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Yo era un irritable zopenco en aquel entonces, debo reconocerlo, pero no voy a disculparme. Era como era, el producto de la gente y los lugares de donde procedía, y no tiene ningún sentido lamentarse de ello ahora. Lo que más me impresiona de aquellos primeros meses es la paciencia que tuvieron conmigo, lo bien que parecían comprenderme y tolerar mis travesuras. Me escapé cuatro veces aquel primer invierno, y en una de ellas llegué hasta Wichita, y cada vez me recogieron sin hacerme preguntas. Yo estaba apenas un pelo por encima de la nada, una molécula o dos por encima del punto de desvanecimiento de lo que constituye un ser humano, y, puesto que el maestro consideraba que mi alma no era más elevada que la de un animal, allí es donde me hizo empezar: en el establo con los animales.

A pesar de lo mucho que detestaba aquellas gallinas y cerdos, prefería su compañía a la de la gente. Me resultaba difícil decidir a quién odiaba más, y todos los días reordenaba mis animosidades. Madre Sue y Aesop recibían su parte de mi desprecio interno, pero al final era el maestro el que provocaba mi máxima ira y resentimiento. Él era el truhán que me había engañado para que fuese allí, y si había que culpar a alguien por el apuro en el que me encontraba, el principal culpable era él. Lo que más me molestaba era su sarcasmo, las agudezas e insultos que me lanzaba constantemente, la forma en que me acosaba y perseguía sin ningún motivo excepto el de demostrar lo poco que yo valía. Con los otros dos siempre era cortés, un modelo de corrección, pero raras veces desperdiciaba una oportunidad de decir algo malévolo respecto a mí. La cosa comenzó la primera mañana y a partir de entonces no cesó nunca. Al poco tiempo me di cuenta de que no era mejor que el tío Slim. Aunque no me azotara como hacia éste, las palabras del maestro tenían fuerza y hacían tanto daño como un golpe en la cabeza.

– Bueno, mi golfillo de finas plumas -me dijo aquella primera mañana-, dame un informe confidencial de lo que sabes sobre las tres erres.

– ¿Tres? -dije, optando por la réplica rápida e ingeniosa-. Yo no tengo más que un culo y lo uso siempre que me siento. Igual que todo el mundo [1].

– Me refiero a la escuela, desgraciado. ¿Has puesto alguna vez el pie en un aula? Y, de ser así, ¿qué has aprendido allí?

– No necesito ninguna escuela para aprender. Tengo cosas mejores que hacer con mi tiempo.

– Excelente. Has hablado como un estudioso. Pero sé más específico. ¿Qué hay del abecedario? ¿Sabes escribir las letras del abecedario?

– Algunas de ellas. Las que sirven a mi propósito. Las otras no me importan. Sólo me fastidian. Así que no me preocupo por ellas.

– Y ¿cuáles son las que sirven a tu propósito?

– Bueno, veamos. Está la A, ésa me gusta, y la W. Luego está la comosellame, la L, y la E, y la R, y la que parece una cruz. La T. Esas letras son mis amigas, y el resto se pueden ir a hacer puñetas.

– Así que sabes escribir tu nombre.

– Eso es lo que le estoy diciendo, jefe. Sé escribir mi nombre, sé contar hasta donde haga falta y sé que el sol es una estrella en el cielo. También sé que los libros son para las niñas y los mariquitas, y si usted está planeando enseñarme algo que venga en los libros, podemos anular nuestro acuerdo ahora mismo.

– No te enfades, muchacho. Lo que acabas de decirme es música en mis oídos. Cuanto más tonto seas, mejor para los dos. Así hay menos que deshacer y eso nos ahorrará mucho tiempo.

– Y ¿qué me dice de las lecciones de vuelo? ¿Cuándo las empezamos?

– Ya las hemos empezado. A partir de ahora todo lo que hagamos estará relacionado con tu entrenamiento. Eso no siempre te parecerá evidente, así que intenta recordarlo. Si no lo olvidas, podrás aguantar cuando el camino se vuelva duro. Nos estamos embarcando en un largo viaje, hijo, y la primera cosa que tengo que hacer es quebrar tu voluntad. Me gustaría que pudiera ser de otra manera, pero no es posible. Considerando la inmundicia de donde vienes, no debería ser una tarea demasiado difícil.

Así que yo pasaba mis días apaleando estiércol en el establo, congelándome como un carámbano, mientras los demás estaban cómodos y calentitos dentro de la casa. Madre Sue se ocupaba de cocinar y hacer las tareas domésticas, Aesop haraganeaba en el sofá leyendo libros y el maestro Yehudi no hacía nada en absoluto. Su principal ocupación parecía consistir en estar sentado en una silla de madera de respaldo recto mirando por la ventana desde que el sol salía hasta que se ponía. Exceptuando sus conversaciones con Aesop, eso fue lo único que le vi hacer hasta la primavera. A veces les escuchaba cuando hablaban, pero nunca pude entender lo que decían. Utilizaban tantas palabras complicadas que era como si se comunicaran en su propia jerga privada. Más adelante, cuando me adapté un poco más al ritmo de las cosas, me enteré de que estaban estudiando. El maestro Yehudi había asumido la responsabilidad de educar a Aesop en las artes liberales, y los libros que leían trataban de muchos temas diferentes: historia, ciencias, literatura, matemáticas, latín, francés, etcétera. Tenía su proyecto de enseñarme a volar, pero también estaba decidido a convertir a Aesop en un estudioso, y por lo que yo podía ver, ese segundo proyecto le importaba mucho más que el mío. El maestro me lo expuso así una mañana poco después de mi llegada:

– Él estaba en una situación aún peor que la tuya, enano. Cuando le encontré hace doce años iba arrastrándose por un campo de algodón en Georgia vestido con harapos. No comía desde hacía dos días, y su madre, que no era más que una niña, estaba muerta a causa de la tuberculosis en su choza a veinte kilómetros de allí. Ésa era la distancia que el niño había recorrido desde su casa. Deliraba a causa del hambre, y si yo no le hubiera encontrado por casualidad en ese momento, cualquiera sabe lo que le habría sucedido. Puede que su cuerpo esté contorsionado y tenga una forma trágica, pero su mente es un instrumento glorioso, y ya me ha sobrepasado en la mayoría de los campos. Mi plan es mandarle a la universidad dentro de tres años. Allí podrá continuar sus estudios, y una vez que se licencie y salga al mundo, se convertirá en un líder de su raza, un deslumbrante ejemplo para todos los negros pisoteados de este país violento e hipócrita.

No pude entender ni una palabra de lo que el maestro estaba diciendo, pero el amor que habla en su voz me quemó y se grabó en mi mente. A pesar de toda mi estupidez, eso lo pude comprender. Amaba a Aesop como si fuera su propio hijo, y yo no era mejor que un chucho, un animal de raza indefinida al que escupir y dejar bajo la lluvia.

Madre Sue era mi compañera en la ignorancia, analfabeta y holgazana como yo, y aunque esto podría haber contribuido a crear un vinculo entre nosotros, no ocurrió así. No había ninguna hostilidad manifiesta en ella, pero al mismo tiempo me daba repeluznos, y creo que tardé más en acostumbrarme a su rareza que a la de los otros dos, a los cuales tampoco se les podía llamar normales. Incluso sin las mantas envolviendo su cuerpo y sin el sombrero cubriendo su cabeza, yo tenía dificultad para determinar a qué sexo pertenecía. Esto me resultaba perturbador, e incluso después de que la vislumbré desnuda a través del ojo de la cerradura de su puerta y vi con mis propios ojos que poseía un par de tetas y que no había ningún miembro colgando de su matorral, aún no quedé plenamente convencido. Sus manos eran fuertes como las de un hombre, tenía los hombros anchos y músculos abultados en los brazos, y exceptuando cuando me dirigía una de sus infrecuentes y hermosas sonrisas, su cara era tan remota e inexpresiva como un bloque de madera. Quizá fuera esto lo que más me inquietaba de ella: su silencio, la forma en que parecía mirar a través de mí, como si yo no estuviera allí. En el orden jerárquico de la casa yo estaba directamente debajo de ella, lo cual significaba que tenía más tratos con madre Sue que con ningún otro. Ella era la que me asignaba las tareas y me vigilaba, la que se aseguraba de que me lavara la cara y me cepillara los dientes antes de acostarme, y sin embargo, a pesar de todas las horas que pasaba en su compañía, hacía que me sintiera más solo que si hubiese estado verdaderamente solo. Una sensación de vacío se insinuaba en mis tripas cada vez que ella estaba cerca, como si su mera presencia fuera a hacer que me encogiese. No importaba cómo me comportase. Podía brincar o estarme quieto, podía vociferar o quedarme callado, el resultado no variaba nunca. Madre Sue era una pared, y cada vez que yo me aproximaba a esa pared me convertía en una bocanada de humo, una diminuta nube de cenizas esparcidas al viento.

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[1] Aquí hay un juego de palabras imposible de traducir. Las tres erres son rea-ding, (w)riting, (a)rithmetic: lectura, escritura y aritmética. Erres se pronuncia en inglés igual que arse, que significa culo. (N. de la T.)