Las voces se filtraban por la puerta abierta y atravesaban el dolorido cerebro de Adria.
– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó una voz de mujer.
– ¡Eh, cállense! ¡Hay gente aquí que intenta dormir! -Un hombre esta vez.
– Maldita sea, ¿qué es lo que pasa en la habitación número trece?
Un hombre joven- Mary, ven a ver eso, ¿quieres?
– Tú no te metas -Mary no parecía tener ganas de ayudar.
Adria parpadeó e intentó no perder el conocimiento. Había algo familiar en el atacante, conocido y horrible y… que atormentaba los límites de su escrupulosidad. ¿Qué era? ¿Quién era?
– Oiga, señora, no sé lo que ha pasado aquí, pero esto no tiene buena pinta -dijo el hombre que intentaba ayudarla.
Ella se llevó una mano a la parte de atrás de la cabeza y notó que tenía todo el pelo manchado de sangre. Gimiendo, se incorporó con los ojos entornados, tratando de acostumbrarse al brillo de la luz. Cuando consiguió abrir los ojos, el corazón se le heló de miedo. La habitación estaba completamente destruida. Las sillas rotas, el televisor hecho pedazos, las sábanas rasgadas y tiradas por el suelo, como si alguien se hubiera dejado llevar por una furia tan ciega, tan salvaje que necesitara destrozarlo todo para calmar su rabia. En el espejo que había sobre la mesa, escrito en letras mayúsculas con un lápiz de cera, había un mensaje sencillo y terrible: MUERTE A LA PUTA.
Y lo que aún era peor, sobre el desnudo colchón había unas bragas negras, las mismas que le habían robado; estaban trituradas, como si las hubieran destrozado con una cuchilla de afeitar.
– ¡Oh, Dios! -De repente se volvió a sentir enferma y la habitación empezó a dar vueltas de nuevo. Tenía un sabor asqueroso en la nariz y en la boca, e intentaba luchar contra la sobrecogedora sensación de que algo maligno todavía se escondía entre las cortinas o detrás de la cama.
– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó el hombre-. No… espere. Quédese ahí tumbada. No intente andar. Deje que la policía arregle esto.
Pasos. Gritos. Gente que se arremolinaba a su alrededor. Algunos intentaban ayudar, otros eran simples curiosos. Le dolía el cuerpo tanto que no le importaba nada.
– ¡Válgame Dios! ¿Has visto eso?
– ¿Ha llamado alguien a la maldita ambulancia?
– Sí, claro. Parece como si hubiera entrado un oso y arramblado con todo.
– Sí, claro. Y ahora los osos se dedican a destrozar ropa interior.
– Sujétese a mí, señorita. Marge… ¿el encargado…?
La luz de unos faros centellearon contra la ventana y unos pasos cruzaron corriendo la gravilla del aparcamiento.
– ¡Adria! -Ella oyó su voz, bramando entre la gente, una cuerda de salvamento a la que agarrarse para salir de allí.
«¡Zachary!» Las lágrimas llenaron sus ojos mientras intentaba ponerse de pie.
– ¡Usted quédese tumbada! -le ordenó una voz.
Zachary se abrió paso entre la gente que se empezaba a acumular ante la puerta y la cogió entre los brazos.
– ¡Adria! ¡Oh, Dios, Adria! -dijo él, abrazándola como si así la pudiera defender, como si el calor de su cuerpo pudiera mantener alejado el miedo, el dolor. Abrazándose a él, notó los horribles sollozos que empezaban a abrirse paso por su garganta mientras empezaba a sentirse aliviada. Estaba con Zach y a salvo. A salvo.
– Oiga, usted, creo que es mejor que no la toque -le advirtió el hombre-. Deje que la vean los enfermeros, ya están en camino. Está sangrando, hombre, por no decirle que… eh, ¿es usted amigo suyo?
– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -chilló el encargado, dirigiendo a Adria solo una somera mirada-. ¿Quién ha hecho esto? ¡Por Dios bendito, menudo estropicio!
– ¿Ha llamado alguien a la policía? -preguntó Zach. -He llamado al 911, estarán al llegar -dijo el encargado, un hombre bajo y calvo, vestido con pantalones cortos y camiseta de pijama, quien maldijo al ver el desastre-. La compañía de seguros se va a cagar cuando vea esto.
– No se preocupe por eso. -Zach besó a Adria en la frente y la cogió con sus fornidos brazos-. Te pondrás bien -le dijo como si quisiera convencerse a sí mismo. Ella se estremeció y él la apretó más fuerte contra su pecho-. Te vas a poner bien. En un principio ella no le creyó. Y también dudo de que él lo creyera.
«Has fallado.»
«Has fallado.»
«Deberías haber matado a esa puta ahora que tenías la oportunidad. Pero sigue viva, pretendiendo que es London, volviendo de nuevo con la vieja historia.»
Quien había atacado a Adria vio su reflejo en el espejo que estaba sobre el lavabo de la habitación de su hotel. El plan le había fallado. Porque Adria era más fuerte de lo que esperaba. ¡No se asustaba con facilidad y ahora, por lo que parecía, tampoco iba a morir con facilidad!
«Puede que sea London.»
«Quizá lo demuestre y entonces se descubrirá toda la historia.»
«Ahora que ha sido atacada, la policía podría sospechar de la muerte de Kat, y la idea del suicidio podía ser puesta en duda.»
La sangre podía limpiarse, pero los recuerdos no, y el recuerdo de London Danvers quizá no muriera jamás. Así había sido durante los malditos años en que las dos, ella y su madre, habían sido elevadas a una especie de santidad. Con esa idea, la angustia se hizo nido en el cerebro de quien había asesinado a Katherine, un dolor tan fuerte que llegaba a herir más profundamente que las heridas físicas que le había infligido Adria Nash.
«Generalmente se canoniza a los santos después de muertos.»
«¡Pero no te fíes! Ten cuidado con Adria Nash.»
«¡No dejes que se te vuelva a escapar!»
Tenía todos los músculos del cuerpo entumecidos y le dolía horriblemente la cabeza, a pesar de los analgésicos que le había dado el médico. Adria miraba a través de la ventanilla del acompañante del jeep de Zach e intentaba no pensar en las últimas horas. Pero las escenas de la sala de urgencias seguían dando vueltas por su mente, mientras que la letanía de preguntas a las que había tenido que responder -primero al equipo de emergencia, luego a las enfermeras y al final a la policía- seguían invadiendo su mente. Estaba terriblemente cansada, pero imaginaba que no sería capaz de dormir.
– ¿Tiene alguna idea de quién pudo hacerle esto?
– Usted es la mujer que afirma ser London Danvers, ¿no es así?
– ¿ Es usted alérgica a algún medicamento?
– ¿Pudo verle la cara a su asaltante o alguna marca que pueda identificarlo?
– ¿Tiene usted algún seguro médico?
– ¿Ha presentado alguna denuncia en el Departamento de Policía de Portland por anteriores ataques? ¿Cuál es el nombre del detective que se hizo cargo del caso?
– ¿Le duele aquí?
– ¿Puede decirme a qué hora salió del restaurante y a qué hora llegó al motel?
– ¿Este hombre es su marido?
Adria cerró los ojos. La noche la rodeaba como un remolino, y parecía que la policía estaba de acuerdo con ella en que podía estar envuelto en el asunto algún miembro de la familia Danvers, aunque también se había especulado que se tratara de algún tipo chalado, alguien que hubiera estado siguiendo durante años la historia de London Danvers.
Adria había intentado responder a todas las preguntas que le habían hecho. Había conseguido contestar con una débil sonrisa a las bromas de los detectives, pero cuando el médico de urgencias los había dejado marchar, y Zach la había llevado hasta el coche envuelta en una manta, ella se había hundido. A pesar de que no tenía ningún hueso roto y había conseguido parar buena parte de los golpes, tenía todo el cuerpo dolorido.
La mayor parte del camino de vuelta al hotel lo habían pasado en silencio, envueltos cada uno de ellos en sus respectivos pensamientos, hasta que Zach giró la última curva hacia el Fir Glen Motel y vio allí a los periodistas.