– Yo te llamaré. ¿Necesitas algo más?
– ¿Qué te parecería un número de la Seguridad Social?
– Claro. -Sweeny volvió a mirar sus notas sobre Ginny Slade-. Lo tengo -le dijo y a continuación le leyó el número que esta tenía en su cartilla cuando había sido niñera de London.
Le explicó cuatro cosas más sobre el asunto y colgó esperando que Foster pudiera averiguar algo más. Era un pirata informático reconocido desde los años ochenta, que había encontrado la forma de sacar provecho a sus habilidades. Sweeny no sabía realmente cómo trabajaba, si se metía en los archivos del Censo Nacional o algo por el estilo, o si tenía algún conocido en el gobierno que trabajaba para él, pero Foster había formado parte del servicio nacional de búsqueda de personas desaparecidas, incluso de personas que no deseaban ser localizadas. El caso es que de una forma u otra siempre realizaba su trabajo.
Satisfecho, Sweeny cerró su maletín. Ahora ya se sentía mejor. Otra copa más y ya podría llamar a Jason Danvers.
Adria miró hacia atrás por encima del hombro, pero no vio ninguna cara conocida entre el tumulto de personas que pasaban por delante de la puerta de entrada del Orion. Se dijo que se estaba comportando como una paranoica, que nadie la estaba siguiendo, pero no podía quitarse de encima la sensación de que alguien la ¡estaba observando. Y la rata muerta que tenía en la nevera del minibar le servía para recordarle que alguien sabía dónde se alojaba y a dónde iba. Durante todo el día, mientras daba vueltas por la ciudad buscando una residencia más permanente, había tenido la sensación de que un par de ojos estaban clavados en su espalda, observando cada uno de sus movimientos. Había pensado que quizá se tratara de nuevo de Zach, pero este no había aparecido y su estilo no era el de permanecer en las sombras. Podía haber estado siguiéndola, como ya había hecho antes, pero al final habría acabado enfrentándose con ella. «Entonces, ¿quién?», pensaba mientras echaba un ¡nuevo vistazo a la calle. No vio a nadie escondido tras jun periódico o parado al lado de una cabina de teléfono
0 echando un vistazo rápidamente a los escaparates de las tiendas de enfrente en el momento en que ella mira-iba en su dirección. La persona que le había enviado el paquete la había puesto al límite. Ahora andaba medio escondida. Antes de abandonar el hotel por la mañana temprano, había estado hablando con el jefe del servicio, con el personal de seguridad y con la oficina de recogida de paquetes. Nadie recordaba haber visto a alguien dejando un paquete para ella. Quienquiera que estuviera detrás de aquello había sido muy cuidadoso. Y ella también tenía que serlo.
Saludando con la mano al viejo que vendía periódicos al lado del mostrador, Adria entró en el hotel y preguntó en recepción si le habían dejado algún mensaje. Tenía una llamada de teléfono y un sobre duro con su nombre escrito sobre su superficie de lino, esta vez no en letras mayúsculas. En lugar de leer los mensajes allí mismo, donde cualquiera que pasara podría verla, decidió dirigirse hacia el ascensor.
Una vez en su habitación, se quitó los zapatos, echó un vistazo al frigorífico y luego se dispuso a leer las notas. La llamada de teléfono era de Nelson Danvers, quien quería hablar con ella «urgentemente». Bueno, eso parecía un progreso, pensó. Pero podía hacer esperar a Nelson todavía un poco más.
La invitación que iba dentro del sobre de lino era algo inesperado. Sacó una tarjeta escrita a mano y leyó el contenido:
El señor Anthony Polidori desearía tener el honor de poder contar con su presencia esta noche a la hora de cenar, las siete en punto en el Antonio's. Un coche irá a recogerla a la puerta del hotel.
Ningún número de teléfono. Ninguna dirección. Solo una nota dejada en la recepción del Orion.
Adria volvió a leer las pocas líneas. ¿Qué podía querer de ella Polidori? Obviamente, se habría enterado de que estaba en la ciudad afirmando ser London Danvers, pero ¿cómo? ¿Y cómo había averiguado dónde se alojaba? Sintió un escalofrío que le recorría la espalda y se acercó a la ventana para mirar afuera, sospechando de nuevo que alguien podría haber estado siguiéndola o que quizá ahora alguien podría estar vigilando su ventana.
No vio a nadie apoyado en una farola mientras miraba hacia su ventana, ni ninguna figura sospechosa escondida entre las sombras.
«Cálmate», se dijo mientras se golpeaba los labios con el borde de la tarjeta y se acercaba al armario, donde echó un vistazo a su exiguo guardarropas. ¿Podría ser peligroso entrevistarse con Polidori? ¿Acaso debería rechazar su oferta? ¿O debería ir a ver qué era lo que quería de ella?
Se rió de sí misma al darse cuenta de que estaba empezando a pensar como una Danvers. Ella no tenía ningún motivo para temer a Polidori; de hecho, conocer al peor enemigo de Witt Danvers podía llegar a aclararle muchas cosas. Según todos los miembros de la familia, él fue el sospechoso número uno del secuestro de London. ¿Por qué la quería ver?
Se puso una sencilla camiseta negra de cuello alto, se echó el pelo hacia atrás y se colocó una chaqueta.
Cuando salía a toda prisa del ascensor hacia el vestíbulo, ya había llegado la limusina y el chófer la ayudó a entrar en el oscuro interior. No estaba sola. Había dos hombres sentados uno frente al otro. El más bajo, un hombre mayor vestido con un elegante traje gris y gafas oscuras, la saludó.
– Señorita Nash -le dijo, tomando su mano, mientras ella se sentaba a su lado-. Bienvenida, bienvenida. Yo soy Anthony Polidori. Mi hijo, Mario.
– Es un placer -dijo Mario con calma.
Era un hombre moreno y de buen aspecto, con rasgos regulares, un cabello negro y rizado más largo de lo que estaba de moda, y los ojos del color de la obsidiana.
– Me ha sorprendido que quisieran verme -dijo ella, decidiendo hablar sin tapujos.
Anthony sonrió y golpeó la rodilla de su hijo con el bastón.
– Se ha sorprendido. -Se golpeó los brazos mientras la limusina arrancaba-¿No ha oído usted hablar de la enemistad entre mi familia y la familia Polidori? -preguntó él con voz escéptica.
– Algo he oído -contestó ella con evasivas, sin intención de hablar más de lo imprescindible.
– Lo imaginaba. -Durante unos instantes pareció que se perdía en sus pensamientos y solo el sonido suave de la música clásica llenó el afelpado interior del coche-. Mario, ¿dónde están tus buenos modales? Pregúntale a la señorita Nash si quiere algo para beber.
– Más tarde, quizá -dijo ella, pero Mario ignoró su respuesta y le sirvió una copa de vino de una botella que acababa de extraer de una cubitera.
– Por favor, hágame el honor -insistió Mario. Mario, que debía de rondar los cuarenta años, parecía llevar su buena presencia como si se tratara de un traje caro. Parecía que estaba posando cuando se movió para sentarse delante de ella. Mientras le acercó la copa llena de vino espumoso, su dedo le rozó la mano solo durante una fracción de segundo, pero su mirada no se apartó de ella aún después de apartar la mano.
Mirando hacia afuera por los cristales ahumados, Anthony chasqueó la lengua.
– Es una pena, esa enemistad -admitió-. Pero no se puede hacer nada para solucionarla. Se remonta varias generaciones, sabe usted. Empezando por Julius Danvers y mi padre.
Eso era algo que Adria ya sabía. María, que había trabajado para los Danvers durante muchos años, le había hablado de Stephano Polidori y de cómo llegó a convertirse en rival de la familia Danvers.
El patriarca de la familia Danvers, Julius Danvers, había hecho dinero y había empezado a amasar la fortuna familiar a finales del siglo XIX. Había sido un maderero inmigrante que había tenido la previsión de adquirir todos los terrenos ricos en árboles que había podido comprar, pedir, tomar prestados y, en alguna ocasión, robar, y no solo había fundado la compañía que se dedicaba a la tala de árboles, sino que había fundado una serie de aserraderos que se extendían desde el norte de California hasta la frontera canadiense al norte de Seattle.