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– La señorita Monticello ha llamado dos veces. Ha dicho que la llame.

Los dedos de Jason se apretaron alrededor del asa de su maletín al oír mencionar a Kim. No podía quedarse quieta ni un momento; tampoco le haría daño esperar a que él la llamara. Ahora que Adria había hablado con la prensa, Kim era un asunto que podía esperar. Con el ceño fruncido, avanzó por el pasillo junto a dos vicepresidentes. Los dos le iban hablando a la vez, dos aduladores que se preocupaban más de Danvers International que de sus familias. Se las apañó para responder como un autómata, mientras llegaba hasta el ascensor que le llevaría al helipuerto que había en la azotea.

El aparato le estaba esperando y Jason se alegró de oír el zumbido de las hélices que le apartarían de cualquier conversación durante los próximos cinco minutos. Mientras el helicóptero se elevaba, él miró abajo, hacia la ciudad, y tuvo la premonición de que se avecinaba un desastre. Tiempo atrás, había estado convencido de que llegaría a ser el príncipe heredero de Portland. Ahora, por culpa de Adria Nash, ya no estaba tan seguro.

Iba siendo hora de demostrarle a la señorita Nash en qué aprieto se había metido. Y se trataba de un verdadero aprieto.

Zach se quedó observando a Adria. Estaba sentada en el rincón más apartado del jeep, mirando hacia fuera a través de la ventanilla, pero, eso imaginaba él, no podría ver nada más que los coches que pasaban a su lado. Actuaba como si no estuviera allí, con él, pero Zach no podía olvidar lo cerca de ella que estaba. Siempre que se encontraba a su lado, sus instintos parecían ponerse en guardia y sus nervios se tensaban como si fueran cuerdas de arco.

El labio inferior le sobresalía levemente y golpeaba impaciente con los dedos sobre una pierna. Llevaba el pelo suelto y revuelto por el viento, y sobre uno de los hombros le caía un mechón de rizos rebeldes. Observó la curva de sus pechos a través de la chaqueta y se preguntó si su parecido con Kat acabaría en la cara o continuaría también debajo de la ropa. Enfadado consigo mismo por aquel pensamiento, encendió las luces y salió del aparcamiento del restaurante, en donde no había podido apartar la vista ni un segundo de la hermosa curva de sus mejillas, del precioso hoyuelo que se le formaba cuando sonreía, de la suave columna de su cuello y de la redondez de sus pechos.

Había sido un día muy duro, intentando acallar la sensación de volver a ser de nuevo un adolescente impaciente por el sexo. Pero lo que sentía por ella era algo más que una simple atracción sexual; en ella, su mente era tan atractiva como todo lo demás.

Adria había ofrecido una entrevista tras otra y, aunque Zach lo desaprobaba, no había dicho absolutamente nada ni había hecho un solo gesto para intentar detenerla. Se había quedado en las sombras, viendo cómo ella manejaba diestramente las preguntas de los periodistas, aunque era imposible que no hubiera notado las insinuaciones al respecto de que no era más que una vulgar cazadora de fortunas, que pretendía apropiarse del dinero de un hombre muerto. Había sabido mantener la calma e incluso introducir cierto humor en la situación. Desde el punto de vista del público de lectores de periódicos y de los telespectadores, Adria Nash iba a tener un buen aspecto -endemoniadamente bueno- y si la familia Danvers no la aceptaba como una mujer honesta en busca de la verdad, iba a acabar teniendo un montón de problemas con la opinión pública.

Zach resopló disgustado. Las relaciones públicas y la opinión pública eran el departamento de Nelson. Seguramente el muchacho estaría ahora sudando la gota gorda.

– Y bien, ¿adonde vamos?

– Supongo que de vuelta al hotel.

– Habrá un enjambre de reporteros revoloteando por el vestíbulo -predijo él-Y el teléfono no parará de sonar.

– Eso se lo dejaré a los de seguridad -dijo ella, sonriendo, y bostezando añadió:-Además, imagino que tú los sabrás manejar.

– Tú misma -gruñó él, y ella hasta consiguió sonreírle mientras conducía hacia el hotel Orion.

Adria era más dura de lo que él había imaginado en un principio y, como tan vehementemente había afirmado en más de una ocasión, no iba a salir corriendo asustada. Su tenacidad e independencia habían hecho que se ganara su respeto.

– La prensa puede ser muy dura.

Ella miró en su dirección.

– Estoy acostumbrada a eso. -Por una décima de segundo, él pudo ver en sus ojos algo más que su usual hostilidad, una oscura mirada que le produjo un estremecimiento prohibido en el vientre-. No te preocupes por nada, Zach, estaré bien.

Intentando aplacar en silencio la lujuria que la presencia de ella despertaba en lo más profundo de su mente, Zach aparcó frente al hotel.

– Vamos a ello -dijo él bruscamente, conduciéndola hacia la puerta del hotel a través de la neblina. Sus pies corrían sobre la acera mojada y Adria agachaba la cabeza contra la lluvia.

Zach había supuesto que tendrían que enfrentarse a una multitud de periodistas hambrientos de noticias escandalosas, pero el vestíbulo estaba casi desierto. Solo había unas pocas personas, que vestían impermeables y llevaban paraguas, y entraban y salían con prisas del restaurante y del bar.

Adria se relajó un poco. Había sido un día largo que la había llevado al límite de sus fuerzas, no tanto a causa de los periodistas y de sus preguntas, sino más bien debido a Zachary. Él se había comportado de manera aprehensiva, con sus grises ojos mirando amenazadores a los periodistas y había contestando de forma brusca las pocas preguntas que le habían formulado. La tensión que él había sentido se podía oler en el aire, se notaba en los músculos tensos de su cuello cuando una de los periodistas le había formulado varias preguntas concretas, y la había notado cada vez que él le había dirigido la mirada. Había estado con ella la mayor parte del día, y solo la había dejado aproximadamente una hora, mientras ella había estado contestando a las preguntas de una periodista del Oregonian.

A Adria le parecía imposible creer que aquel hombre fuera su hermanastro. Le parecía tan sexy, tan oscuramente sensual que dudaba de que pudiera ser miembro de su propia familia. Seguramente no lo habría encontrado tan atractivo, tan peligrosamente seductor si en realidad corriera por sus venas la misma sangre. Como si él le hubiera leído el pensamiento, se la quedó mirando y ella pudo ver en sus ojos aquella diminuta llama de pasión que él trataba en vano de ocultar.

Se le hizo un nudo en la garganta y le pareció que el tiempo se detenía.

Ella se sintió como si ellos dos fueran las únicas personas en el mundo. Un hombre. Una mujer. Adria se mordió nerviosamente los labios y se dio cuenta de que los ojos de él habían seguido el movimiento de su boca. Tragó saliva con dificultad.

– ¿Señorita Nash? -El recepcionista la llamó intentando captar su atención.

– Ah, sí -dijo ella, alegrándose de la interrupción. Aclarándose la garganta y rezando para que su rostro no dejara traslucir lo que estaba pensando, añadió-: ¿Tengo algún mensaje?

– ¿Está lloviendo en Oregón? -dijo el recepcionista con ironía, intentando hacer un chiste mientras le pasaba un montón de notas que ella cogió.

Echó un vistazo rápido a cada uno de los mensajes. Algunos eran de periodistas, otros no sabía quién los había enviado, probablemente curiosos, personas sorprendidas de que alguien volviera a afirmar que era London Danvers. Caminaron juntos hasta el ascensor y Zach echó una última mirada hacia atrás, por encima del hombro, antes de tocarle el brazo.

– Espero que no te moleste que suba a tu habitación contigo y compruebe si tu amigo te ha dejado algún otro regalo.

A Adria estuvo a punto de parársele el corazón. Se mordió el labio inferior dudando. «Esto es una estupidez, una completa estupidez, Adria. Siempre has sido una mujer inteligente, ¡de manera que no lo eches ahora todo a perder! ¡Piensa, por el amor de Dios! Quedarse a solas con Zachary en la habitación del hotel es andar buscando -no, es encontrarse- problemas tan serios que seguro que te vas a arrepentir. ¡Lo que te pide es imposible!» Encogiéndose de hombros, mientras él pulsaba el botón de llamada del ascensor, ella replicó: -Lo que tú quieras.