Sarah se había prometido con Hugo al final de la universidad, pero la relación no funcionó, no estaban tan compenetrados como pensaban. Maureen conoció a Hugo de pasada el día que había ido a Glasgow para el baile de graduación. Tenía los labios gruesos, era muy caprichoso y siempre llevaba una camiseta de rugby. No parecía muy interesado en Sarah, y mucho menos enamorado, y Maureen se alegraba de que no se hubiera casado con él. De todos modos, Sarah consiguió el trabajo de sus sueños en una casa de subastas, trabajaba mucho, la habían ascendido y le daban buenos encargos. Era genial y como tenía la casa, no tenía que preocuparse por el dinero. Verás, conocía a todo el mundo en el barrio, así que ya tenía un pequeño círculo de amigos. Y la gente de por allí era tan simpática. Siempre salían por ahí. Las mentiras de Sarah eran tan buenas y alegres que a Maureen le dio pena. Era una buena mujer, y Maureen deseaba que le hubiera pasado algo bueno, sin embargo la casa grande era muy fría y Sarah no tenía brillo, parecía necesitada.
– Bueno -dijo Sarah, bebiéndose el té y dejando en la taza la mayor parte del pintalabios que se acababa de poner-, vamonos. ¿Adonde vas?
Maureen le dijo que iba a Brixton. Sarah frunció el ceño cuando oyó el nombre de la zona. Dijo que no iba en aquella dirección, pero que Maureen podía ir directamente en tren si lo cogía en la estación que estaba al pie de la colina, e insistió en que la llevaría en coche hasta la estación. La estación estaba a unos trescientos metros. Maureen se preguntó por qué accedió a que se quedara en su casa. Simplemente, podía haber dicho que no.
– Sarah -mintió Maureen-, eres una buena amiga.
Joe McEwan se reclinó en su silla y encendió el quinto cigarro de la mañana. Volvía a pensar en ella. Cuanto más intentaba evitarlo, más pensaba en ella. Su madre había muerto hacía un mes y él sabía que lo estaba llevando muy mal, perdía los nervios, trabajaba demasiado, había vuelto a fumar. En cualquier momento que se relajaba un poco o apartaba la mente del trabajo el tiempo que fuera, Patsy estaba ahí, esperándolo, sus manos, su voz, sus ojos. Había estado en casa, sentado, solo y lloroso, revolviendo entre los papeles de ella la noche anterior a la llamada sobre Hutton. Era exactamente lo que necesitaba: una gran investigación con repercusión en toda la ciudad.
Habían matado a Hutton por traficar por cuenta propia. Era uno de los de la nueva generación, que se abría camino hasta lo más alto del negocio, uno de los peores efectos secundarios de la Operación Nogo. El éxito de la operación fue una bendición a medias. Hizo subir los precios y los beneficios, convirtió a hombres que ya eran violentos en animales, lo que significó más yonquis muertos en los lavabos de los centros comerciales. A medida que los nuevos traficantes sustituían a los antiguos, vendían heroína casi pura a los primeros clientes para que corriera la voz de que pasaban droga buena. Una sobredosis hizo que los clientes se acumularan delante de la puerta de los traficantes, como si fuera una campaña publicitaria. Sin embargo, el antiguo poder todavía estaba peleando por el control, y la naturaleza de las heridas de Hutton significaban un aviso para los otros aspirantes a empresarios.
McEwan conocía a Hutton. Lo había visto en los tribunales unos años atrás, cuando había apalizado a su vecino. El Sheriff le preguntó por qué lo llamaban «Bananas», y sus ojos mojados de yonqui recorrieron toda la sala.
– Me gustan los plátanos -dijo, y el público rió-. Podría comer plátanos todo el día.
Intentó relacionar cada respuesta con su supuesto amor por la fruta, haciendo bromas, de cara a la galería, poniendo nervioso al Sheriff y haciendo que el jurado centrara su atención en su estado mental confuso. Era como si el público de la sala fuera quien tuviera que dictar sentencia.
Un golpe repentino en la puerta anunció la primera visita del día del inspector Inness. Inness había sufrido las consecuencias del reciente humor de McEwan. Sabía que hacía mal, sabía que no debería permitirse ese lujo, pero encontraba a Inness de lo más molesto. Y cuanto más lo intimidaba, más le hacía Inness la pelota.
– Señor -dijo, entrando en la oficina con un papel en la mano. Inness siempre llevaba papeles en las manos, como si su madre le hubiera dado permiso para entrar en el cuerpo de la policía. Era objeto de bromas continuas en la comisaría. Cuando no estaba de servicio y no llevaba un papel, llevaba una bolsa de plástico-. El inspector y la detective de Londres están abajo. ¿Aún quiere que me encargue yo de esto?
– Sí, yo me quedaré sentado. Llévelos a la sala de conferencias número dos, por favor -dijo McEwan, empezando el día como cada día, intentando no meterse con él.
Inness les indicó que entraran y el inspector Williams y la detective Bunyan se sentaron sin que se lo indicaran. Williams era un hombre regordete, calvo y con unas pequeñas gafas doradas. Bunyan era una mujercita preciosa, menuda y delgada con el pelo rubio y corto y llevaba los labios pintados de un color muy discreto. Llevaban trajes oscuros, él pantalones y ella una falda que le llegaba por las rodillas, que McEwan no aprobó en absoluto. Si hubieran venido de cualquier otra región, ni siquiera se hubiera molestado en estar presente, pero venían de Londres y quería hacerles saber que estaban en su territorio.
– En primer lugar, gracias por su colaboración, señor -dijo Williams, y McEwan reconoció su acento-. Nos ha sido de gran ayuda.
– ¿Es de la zona sur? -preguntó McEwan.
– Sí -dijo Williams, y sonrió-. Mi padre era policía. Govan, del sesenta y dos hasta el setenta y nueve.
– ¿Por qué está en la policía de Londres?
– Una forma de rebelión -dijo, y McEwan le devolvió la sonrisa. La policía de Londres no despertaba muchas simpatías entre los departamentos de policía regionales. Los consideraban arrogantes y vagos. Al padre de Williams no le hubiera hecho mucha gracia.
– ¿Se ha quedado con su familia esta noche?
– No, ya no viven aquí. Nos quedamos en un hostal en Battlefields.
– Eso queda un poco lejos.
– Ya, pero es acogedor.
– Sí. -McEwan le indicó a Inness que podía empezar la reunión.
Inness ojeó las notas que tenía.
– No hay mucha información sobre la fallecida -dijo-, así que no sé en qué podemos ayudarles. Interrogamos al marido cuando se denunció la desaparición, y dijo que no la había visto desde noviembre. Las observaciones dicen que es un hombre tranquilo, muy preocupado por la seguridad de su mujer. La zona donde vive no está mal, es pobre pero no es una mala zona.
– ¿Quién es el principal sospechoso? -preguntó McEwan.
Un poco molesto por la intrusión, Williams se irguió.
– Bueno -dijo-, el marido ya la había apalizado antes, pero no podemos demostrar que estuviera en Londres y todavía no hemos podido interrogarle.
– ¿No fueron a su casa ayer por la noche?
– Sí -interrumpió Bunyan-, pero no pudimos interrogarle porque no se lo había dicho a sus hijos.
McEwan ignoró a la mujer de la minifalda y siguió mirando a Williams, contestándole a él como si fuera el hombre el que le había hecho la pregunta.
– ¿No les había dicho que había desaparecido?
– No les había dicho que está muerta -dijo Williams, levantando las cejas.
McEwan inclinó la cabeza hacia un lado y suspiró.