Emociones opuestas luchaban dentro de ella y decidió que necesitaba alejarse de él para aclararse las ideas, para centrarse de nuevo en su investigación. Tenía que descubrir si era London. Si lo era, tendría que pelear con todo el clan Danvers para conseguir recuperar sus derechos; si no lo era… entonces se marcharía. O se convertiría en la amante de Zach. De una forma o de otra, se estaba arriesgando a un suicidio emocional.
Aparcó su viejo coche en la calle, al lado del antiguo mercado de verduras donde Stephano Polidori había empezado a amasar su fortuna. El mercado, a solo cuatro manzanas del hotel Danvers, estaba cerrado y se proyectaba construir un nuevo rascacielos de oficinas en aquel terreno.
Mario la estaba esperando, apoyado en una farola al lado de un bar irlandés.
– Ya pensaba que no vendrías -dijo él.
– Te dije que vendría -contestó ella incómoda, pero consiguiendo controlar sus nervios.
– Lo sé, pero imaginé que tu amigo te habría persuadido para que no me vieras -dijo él, poniéndose derecho y ofreciéndole una reluciente y seductora sonrisa.
– ¿Mi amigo?
Mario mantuvo la puerta del bar abierta para que ella pasara.
– Zachary Danvers. Tu hermano. -A Adria se le cayó el alma a los pies-. ¿No está jugando ahora a ser tu guardaespaldas?
– No está jugando a nada -dijo Adria mientras Mario la seguía hacia el interior lleno de humo.
Las risas y las conversaciones a gritos llenaban el local. Resonaba el tintinear de los vasos y el chocar de las bolas de billar, mientras los dardos cruzaban el aire. Una banda de jazz estaba tocando en un escenario improvisado, pero la música apenas se oía a causa de los estridentes clientes.
Sin preguntarle a ella, Mario pidió dos cafés irlandeses antes de meterse en negocios.
– Mi padre y yo nos estábamos preguntando si habías decidido algo sobre nuestra propuesta.
– Lo he pensado un poco -contestó ella mientras una delgada camarera colocaba ante ellos dos vasos de tubo-. Y la verdad es que no creo que pueda hacer tratos contigo o con tu padre. -Con una delgada pajita de plástico removió las gotas de crema de menta de la espuma cremosa de su café.
– Eso no lo sabes.
– Lo que no sé es quién soy. Pero aunque descubra que soy London, no podré hacer grandes demandas a la compañía.
– Tu serás la propietaria de la mitad de la compañía -dijo él, alzando sus oscuras cejas en señal de sorpresa.
– Aun así seré una intrusa.
– Pero…
– Donde yo crecí, Mario, uno se lo piensa antes de saltar. Y una cosa te puedo decir: no tengo planes de vender o cambiar nada en Danvers International. De hecho, a menos que vea que existe alguna flagrante incompetencia, es probable que no haga ningún cambio significativo.
– Eso me sorprende -dijo, él sorbiendo pensativamente su bebida y escrutándola con sus negros ojos.
– Creo en lo que dice el viejo refrán: «si no está roto, no hace falta que lo arregles» -dijo ella, recordando los largos y cálidos veranos pasados bajo el cegador sol de Montana y las muchas veces que su padre le había dicho esas mismas palabras.
Su padre. El hombre que la había educado, quien tan a menudo le había echado un brazo sobre el hombro en un gesto de ternura solo reservado para ella. Ahora le echaba de menos y sabía que, incluso aunque demostrara que Witt Danvers era el hombre que la había engendrado, Victor Nash siempre sería su padre.
– Háblame de ti -le sugirió Mario, pero Adria solo le contestó con una sonrisa.
– Es aburrido. De verdad. Crecí en una granja en Montana. Trabajaba toda la semana, iba a la iglesia los domingos. Fin de la historia.
– Dudo que eso sea todo -dijo él picaramente.
– ¿Por qué no me hablas tú de ti y de tu familia? Seguro que es una historia mucho más interesante que transportar heno y hacer mermelada.
– Me estás tomando el pelo.
– No. Estoy realmente interesada en saberlo -dijo ella-. Venga. ¿Qué tal era eso de crecer siendo hijo de Anthony Polidori?
Mario le ofreció una amplia sonrisa y sus negros ojos brillaron.
– Era un infierno -dijo él burlonamente-. Criados, chóferes, dos casas en Portland, un apartamento en Hawai y una villa en México. Ningún niño ha podido sufrir tanto como yo.
Adria no tuvo más remedio que reírse.
Luego él le contó historias más interesantes acerca de colegios católicos privados y monjas con temperamento agrio, y de largas reglas que estaban siempre listas para golpear las palmas de las manos de los niños que no estaban lo suficientemente convencidos de su fe. También le habló de su madre, que había muerto muy joven, probablemente a causa de la decepción de tener que enfrentarse a un marido y un hijo tan cabezotas. Y al final le habló de sus propios altercados con su padre.
– Pero ahora parecéis muy unidos -observó Adria.
– Yo era joven. Rebelde. Cachondo -dijo él, encogiéndose de hombros-. Ya sabes a lo que me refiero…
– ¿Lo sé?
– Tu turno, Adria. Háblame de ti.
Mirando fijamente sus negros ojos, ella observó un repentino brillo de perspicacia. No importaba lo que sintiera por él, aquel hombre estaba intentando seducirla.
– ¿Por qué querías reunirte conmigo?
– Está el asunto de los negocios de Danvers International -dijo él, divertido por lo rápido que ella había captado sus intenciones. Obviamente, a él le gustaban los retos-. Pero también tenía ganas de verte para conocerte mejor. -Tomó un trago de su bebida, frunció el ceño y le añadió azúcar.
– De acuerdo, pero vamos a dejar una cosa clara -dijo ella-. No soy una bocazas. -Ella no confiaba en él, pero sabía que podría sonsacarle algunas informaciones sobre la familia Danvers que podían ser útiles para su causa.
– Lo creo. -Hizo un gesto a la camarera y le indicó que deseaba otra ronda-. Y creo que los dos podemos aprender muchas cosas el uno del otro. -Su sonrisa era abiertamente seductora.
Trisha observaba desde las sombras del callejón que había al otro lado de la calle. Vio a Mario con Adria y sintió que los celos la embargaban. Furiosa, pensó en las muchas cosas que había dejado por él, en lo mucho que lo había amado, en lo mucho que habían compartido y sufrido juntos. Obviamente, todo aquello no significaba nada para él.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se preciaba a sí misma por su fuerza exterior, por su habilidad para esconder el dolor que nunca demostraba, ni siquiera cuando tomaba drogas y alcohol.
Con manos temblorosas, encendió un cigarrillo e inhaló el humo con fruición. Hacía muchos años que debería haber acabado su relación con Mario, pero nunca había sido capaz de olvidarlo por completo. Siempre que pensaba que ya lo había superado, que estaba fuera de su influencia, él la había llamado, o le había enviado una flor, y ella había vuelto corriendo a sus brazos abiertos. Incluso durante el breve tiempo que duró su matrimonio, había estado viéndose a escondidas con Mario, mintiendo a su marido, engañándole, poniéndole los cuernos porque no podía controlar su más arraigado vicio: Mario Polidori.
Cuando conoció a Mario, ella no era más que una adolescente y verlo a escondidas de su padre había sido para Trisha algo excitante. Él la había introducido en el vino y la marihuana y, a cambio, ella le había entregado su virginidad en el asiento trasero del Cadillac Eldorado de su padre. Su interés por las artes había empezado a desvanecerse y ella se había saltado muchas clases solo para encontrarse con él en el río, en una habitación alquilada por horas, en la granja de su padre o en cualquier lugar en el que pudieran sentirse libres, y reírse de la pesadez de sus padres y de sus locas enemistades familiares.
El nudo que sentía en la garganta se hizo más duro mientras miraba a través de las cortinas del bar irlandés. Mario echaba la cabeza hacia atrás y sus dientes brillaban mientras sonreía. A Trisha se le encogió el estómago y sus manos se cerraron en puños de furia. No debería quedarse ahí para ver cómo la humillaba con otra mujer, con la farsante que afirmaba ser London.