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– La policía ya ha estado aquí, haciendo preguntas; y ¿a que no adivinas de quién he recibido una llamada? ¿Recuerdas a Jack Logan, el capitán de la policía hoy retirado? Era sargento detective cuando secuestraron a la pequeña de los Danvers. Parece ser que aún sigue trabajando para la familia Danvers y está más que contento de empezar a investigarnos de nuevo -dijo Anthony, dejando escapar un profundo suspiro.

Mario parecía sereno. No mostraba signos exteriores de remordimientos.

– ¿Cómo voy a saber yo quién la atacó? Por Dios, papá, ¡no tengo ni idea! ¿Cómo iba a saberlo? -Sus oscuras cejas se alzaron-. ¡No rne digas que uno de tus hombres está detrás de esto!

– ¡Por supuesto que no! -contestó Anthony y sintió un punzante dolor en el pecho, el mismo que sentía siempre que se veía sometido a un gran estrés. Respiró profundamente, tratando de calmarse, e ignoró la irritante molestia-. Estamos negociando con ella, ¿no es así?

El labio superior de Mario sobresalió pensativamente y luego negó con la cabeza.

– Aparentemente no. Afirma no estar interesada.

– Pero lo estará, si sabemos hacerle ver que merece la pena. -Anthony estaba seguro de sí mismo. Ya había jugado antes a ese juego. Muchas veces. Y siempre había ganado-. Pero debemos actuar con precaución -dijo, gesticulando con las manos-. Tenemos que poner de nuestra parte un poco de decoro, y ser cautos y pacientes para no pillarnos los dedos.

– ¿Adonde quieres llegar? Ella ya sabe lo que queremos. Tú mismo le dijiste que estabas interesado en el hotel. Yo no me he pillado los dedos.

– ¿No?

Echaron a andar por el camino que conducía desde el jardín de rosas hasta la parte de atrás de la casa. Mario mantuvo la puerta abierta para que pasara su padre, quien -ahora que se había calmado y ya podía respirar mejor- subió por la escalera. Se sentó en su butaca habitual, echó un poco de azúcar en su café y lanzó la edición matinal del Oregonian sobre el plato de Mario. El periódico aterrizó doblado encima de las rodajas de pomelo cuidadosamente peladas.

– ¡Pero qué…!

Mario se calló cuando vio la foto de un motel barato y al lado una pequeña fotografía de Adria. Incluso en blanco y negro era hermosa; las oscuras líneas de su rostro y sus enormes ojos le hicieron recordar que la deseaba.

– ¡Léelo! -le ordenó Anthony mientras golpeaba la servilleta sobre su regazo y esperaba impaciente a que la camarera le trajera el zumo y el café-. Encontrarás tu nombre en el tercer párrafo, creo. Una tal detective Stanton vendrá esta mañana para tomarte declaración. Pertenece al Departamento de Policía de Portland y está encargada del caso, porque la señorita Nash parece haber recibido ya varios anónimos desagradables. -Removió el café con la cucharilla.

Los ojos de Mario se convirtieron en una delgada línea de desaprobación mientras leía el artículo y se daba cuenta de que él había sido la última persona que había estado con Adria antes de que fuera asaltada.

– Esto no es más que una suposición bien fundamentada -dijo Anthony, sacando la cucharilla y acercándose la taza de café a los labios-. Pero creo que es probable que aparezcas también en las noticias de la tele de la mañana.

La cocinera depositó silenciosamente una cesta con bollos en la mesa y luego volvió a retirarse a la cocina.

– De ahora en adelante, hijo -le sugirió Anthony mientras tomaba un bollo de harina integral-, mantenme informado cuando pienses ver a la señorita Nash. -Partió el bollo por la mitad y lo untó con una buena cantidad de mantequilla-. Me gustaría poder hacer algo para evitarte a ti y a la familia un montón de problemas.

Zach caminaba de un lado al otro del estudio estirando el cable del teléfono hasta sus límites. Maldecía entre dientes y estuvo a punto de lanzar el auricular contra el suelo.

– Si pudiera hacerle una entrevista a la señorita Nash, cuando a ella le vaya bien… -insistía Ellen Rigley. Era una periodista agresiva, que no parecía entender el significado de la palabra no. Zach miró a través de la ventana hacia las hectáreas de terreno del rancho, que se extendía tanto como la vista podía alcanzar. Pero no tenía suficiente tierra. No lo bastante para esconder a Adria.

– Estoy seguro de que ella querrá contar su versión de los hechos…

Zach se mantuvo firme y se puso a mirar la primera página del periódico de la mañana, que descansaba sobre su escritorio. La foto de Adria estaba en la portada, al lado de las fotografías de Witt, Kat y London. Los titulares eran gruesos y negros y parecían gritar:

LA MUJER QUE AFIRMA SER LA HEREDERA DE LOS DANVERS ES ATACADA.

La prensa no había tardado demasiado en reaccionar. No hacía más de dos días que estaban en el rancho y aquello ya parecía una casa de locos.

A Zach le parecía como si estuviera andando sobre arenas movedizas. Cuanto más rápido se movía, cuanto más deprisa intentaba avanzar, más y más se hundía en la arena, hasta que sentía que empezaba a asfixiarse y no tenía escapatoria. No había manera de salvar a Adria.

«Bravo», pensó sarcásticamente. Estar tan cerca de Adria y mantener sus manos lejos de ella era el infierno; intentar evitar que la mataran se estaba convirtiendo en una misión casi imposible. Ella ya había hablado de volver a Portland, por el amor de Dios, cuando todavía no se le habían curado los golpes en la cabeza y sus heridas todavía no habían cicatrizado.

La voz femenina de aquella mujer tan pesada no dejaba de insistir:

– … yo puedo volar esta misma tarde, o mañana por la mañana, para encontrarme con ella en el rancho y…

– Ya le he dicho que la señorita Nash no tiene ninguna declaración que hacer. -Zach ya había tenido bastante.

– Necesito hablar con ella, señor Danvers. -Obviamente, ella estaba intentando intimidarle-. Adria aparece afirmando que es London Danvers y luego es atacada en un motel alejado de la ciudad por una persona desconocida. El Post desearía hacerle una entrevista para que pudiera contarnos su versión de la historia…

Zach colgó el aparato de un golpe y pulsó el botón para poner en marcha el contestador automático. Estaba harto de periodistas, de policías y de todo aquello. El teléfono volvió a sonar de inmediato y Zach, ignorando el impaciente timbre, tiró las llaves sobre el mostrador.

Había regresado a la casa del rancho después de pasar tres infructuosas horas en la oficina. Una horda de reporteros habían mantenido ocupada a Terry al teléfono y en persona, bebiendo y quejándose de su café, y esperando a que Zach hiciera alguna declaración. Les había hecho una -no apta para ser publicada- y la mayoría de los periodistas habían captado la indirecta, y se habían marchado de allí, golpeando la puerta al salir y con el rabo entre las piernas. Pero un par de tipos fornidos y espabilados habían seguido insistiendo, esperando que se diera por vencido y les ofreciera algo diferente a lo que habían dicho todos lbs periódicos de la nación.

Zach había abandonado la expectativa de poder trabajar y había dicho a Terry que cerraría la oficina durante el resto de la semana. Había metido unos cuantos papeles y un par de proyectos en su maletín, había cerrado la puerta de la oficina y había conducido su Cherokee como un loco hasta el rancho, hasta el ojo del huracán. Debería haber desconectado todos los teléfonos de la casa, pero quería estar en contacto con el sheriff de Clackamas y con la policía de Portland. Y además estaba esperando el informe de Sweeny. A Zach se le hizo un nudo en el estómago solo de pensar en él. Habían pasado dos días desde hablara con aquel baboso investigador privado y, según decía Jason, todavía no había dado señales de vida.