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Levantó la mirada hacia ella y relajó la barbilla en lo que pareció una sonrisa educada.

– ¿Está bien? -preguntó Bunyan, ahora que podía ser amable sin contradecir a Williams porque estaban los dos solos.

Harris respiró y asintió.

– Los niños estarán bien, ya lo sabe.

Harris volvió a asentir, nervioso, y dio otra calada al cigarro.

– Tiene suerte con su familia -dijo ella-. Yo no sé si hubiera encontrado a nadie de mi familia dispuesto a quedarse en casa un viernes por la noche para cuidar a mi hija.

Harris soltó el humo.

– ¿Tiene hijos?

– Sí. Una niña. Tiene tres años. Se llama Angie.

Harris se ablandó.

– Un nombre bonito. Mi mujer -hizo un gesto indicando el pasado y dio una calada al cigarro- quería una niña. Tuvimos cuatro hijos porque ella quería una niña.

– A mí ahora me gustaría un niño.

– Los niños son más difíciles. No son tan obedientes como las niñas.

Bunyan se rió y se reclinó en la silla.

– No ha tenido una hija, ¿verdad? Son terribles. Cualquier cosa que les digas, la hacen al revés. Igual que cuando crecemos.

Harris sonrió y enseñó sus pequeños y feos dientes, pero Bunyan no se dio cuenta. Estaba mirándolo a los ojos. Solo, con cuatro hijos y sin un penique. Dios. La cara de Harris se volvió sombría de repente y miró la grabadora.

– ¿Me promete que mantendrá a los asistentes sociales lejos de mis hijos?

– No puedo prometérselo, señor Harris, pero lo intentaré.

Harris, tembloroso, respiró hondo y apoyó los codos en la mesa, sujetándose la cabeza entre las manos.

– Estaba en Londres -dijo hacia la superficie de la mesa-. Alguien pasó un billete por debajo de la puerta y fui a Londres en avión sólo durante un día.

Sorprendida por esa información vital, Bunyan se olvidó de los formalismos.

– ¿Quién haría eso? -susurró.

– No lo sé. Pero creo que es mejor que se lo diga yo, porque si no lo hago yo lo harán ellos.

Kilty tenía razón sobre Argyle. Era una calle corta y estrecha pero el edificio de ladrillo amarillos estaba sucio y menos cuidado que Dumbarton Court. Maureen miró por el panel de cristal de la puerta del bloque seis y supo que no quería entrar allí. La escalera estaba llena de latas de refrescos quemadas, colillas y bolsas de patatas fritas vacías. Al pie del tramo de escaleras había lo que Maureen esperaba que fuera una cagada de perro. Escuchó a alguien que bajaba despacio las escaleras, daba pasos inseguros e irregulares. Se alejó de la puerta y cruzó la calle, se quedó en la parada del autobús, atenta. Se abrió la puerta y salió una mujer delgada, tambaleándose al andar, con los ojos brillantes como cristales y preocupados. Llevaba una sudadera con la frase viva las vegas grabada con unas letras de aspecto gomoso, de aquellas que se borran si se lavan con agua caliente. Se dirigió hacia la colina, recobrando el equilibrio apoyándose en la pared de la parada del autobús. No parecía más capaz de cuidar de sí misma que Maureen. Maureen, con cautela, se aproximó a la entrada y subió al segundo piso, recordándose que sólo se trataba del camarero aburrido y que lo único a lo que debía temer eran a las largas pausas.

No había ninguna alfombrilla de bienvenida delante de la puerta del apartamento 2/1. La puerta estaba blindada con hojas de metal atornilladas a la madera y había una puerta protectora, construida con hierro forjado como el de las haciendas de los años setenta, que sobresalía de la pared unos diez centímetros. La mirilla, grande y tridimensional, como una canica, estaba incrustada en la puerta de modo que, desde el interior del piso, se pudiera ver el descansillo de las escaleras y todos y cada uno de los oscuros rincones del rellano. El timbre estaba perforado en la pared. Lo apretó y retrocedió, esperando a que alguien contestara.

– ¿Quién es? -Era una voz de hombre, escocés, y sonaba nervioso.

Maureen esperaba que fuera el camarero.

– He recibido un mensaje que me citaba aquí.

– ¿De quién?

– En mi busca.

Se abrieron, crujieron y se deslizaron cuatro o cinco cerrojos de distintas clases. Se abrió la puerta con la cadena puesta. El ojo del hombre la miró, de arriba a bajo, mirando detrás de ella. Cerró la puerta, quitó la cadena y abrió la puerta, quitando las barras, haciéndole señales para que entrara mientras vigilaba las escaleras de reojo. Era blanco y tenía unos cuarenta años, tenía una cicatriz con relieve de un cuchillazo en la mejilla izquierda. La piel se había contraído mientras la herida se curaba, dejando la piel flácida y hacia dentro. Tenía otra cuchillada más antigua y limpia que empezaba en la piel suave de alrededor del ojo izquierdo, cruzaba la mejilla y acababa en una espiral muy artística en la punta de la nariz. Las cuchilladas en la cara son habituales entre las bandas escocesas, para dar una lección a alguien o marcar al enemigo. No era extraño que estuviera nervioso. No era extraño que se hubiera marchado de Glasgow.

– Entre -susurró, agitando su mano con urgencia, haciéndola entrar.

Maureen no quería entrar. No le gustaban las barras en la puerta ni las escaleras sucias ni los cerrojos.

– ¿Quién es usted? -dijo ella, cruzándose de brazos y descansando todo el peso en una sola pierna, haciéndole saber que no iba a moverse de allí.

– Tam Parlain -dijo, y la señaló-. Es de Glasgow, ¿verdad?

– Sí.

– Habrá oído hablar de mi familia.

– No -dijo Maureen-. Lo siento, no los conozco.

Tam Parlain todavía estaba mirando hacia las escaleras.

– Venga ya -dijo-. Seguro que ha oído hablar de los Parlain, de Paisley.

– Pues no, lo siento. ¿Por qué tendría que conocerlos?

Él la miró con cara de decepcionado.

– Bueno -dijo, en tono modesto-, salimos mucho en las noticias.

Sonrió y la cicatriz de la mejilla se le arrugó, convirtiendo la piel en un pezón. Se acordó de cómo le quedaba la cara y dejó de reír. Maureen se imaginó que los Parlain no cultivaban calabazas gigantes.

– Entre -dijo-. No puedo tener la puerta abierta.

– ¿Por qué?

– Unos tíos me están buscando.

– ¿Sabe algo de Ann?

– ¿Ann? ¿La pobre chica que encontraron? Sí, entre.

Maureen estaba recelosa e insegura, pero se acordó de Kilty y apretó el peine para apuñalar que llevaba en el bolsillo. Entró sigilosamente por el escaso hueco de veinte centímetros que Parlain había abierto la puerta. El cerró la puerta y Maureen observó cómo volvía a echar todos los cerrojos. Intentó recordar el orden y la mecánica de cada uno pero para cuando entró en el salón ya se había olvidado del segundo y del tercero.

El salón era un rectángulo con una cocina empotrada al fondo y una barra de desayunos americana. Los armarios con estantes de la cocina no estaban bien encajados y faltaban algunas puertas. Los armarios estaban vacíos. Junto a la pared había un sofá barroco de piel verde oscuro con grandes almohadones y, a un lado, una mesita de té que habían limpiado hacía poco y todavía estaba mojada. La habitación estaba ridiculamente limpia. Las paredes estaban pintadas de color blanco deslumbrante. No había ninguna alfombra, sólo unos grandes e inmaculados cuadrados de cartón madera, pintados de negro. La ventana panorámica tenía barrotes por la parte interior.