Al pensar en su hermanastra, Trisha se sintió enferma. Perder a Mario por alguien que pretendía ser London era demasiado duro para ella. London, la persona que había conseguido acaparar la atención de toda la familia; la guapa de la familia. London, la princesa, el tesoro de la familia Danvers.
Sintiendo náuseas, Trisha se alejó de la maldita ventana y se dirigió hacia su coche. Las lágrimas le caían sin poder detenerlas y se juró que Mario iba a pagar muy cara aquella bofetada en plena cara. Pisó el cigarrillo en la oscura acera y corrió hacia su coche tratando de borrar de su mente la imagen de Mario riendo y bromeando, compartiendo una bebida y una sonrisa con aquella impostora.
No había duda de que estaba tratando de seducir a Adria. Mario se creía un gran amante y Trisha realmente no podía negar sus habilidades en la cama. Desgraciadamente, su apetito era insaciable y jamás le había sido fiel a ella, ni siquiera cuando se había quedado embarazada. Recordaba aquella noche con una claridad desgarradora.
Un día, finalmente se había atrevido a contarle lo del niño después de hacer el amor en un motel cercano al aeropuerto.
Su cuerpo todavía estaba mojado de sudor y ella estaba fuertemente abrazada a Mario, paseando sus dedos por los fuertes músculos de los brazos de él.
– Tengo que contarte un secreto -dijo ella mientras él se incorporaba para coger un paquete de Winston.
– ¿Ah, sí? -El rascó una cerilla, encendió el cigarrillo y dejó escapar el humo por el resquicio de la boca. Sonriéndole, le preguntó-: ¿De qué se trata?
– Es algo especial.
– Oh, vaya.
– Vas a ser padre.
Silencio. Un silencio mortal.
– En septiembre -le soltó deprisa mientras las cejas de él se juntaban y echaba el humo por la nariz.
Luego él sonrió -con un gesto irresistible y engreído- y ella se dio cuenta de que todo iba a ir bien.
– ¿Padre? ¿Yo? Caramba. -Sus palabras sonaban sarcásticas mientras se reía. Dándole una palmada en el trasero desnudo, Mario añadió-: Ha sido un chiste muy bueno, Trisha, has estado a punto de convencerme de que estás embarazada.
Se le tensó la espalda y sintió que las lágrimas empezaban a agolpársele en los ojos. Ella había imaginado que -en cuanto le contara lo del niño- él sonreiría, la abrazaría y caería a sus pies prometiéndole que se casaría con ella. Siempre había sido lo bastante estúpida como para creer que su amor -y ese niño, ese precioso niño- pondría punto final a la horrible enemistad que existía entre sus dos familias. Que el amor podría más que el odio.
– Estás bromeando, ¿no es verdad? -dijo él al ver las lágrimas que aparecían en los extremos de sus ojos.
– Voy a tener un niño, Mario -dijo ella enfadada mientras saltaba de la cama y se ponía el suéter-. Nuestro hijo.
Él se la quedó mirando durante un largo instante con el cigarrillo colgando de los labios y la ceniza a punto de caerle encima.
– No…
– ¡Es verdad! ¡Lo quieras o no, vamos a ser padres!
– Oh, Trisha, ¿cómo has podido hacerme esto? -susurró él con su moreno rostro completamente pálido. Se pasó las manos por la cabeza, como si así intentara borrar toda aquella conversación.
– No lo he hecho yo. Lo hemos hecho nosotros.
– Pero ¿estás segura?
– Me he hecho la prueba en una clínica.
– Mierda. -Se dio media vuelta en el colchón y se agarró la cabeza con las manos-. ¿Cómo ha podido pasar esto?
– Ya sabes cómo ha pasado.
– No podía habernos sucedido en peor momento. Mi viejo…
– Por el amor de Dios, Mario, no es algo que yo haya planeado. Perdona si es un inconveniente para ti -dijo ella, sintiéndose hundida por dentro. La habitación tembló mientras un avión cruzaba el cielo por encima de ellos y Trisha sintió que se ahogaba.
Arrojando su cigarrillo en el cenicero, él se la quedó mirando fijamente. Como si se hubiera dado cuenta finalmente de lo destrozada que estaba ella, abrió los brazos y le hizo un gesto para que se metiera de nuevo en la cama con él.
– Venga, Trisha. Esto no es el fin del mundo.
– Es un milagro -dijo ella, defendiendo a su hijo todavía no nacido-. Un milagro.
– Claro que lo es.
Ella no le creía y las lágrimas amenazaban con invadirla de nuevo.
– No te veo demasiado contento.
– Por supuesto que lo estoy -dijo él, aunque su voz sonaba triste-. Yo… estoy un poco sorprendido, eso es todo. Demonios, no son noticias que se reciban cada día. -Golpeó el colchón con una mano y ella se sentó en el borde de la manchada cama. Sus brazos fuertes la rodearon y ella quiso volver a creerle, a creer en su amor. Su aliento cálido y con aroma de tabaco le acarició la oreja-. ¿Quieres tener a ese… ese niño?
– ¿Acaso tú no?
– Oh, claro, claro.
Ella se relajó un poco, aunque hubiera deseado notar algo más de convicción en sus palabras.
– Supongo que ahora llega la parte en la que debería pedirte que te casaras conmigo, ¿no es así?
– Supongo que eso sería lo apropiado -dijo ella, intentando refrenar las lágrimas.
– Sí, bueno… lo apropiado. En fin, yo. Bueno, sí, te lo voy a pedir. Trisha, ¿quieres casarte conmigo?
– Por supuesto que quiero -le prometió ella, rodeándole el cuello con los brazos y cayendo sobre la cama con él-. Te amo, Mario. Siempre te he amado y te amaré hasta el día que me muera.
– Esa es mi chica -dijo él, besándola y acariciándole la cabeza como si fuera una niña.
Dos semanas más tarde, los dos habían comunicado la noticia a sus padres y ambos, Witt y Anthony, se habían subido por las paredes.
Según Mario, Anthony había dicho que su hijo era un tonto de remate y le había prohibido volver a ver a Trisha. Si Mario quería enamorarse y casarse, siempre estaba la hermosa Lanza que vivía en su mismo barrio; y si quería ser un imbécil y dejar a alguien más embarazada, era mejor que se hiciera mirar la cabeza. Ya era hora de que dejara de pensar con la polla y de que empezara a entrar en razón. Anthony había pedido a su hijo que no volviera a ver nunca más a Trisha y este había estado de acuerdo.
Pero luego Mario había roto aquella promesa. A la semana siguiente Mario le había contado a Trisha la discusión con su padre. A Trisha le había parecido que Mario estaba ligeramente más relajado.
Witt estaba trabajando en su estudio cuando supo la noticia y no había sido menos contundente que el padre de Mario. Cuando Trisha le había comunicado la noticia a su padre, Witt se había puesto rojo de ira y se había dejado llevar por una rabia tan profunda que ella había llegado a temer por su vida.
– Nunca te casarás con Polidori -le había asegurado Witt, rodeando el escritorio y lanzando a la pared un antiguo jarrón que se había roto en mil pedazos.
– ¡No me puedes detener! -Ella podía ser tan testaruda como su padre.
– Eres menor de edad, Trisha. ¡Tienes dieciséis años, por el amor de Dios! Podría llegar a demandar a ese bastardo por violación.
– Él me ama, papá. Y quiere casarse conmigo.
– Tendrá que pasar por encima de mi cadáver -insistió Witt-. Esto es un golpe bajo, pero todavía nos podemos encargar del asunto. Aún estamos a tiempo.
– ¿Qué es lo que quieres decir? -preguntó ella, pretendiendo no entender. Pero su estómago había empezado a palpitar de inquietud.
– Conozco a un médico que…
– ¡No! -gritó ella-. ¡No estoy dispuesta a abortar! ¡Oh, por Dios, papá! ¿Cómo puedes ser tan cruel? -El miedo empezó a bombear por sus venas. ¿Perder el niño? ¡No! Se iría de casa antes de dejar que su padre le arrebatara a su niño. Se rodeó el vientre con las manos como protegiéndolo.