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– ¿Ayudarme? -di)o ella sin estar segura de haber entendido correctamente.

– Por supuesto.

Mario se echó hacia atrás en la silla, mirando pensativamente con sus negros ojos en dirección a ella. Se metió luego los dedos entre el pelo.

– Nuestra familia tiene algo de poder en esta ciudad. De hecho, pensamos que nuestros abogados son los mejores de la ciudad. Si necesita usted ayuda legal, o un préstamo…

– No creo que eso sea una buena idea. -Aquello sonaba como si la quisieran tener a ella de su parte y eso la estaba empezando a inquietar.

– ¿Quiere usted demostrar que es London o no?-preguntó Anthony, y sus negros ojos brillaron con una helada luz interior que era tan fría como la muerte.

– Por supuesto.

– Entonces debería considerar mi oferta.

Tenía ganas de negarse rotundamente. A pesar de que él y Mario habían hecho todo lo posible para parecer amables, se sentía como si aquella conversación estuviera preparada de antemano, para colocarla a ella en una posición en la cual les estuviera en deuda durante el resto de su vida. Sin embargo, no era tan estúpida como para rechazar aquella oferta sin más. Aún no. Había aprendido que la paciencia es una gran virtud, aunque a veces cueste mantenerla. El problema era que ella no estaba en disposición de rechazar ningún tipo de ayuda. Aunque los Polidori tenían grandes rivalidades con los Danvers, ella necesitaba aliados a su lado, cualquier aliado que pudiera conseguir. Solo tenía que pensar en la rata muerta para no olvidarlo.

– Es usted muy generoso.

– Entonces, arreglado.

– No tan deprisa. Sabe usted, la mayoría de la familia todavía cree que usted estaba detrás del secuestro de London.

La sonrisa de Polidori se desvaneció. Se quedó mirando el vino tinto que había en su vaso.

– Yo nunca le haría daño a un niño. A ningún niño.

– ¿Y qué me dice de Robert Danvers? -preguntó ella a Anthony.

– El hijo mayor de Julius tuvo un accidente de navegación, si no recuerdo mal -resopló Polidori.

– Hay personas que creen que usted tuvo algo que ver.

– La gente habla por hablar.

– Julius tuvo tres hijos -insistió ella un poco más-. Solo uno de ellos, Witt, sobrevivió.

Dejando escapar un largo suspiro, Anthony dijo:

– El segundo hijo de Julius, Peter, murió en la guerra. -Frunció el entrecejo- Sabe usted, tampoco tuve nada que ver en eso. Aunque estoy seguro de que a la familia Danvers le gusta pensar que estaba aliado con Mussolini y con Hitler, yo no contraté a los nazis para que mataran a Peter. Ni hice nada en la barca en la que navegaba Robert el verano en que se mató. Lo que yo he oído es que había bebido más de la cuenta y se acercó demasiado a la orilla del Columbia. Su barca se estrelló contra las rocas. Se rompió el cuello en el accidente. Murió en el acto.

– Un accidente que dejó a Witt como único heredero.

– Exactamente. Si pude ser tan vil como para preparar todas esas muertes, ¿por qué no maté también a Witt?

Adria se quedó pensando y decidió arriesgarse.

– Quizá quería que él desplegara un poco las alas. Se rumorea que tenía usted una rivalidad personal con Witt. No me parece una tontería pensar que hubiera querido usted ver a uno de los hijos de Julius enfrentado a un poco más de dolor a lo largo su vida. -No mencionó el lío de Anthony con la primera mujer de Witt, Eunice, pero el asunto quedó en el aire, en suspenso, aunque imposible de disimular.

– ¿Cree usted que yo soy una especie de gran padrino de la Mafia? -preguntó Anthony, meneando la cabeza y mirando a su hijo.

– No le conozco a usted en absoluto -puntualizó Adria-. De hecho, ni siquiera estoy segura de que deba estar aquí.

– ¿Y eso por qué?

Acercándose más a él, Adria contestó:

– Porque, señor Polidori, pienso que es posible que usted me haya traído aquí para sonsacarme información sobre la familia Danvers en su propio beneficio.

– No confía usted en mí.

– Existe una razón por la que usted me ha invitado a cenar esta noche y no creo que sea porque piensa que no conozco la cocina italiana al haber crecido en Montana.

– Solo tenía curiosidad, eso es todo -dijo, alzando una de sus grises cejas.

– ¿Porqué?

– Se rumorea que si aparece London Danvers, será la heredera de una buena parte de Danvers International.

«Ahí está.»

– Muchos de nuestros negocios están en clara competencia con la corporación Danvers y espero que, si usted llega a heredar esa parte de la fortuna, quizá desee vendernos algunas de las pequeñas industrias. -Colocando los codos sobre la mesa, añadió levantando las cejas- Estoy especialmente interesado en el hotel Danvers.

El corazón se le cayó a los pies. ¿El hotel? Recordó la sala de baile con sus hermosos candelabros, el viejo ascensor, el tiempo y el dinero que había costado remodelarlo para que volviera a tener su aspecto original.

– ¿Para qué me ha traído usted aquí? ¿Para sobornarme? -Meneó la cabeza y se rió ante la pomposidad de aquel hombre que, aunque él estuviera poco dispuesto a admitirlo, se parecía mucho a varios de los miembros del clan Danvers-. Me temo que tendrá usted que pedir número y esperar en la cola. Hay bastante gente en la familia Danvers intentando lo mismo. Parece que piensan que tengo un precio.

– ¿Y lo tiene? -preguntó él.

– No.

– Ah… una mujer honrada. Con nobles intenciones. -Sus ojos se movieron peligrosamente.

– Solo quiero descubrir la verdad.

16

Zach podía oler los problemas. Crepitaban en el aire, como la electricidad antes de una tormenta de rayos y le empujaban a regresar a Portland.

No había sido la inquieta llamada de Jason lo que le había hecho subir a su jeep y dirigirse hacia el oeste atravesando las montañas. Tampoco los asuntos urgentes eran la razón. Ni que estuviera preocupado por perder el rancho en caso de que Adria demostrara ser London. No, la razón por la que estaba conduciendo como un loco a través de las montañas era algo más básico, más primario y tenía que ver con una inquietud que sentía en las entrañas y que no podía reprimir ni sabía cómo definir.

«Idiota», se reprochó mientras miraba a través del parabrisas la llovizna que empezaba a caer. Las luces de Portland se veían a lo lejos como faros que le conducían a su destino, al lado de ella.

¿Para qué?

«Adria.»

Apretó los dientes y agarró con fuerza el volante entre las manos. Ni siquiera sabía dónde podía encontrarla.

Cuando volvió a su habitación del hotel eran ya más de las diez. Se quitó los zapatos. Se sentó en la cama frotándose un pie y se quedó mirando el frigorífico. No quería acercarse a él. Agarró el auricular del teléfono con la mano que tenía libre. Mientras marcaba el número de teléfono que Nelson le había dejado en recepción, se apoyó el auricular entre el hombro y la oreja. El teléfono sonó cinco veces y ya estaba a punto de colgar cuando alguien contestó.

– Nelson Danvers.

– Soy Adria -dijo ella-. ¿Querías hablar conmigo?

Hubo una pausa al otro lado del cable.

– Sí, eh, bueno, he pensado que nos podríamos ver. Ya sabes, para hablar, para conocernos. He pensado que quizá esta noche, si te va bien. Si quieres, puedo ir al centro y nos encontramos en el bar del hotel.

Ella echó un vistazo a su reloj. ¿Por qué no? Todavía era pronto y no estaba en absoluto cansada. De hecho, la rata muerta y el encuentro con los Polidori la habían puesto tan nerviosa que no podía descansar. Le dijo que se encontrarían allí en veinte minutos y colgó, antes de darse cuenta de que tenía una nota sobre el escritorio, una simple hoja de papel con su nombre escrito en el dorso. ¡Oh, Dios! Aquella nota no la habían metido por debajo de la puerta.