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Se había estado diciendo que no había sido más que una reacción al hecho de sentirse amenazada, pero era algo más que eso. Mucho más, y algo peligrosamente impensable.

Su dolor de cabeza se hizo más intenso cuando se puso a pensar en lo que habría podido pasar aquella noche, lo que habría pasado si él no hubiera recuperado la sensatez, apartándose de ella.

«Idiota -murmuró, pero no sabía si estaba hablando de ella o de él-. No pierdas los nervios.»

Cuando giró la última curva a las afueras de los límites del pueblo de Estacada, vio el cartel del Fir Glen Motel que centelleaba en neones amarillos. Letras rosadas anunciaban que quedaban habitaciones libres en el pequeño motel.

El jeep de Zach no estaba aparcado en su sitio habitual y a ella empezó a acelerársele el corazón. Aquello era estúpido. Sí, claro que la tranquilizaba saber que él estaba en la habitación de al lado, pero más que eso, ella empezaba a depender de él, a preocuparse por él, a pensar en él en términos que sobrepasaban cualquier tipo de barreras. A veces deseaba no ser London. Eso podría resolver algunos problemas.

Pero no aclararía qué tipo de sentimientos había albergado él por Kat. De vez en cuando, Adria se daba cuenta de que él la miraba como si no estuviera viéndola a ella, sino recordando a otra mujer, a la mujer que ella creía que era su madre.

¡Menudo lío! Entró en el aparcamiento y buscó una plaza libre no demasiado lejos de la puerta de entrada de su solitaria habitación. El edificio del motel tenía forma de L, con una puerta y una ventana en cada habitación que daba al aparcamiento. La mayoría de las ventanas estaban a oscuras, con solo unos cuantos reflejos de luz visibles a través de las persianas corridas.

Apagó el motor y salió del coche; notó el aire fresco de la montaña mientras cerraba la puerta del coche y se encaminaba hacia la puerta de su habitación.

«Hogar, dulce hogar», pensó mientras el viento le azotaba el pelo y un raudo camión pasaba con estruendo. De nuevo tuvo la sensación de que estaba siendo observada, de que alguien estaba escondido entre las sombras con ojos vigilantes. Sintió un escalofrío y se dio la vuelta rápidamente, casi esperando que alguien saltara sobre ella de entre las sombras. Pero no apareció nadie.

Y aparte de algún ocasional coche que pasaba por el camino, la noche estaba tranquila y la niebla era densa. «¡Cálmate!», se dijo, pero antes de entrar en su habitación, echó un vistazo al aparcamiento. No vio nada amenazador. Reconoció la vieja Chevy Suburban del dueño y vio el azulado reflejo del televisor en la ventana de su oficina. El resto de los vehículos parecían estar vacíos.

Dio unos pasos hacia la puerta de su habitación y no oyó ninguna respiración acelerada ni pasos corriendo tras ella. Estaba sola. Nerviosa, pero sola.

Recordó el paquete que había recibido. La rata muerta con su cadena alrededor del cuello.

Recordó la habitación en el hotel Orion con su foto mutilada y manchada de sangre.

Pensó que los Polidon, Zach y la policía sabían dónde se alojaba.

Lentamente, con los nervios tensos como cuerdas de piano, colocó la llave en la cerradura y empujó la puerta. Crujió y golpeó contra la pared.

Entró y se acercó al interruptor de la luz.

Clic.

No pasó nada.

La habitación seguía tan oscura como la noche. Todos los pelos de los brazos se le pusieron de punta.

– ¿Qué está…?

Entonces lo oyó; y luego el sonido de una respiración acelerada, dificultosa. Se dio la vuelta, pero ya era demasiado tarde. Vio una sombra, una oscura figura que levantaba una mano. Se volvió hacia la derecha y algo duro golpeó contra su cabeza.

¡Crac!

Durante un instante el mundo se oscureció. Sintió un dolor profundo en el cráneo. Se le doblaron las rodillas y cayó contra el marco de la puerta. Intentó gritar, pero una mano le rodeaba la garganta, impidiéndole respirar, impidiéndole levantarse del suelo. Pateó y arañó, tratando de gritar, intentando luchar.

– Nunca aprenderás, ¿verdad, zorra? -dijo su atacante mientras Adria lanzaba un puñetazo en dirección a la sombra, sin alcanzar a nadie, e intentaba respirar sin conseguirlo, con los pulmones ardiendo. Solo vio el esbozo de una cara, escondida tras una máscara, cuando el atacante la golpeaba de nuevo en la cabeza-. Márchate antes de que sea demasiado tarde -le advirtió aquella voz, una voz que ella había oído antes, pensó ya sin fuerzas, antes de que el duro objeto la golpeara de nuevo.

Adría vio venir el golpe y levantó un brazo, mientras el atacante se movía soltando la mano que le rodeaba el cuello. Adria gritó y desplazó su cuerpo hacia un lado. El objeto golpeó contra la pared, aplastando parte del yeso, y luego se dirigió de nuevo hacia su cabeza. La habitación empezó a dar vueltas y ella casi perdió la consciencia, pero no antes de dejar escapar otro ronco y doloroso grito. Una mano enguantada le cubrió la boca y notó un aroma empalagosamente dulce que le llenaba las fosas nasales. Adria apretó los dientes con todas sus fuerzas.

El asaltante dejó escapar un chillido de dolor y se apartó. Adria estaba preparada. Se movió con rapidez y gritó pidiendo ayuda. ¡Casi había escapado! Se lanzó hacia la puerta como una loca y gritando, cuando por el rabillo del ojo lo vio venir de nuevo hacia ella. El mismo objeto oscuro le golpeó en la cara. Ella retrocedió rodeándose la cabeza con un brazo.

¡Zas!

Sintió un intenso dolor en el cráneo y pensó que iba a morir justo en el momento en que oyó el sonido distante y débil de una sirena rompiendo el silencio de la noche.

Luego oyó el apagado sonido de una puerta que se abría y una voz de hombre que gritaba:

– Eh, ¿qué está pasando ahí?

Su atacante se quedó quieto. Adria intentó sentarse en el suelo.

– ¡Socorro!

Una patada le dio en el pecho. Dolorida y aplastada, el dolor la hizo aovillarse, tratando de protegerse.

– ¡Maldita puta! -Respirando con dificultad y cojeando, el intruso se apartó de ella y salió con paso desigual por la puerta.

Adria tragó el metálico sabor de sangre que corría por su garganta, se incorporó y avanzó hacia el umbral. Solo con una mirada, nada más, estaba segura de que podría identificar al intruso. Era alguien con el que se había cruzado antes, pero el dolor que sentía en el cuerpo le impedía pensar con claridad y la vista empezaba a nublársele por los bordes, como si estuviera a punto de desmayarse. Intentó concentrarse, mantenerse consciente mientras su atacante desaparecía entre las sombras de los inmensos árboles que rodeaban el motel.

Intentó respirar profundamente mientras se agarraba a la puerta con fuerza y trataba de escrutar en la oscuridad de la noche. Vio las estrellas, las luces que centelleaban en la habitación de al lado, pero su atacante ya había desaparecido. «Maldita sea», pensó mientras escupía sangre en el suelo del porche. Intentó gritar de nuevo, pero ningún sonido salió de su boca.

Se abrió una segunda puerta, dos habitaciones más allá. La luz se derramó por el estrecho porche.

– Oiga, ¿está usted bien? -Una voz masculina. Desconocida. Inhaló una larga y dolorosa bocanada de aire.

Pasos. Crujido de gravilla. Corrían en su dirección. De nuevo la iba a patear. Ella se encogió. Un hombre apareció ante ella mientras la luz de la habitación se encendía. De repente sintió el estómago pesado y empezó a vomitar.

– ¡Oh, mierda! -dijo él, mirando la pequeña habitación antes de hincarse de rodillas-. No se mueva, señorita, está usted herida.

Ella miró hacia él, pero no pudo distinguir sus facciones y se volvió hacia la puerta abierta.

– ¡Marge! -gritó él con una voz que le atravesó el cerebro-. ¡Marge, despierta al encargado y llama al 911!

– ¿Qué? -una voz de mujer le chilló en respuesta, mientras se oían crujidos de puertas que se abrían y portazos que hacían vibrar los vidrios de las ventanas-. Usted quédese ahí tumbada, será mucho mejor.