Dejando escapar un suspiro y sin tocar el paquete le donde había caído, se acercó a la ventana y la abrió para que entrara aire fresco.
«Piensa, Adria, piensa.» Se apartó el pelo de la cara con manos temblorosas e intentó calmarse.
Poco a poco se sintió más tranquila. Había crecido a una granja. Los animales muertos y toda clase de redores -ratas, ratones, musarañas, ardillas y otros por el estilo- eran algo con lo que ella y los gatos de la casa estaban acostumbrados a enfrentarse. Lo que le iba miedo no era la rata muerta, sino la intención que escondía tras aquel envío, y el hecho de que alguien hubiera entrado en su habitación en el hotel Danvers, hurgado y robado entre sus efectos personales, y después hubiera matado una rata y se la hubiera enviado junto con su cadena. Aquello era escalofriante.
Se acercó al teléfono. Podía llamar a la policía. O al personal de seguridad del hotel. O a Zach.
Que era probablemente lo que aquel degenerado esperaba que hiciera. Quienquiera que fuese, seguramente esperaba que saliera corriendo a hablar con las autoridades. De modo que, lo quisiera o no, era mejor que esperara… al menos hasta que pudiera tener cierta idea de lo que estaba sucediendo allí.
Por el momento, aún estaba a salvo, pero tenía que mantenerse en guardia.
Quienquiera que fuera el que estaba detrás de aquel gesto monstruoso iba a tener que enfrentarse con ella.
«Pero puede tratarse de alguien peligroso. Esto puede que no sea más que el principio de algo aún mucho peor. Cuanto más te enfrentes al clan Danvers, más se enfrentarán ellos a ti.»
Hizo un repaso mental de los miembros de la familia. ¿Habría sido uno de ellos? O cualquier otra persona, ¿alguien con quien todavía no se había encontrado? ¿Alguien relacionado con la familia Danvers que no quería que apareciera London?
Quienquiera que estuviera detrás de aquella broma de mal gusto se iba a llevar una buena sorpresa. Adria no pensaba echarse atrás. Con cautela, utilizando un pañuelo de papel, volvió a meter la bolsa de plástico en el envoltorio y abrió la puerta del frigorífico del mini-bar. Luego sacó varias botellas de cerveza y soda para hacer sitio, y colocó en su lugar el paquete. Puso en la puerta de la habitación el cartel de no molesten y se sentó a pensar en su próximo movimiento.
El teléfono estaba en una de las esquinas de detrás de la taberna, entre las mesas de billar y los servicios. Sweeny esperó a que sonara la señal de línea en Portland. Iba a informar a Danvers, pero primero tenía que hacer otra llamada.
La voz de Foster sonó al otro lado del cable. «Has llamado a las oficinas de Michael Foster. En este momento no estoy aquí, si dejas tu nombre y un número de teléfono yo te llamaré cuando vuelva…»
– Mierda -gruñó Sweeny-. Foster, ¿estás ahí? ¡Soy yo, Sweeny. Coge el maldito teléfono. -Esperó un momento, pero nadie contestó-. Demonios -gruñó de nuevo-. Mira, sé que estás ahí, de modo que levanta el maldito auricular. Tengo un trabajo para ti. Uno muy bien pagado, de manera que si te interesa… -Esperó de [nuevo, pero no hubo respuesta. Golpeando con las puntas de los dedos en la tapa de las desgastadas Páginas Amarillas, se decidió a darse por vencido-. Llamaré más tarde.
Cuando hubo colgado el auricular, intentó sacarse ¡de encima el mal humor, pero le fue imposible, como parecía que era imposible que el maldito viento frío dejase de soplar en aquel pueblo.
Se sentó a la barra del bar y se bebió su copa, mientras escuchaba una canción country que hablaba de un tipo completamente destrozado por la muerte de una mujer. Cielos, qué lugar tan miserable. Entraron varios pueblerinos, sonrieron al camarero a la vez que intercambiaban con él unas cuantas palabras y se subieron a sus taburetes habituales. Aquello era igual que uno de esos seriales baratos de la televisión. Sweeny casi podía adivinar sus nombres: Norm, Cliff, Sam… En lugar de quedarse boquiabierto observando a aquella pandilla, prefirió ponerse a mirar el partido de béisbol que retransmitían por televisión. Aunque ni siquiera sabía de qué equipos se trataba.
Le dolían los huesos por el trabajo de la noche anterior. Había ido en coche hasta la granja donde había crecido Adria Nash y había estado hablando con la gente que se cuidaba de ella ahora, pero no había conseguido descubrir gran cosa. O bien aquella pareja era poco habladora por naturaleza, o bien habían pensado que él era un vendedor de seguros que pretendía colocarles una póliza contra incendios para la casa y los cobertizos. Ni siquiera le habían invitado a entrar. La mujer había mantenido la puerta entreabierta con la cadena puesta y habían estado hablando a través de la delgada rendija. Al salir de la granja, se había dirigido a los almacenes de depósito del pueblo, había sobornado al muchacho que hacía el turno de noche y había abierto el armario que pertenecía a Adria Nash. Sweeny se había pasado varias horas allí, rebuscando entre las cajas y los muebles, y abriendo uno tras otro todos los embalajes hasta llenarse de polvo, para salir de allí con la Biblia de la familia, así como con todos los recibos devueltos que demostraban que Adria Nash estaba realmente en bancarrota. No era de extrañar que fuera tras el dinero de los Danvers. Ahora, el montón de recibos y la Biblia estaban de nuevo guardados en la unidad de almacenamiento de Adria. Había hecho fotocopias de todos los recibos y de la parte del árbol genealógico familiar de la Biblia familiar, así como de varias páginas con anotaciones. Luego le había dado un billete de cincuenta dólares al chico que vigilaba el almacén y había vuelto a colocar las cosas en las cajas, tal y como las había encontrado. Adria nunca se daría cuenta de lo que había pasado.
Pero todavía estaba helado de frío y en aquel pueblucho de mierda. Pidió otra cerveza y echó un vistazo a su reloj. Agarró su maletín y volvió otra vez hasta el teléfono. Esta vez Foster estaba en su oficina. Descolgó el teléfono al segundo timbrazo.
– Ya era hora -farfulló Sweeny.
– Oswald, qué alegría oírte -dijo Foster sin ocultar el sarcasmo en su tono de voz.
– Sí, ya.
– Bueno, he recibido tu mensaje, ¿de qué se trata? -De un buen negocio. Quiero que me encuentres a algunas personas. La primera tiene varios nombres. Se hace llamar Ginny Slade, Virginia Watson o Virginia Watson Slade. Debe de tener unos cincuenta años, más o menos, creo, y está casada con Bobby o Robert Slade.
– ¿Eso es todo? -preguntó Foster.
– ¿Qué más necesitas?
– Watson y Slade no son nombres poco comunes. ¿Qué te parecería una localidad para empezar? Ya sabes, algo así como al este del Mississippi.
– Espera un momento. -Oswald abrió su maletín con impaciencia y sacó las fotocopias del árbol genealógico que había en la Biblia-. Espera, déjame ver -dijo, moviendo el dedo por la página-. Mira, parece que Virginia nació en Memphis, Tennessee. Ella y Bobby se casaron en la Primera Iglesia Cristiana en junio de 1967. Además de estos datos concretos, sé que viajó hasta Montana al menos una vez y dejó allí a su hija en adopción. Probablemente se llamaba Adria, o algo por el estilo. Una pareja mayor, Víctor Nash y su esposa Sharoh, adoptaron a la niña hacia finales de 1974, creo, aunque no he podido encontrar ninguna referencia a una fecha concreta, porque no existen registros oficiales.
– ¿Eso es todo?
– No exactamente -dijo Sweeny, imaginando que esta nueva información podría sorprenderle-. Escucha esto: sospecho que la tal Virginia Slade fue la niñera de London Danvers.
Se oyó un largo silbido al otro lado de la línea telefónica.
– Ginny Slade.
– Bingo.
– ¿En qué estás metido? No, espera, déjame que lo adivine. Ha aparecido la niña y reclama su parte de la herencia.
– Lo has pillado.
– Puede ser interesante.
– Mira a ver qué puedes averiguar.
– ¿Dónde puedo encontrarte?