escuchando el zumbido de la calefacción mientras se quedaba dormida. Tuvo sueños eróticos, fantasías de sudorosos cuerpos desnudos y entrelazados, de labios que maridaban los lugares más recónditos y de dedos que recorrían susurrantes cuerpos deseosos. En sus sueños, se ponía horcajadas sobre él, con su desnuda piel brillando a luz de un fuego que se apagaba, con el pelo húmedo y s ojos negros albergando un íntimo secreto.

Lo deseaba con tanta ansiedad, y ahora mismo, pero había algo más, alguien más en aquella habitación, con una presencia sin rostro, oscura y amenazadora, acechando en las sombras.

Oyó unos pasos que se arrastraban por el suelo.

«¿Quién anda ahí?», gritó buscando con la mirada por las oscuras esquinas, con el corazón latiéndole con fuerza. Miró hacia atrás en busca de Zachary, pero este había desaparecido y ahora ella estaba sola. «¡Zach!» Pero su voz solo hizo eco en el silencio, golpeando contra muros que no podía ver.

Sintió un nuevo roce y un escalofrío en la piel. «¡Zach!, ¿dónde estás?» Se levantó y echó a correr a toda prisa y desnuda como estaba. Se encontraba en un callejón y la niebla la rodeaba, alguien la perseguía y ella podía oír sus pisadas resonando sobre los adoquines.

«¡Zach!», gritó de nuevo, desesperada, pudiendo ya sentir a sus espaldas el aliento de su atacante. «¡Ayúdame!» Siguió corriendo, con sus pies desnudos golpeando el irregular pavimento. Oh, Dios, ¿dónde estaba? Si al menos pudiera alcanzar la próxima esquina…

¡Demasiado tarde! Quienquiera que la estaba persiguiendo ya estaba casi a su altura. Podía oír su respiración, sentirlo a su lado. Una mano la alcanzó y la agarró por el cuello…

Adria abrió los ojos. Todo estaba a oscuras. El corazón estaba a punto de salírsele del pecho y tenía todo el cuerpo bañado en sudor. Por un momento no supo dónde se encontraba, pero enseguida empezó a recordar… El Orion… a salvo… con la puerta bien cerrada.

Entonces, ¿por qué esa sensación de desasosiego? ¿Por qué le castañeaban los dientes y apenas podía respirar? Había sido un sueño. Solo un sueño. No pasaba nada. Intentó tranquilizarse y ponerse de pie. Fue hasta el baño y bebió un vaso de agua…

Y entonces lo vio. Alguien acababa de introducir un pequeño sobre por debajo de la puerta.

«Probablemente sea la cuenta», se dijo, pero prefirió ir a comprobarlo.

Con todos los nervios en tensión, cruzó por encima de la alfombra y cogió el sobre del suelo. Estaba en blanco. Y cerrado. Con cuidado lo abrió metiendo una uña por debajo de la solapa.

Dentro no había más que una nota: «Tiene usted un paquete en el mostrador del vestíbulo».

«¿Qué?» Abrió la puerta pero el pasillo estaba vacío. Le pareció que allí estaba ocurriendo algo raro. Algo muy malo. «No vayas tan rápido.» Se acercó a la pequeña mesilla de noche que había junto a la cama y marcó el número de teléfono de la recepción.

– Soy Adria Nash -dijo cuando le contestó al otro lado del cable una voz femenina. Dio el número de habitación y preguntó-: ¿Tiene algún paquete para mí?

– Déjeme que lo mire. -Oyó cómo colgaban el auricular y a los pocos minutos de escuchar una música de ambiente la mujer volvió a estar al habla-. Sí, señorita Nash, tiene usted un paquete. Se lo haré llegar inmediatamente.

– Espere un momento. ¿Sabe quién lo envía?

– No, lo lamento. Estaba en la oficina de recepción. Probablemente lo trajo un mensajero. Voy a comprobar el libro de anotaciones y se lo digo.

– Gracias.

Adria colgó el auricular y al cabo de dos minutos un botones llamó a la puerta de su habitación llevando en las manos un grueso paquete envuelto en papel marrón, con su nombre escrito en letras mayúsculas. Dio una propina al botones y a continuación, antes de que pudiera abrir el paquete, sonó el teléfono.

– Señorita Nash, soy Ellie, de recepción. No sabría cómo explicárselo. Quizá hubo algún descuido, porque normalmente el personal que se encarga de esto es muy eficiente y toma nota de todos los paquetes que llegan y del nombre del emisor.

Adria se quedó mirando el envoltorio que sostenía entre las manos y sintió que se le encogía el estómago. Fuera lo que fuese lo que había allí dentro, parecía blando.

– Le pido disculpas en nombre del hotel y espero que esto no le cause ningún trastorno.

– No… está bien -dijo Adria aunque sentía, sosteniendo el paquete entre las manos, que allí había algo que no funcionaba-. Si tengo más preguntas que hacerle, bajaré a la recepción.

– Gracias -dijo Ellie y Adria colgó el teléfono.

«No lo abras, ¿y si se tratara de una bomba?»

Esto es ridículo. ¿Una bomba? Imposible. Pero aun así… ¿acaso debería llamar a la policía?

«Oh, por el amor de Dios, estás dejando que tu imaginación te juegue una mala pasada», se dijo enfadada. Y a continuación rompió el envoltorio del paquete. No explotó ni nada le saltó a la cara. Pero cuando miró en su interior, se le heló la sangre.

Allí, metida dentro de una bolsa de plástico, había una rata muerta con uno de sus pequeños ojos brillantes visible a través del plástico. Adria tiró el paquete al suelo como si estuviera al rojo vivo. «Oh, Dios mío, Dios mío», susurró, tapándose la boca con una mano.

¿Quién podía haberle enviado aquello?

Sintió que la bilis le subía por la garganta.

¿Se trataba de un aviso?

¿O no era más que la diversión de algún pervertido que trataba de burlarse de ella metiéndole miedo?

«Misión cumplida», se dijo, intentando calmarse un poco. Apretando los dientes, cogió un pañuelo de papel de la mesilla de noche y agarrando con él la bolsa de plástico la sacó del envoltorio.

Había algo más en el paquete, una nota intimidatoria de la persona que le había enviado aquello. Con dedos temblorosos sacó la hoja de papel y leyó:

¡VETE A TU CASA, PERRA!

«Oh, Dios», murmuró. A través del plástico, se dio cuenta de que había algo que brillaba bajo la luz, y estuvo a punto de vomitar cuando reconoció en aquel objeto la cadena y el colgante que le habían robado, colocado alrededor del cuerpo inerte de la rata.

La sencilla pieza de joyería que su padre le había regalado estaba fuertemente anudada a aquel pequeño cuerpo.

«Maldito seas», exclamó, sintiendo arcadas.

Para recuperar la cadena debería abrir la bolsa, desatarla del cuerpo del animal, limpiarla y…

«¡No lo toques, no lo vuelvas a tocar! ¡Tienes que ir ahora mismo a la policía! Tienes que contarles lo que está pasando. Ellos pueden encontrar huellas o alguna pista en el paquete. Además, quienquiera que esté detrás de esto puede seguir intentando aterrorizarte, o acaso algo aún peor.»