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Connie Willis

Muerte en el Nilo

Capítulo 1

Preparativos para el Viaje: Qué Llevar

—“Para los antiguos egipcios” —lee Zoe— “la muerte era un país ubicado al oeste…” —el avión pega un salto— “…ubicado al oeste, a donde viajaba la persona fallecida”.

Estamos en un avión, rumbo a Egipto. El vuelo es tan tumultuoso que las azafatas se han atado a los asientos vacíos que tenían más cerca y parecen asustadas, y los demás estamos mirando por las ventanillas, sumidos en el silencio. Excepto Zoe, del otro lado del pasillo, que está leyendo en voz alta una guía de viaje.

Es la guía “Egipto Fácil”, de Fulano o Zutano. En el bolsillo del asiento, delante de ella, tiene “El Cairo” de Fodor y la “Guía de Excursiones a los Tesoros Antiguos de Egipto” de Cooke, y en el equipaje tiene otra docena más. Para no mencionar “Grecia a $35 por Día” de Frommer, la “Guía de Austria” de Savvy Traveler y trescientas o cuatrocientas guías más que ya nos ha leído en voz alta durante todo este viaje. Jugueteo brevemente con la idea de que es por culpa del peso acumulado de todas esas guías que el avión se inclina tanto hacia los costados, da tantos bandazos y dentro de poco acabará por caer a plomo, condenándonos a una muerte segura.

—“En la tumba ponían comida, muebles y armas” —lee Zoe— “a modo de per…” —el avión se precipita de costado— “…trechos para el viaje”. —El avión vuelve a sacudirse tan violentamente que casi se le cae el libro, pero ella no se saltea una sola palabra—. “Cuando abrieron la tumba del Rey Tutankhamón” —sigue leyendo— “se descubrió que contenía baúles llenos de ropa, jarras de vino, un barco de oro y un par de sandalias para caminar por las arenas de ultratumba”.

Neil, mi marido, se inclina sobre mí para mirar por la ventanilla, pero no hay nada que ver. El cielo está claro y despejado, y en el agua, debajo de nosotros, ni siquiera hay olas.

—“En el otro mundo, el difunto era juzgado por Anubis, un dios con cabeza de chacal” —lee Zoe—, “que pesaba su alma en una balanza de oro”.

Soy la única que la escucha. Lissa, en el asiento del lado del pasillo, le está susurrando algo a Neil; su mano casi toca la de él, que descansa en el apoyabrazos. En la otra hilera de asientos, junto a Zoe y a “Egipto Fácil, el marido de Zoe duerme y el marido de Lissa está mirando por la ventanilla y tratando de evitar que se le vuelque la bebida.

—¿Te sientes bien? —le pregunta Neil a Lissa, solícito.

“Será fantástico ir con otras dos parejas”, me dijo Neil cuando se apareció con la idea de irnos a Europa todos juntos. “Lissa y su marido son muy divertidos y Zoe sabe de todo. Será como tener una guía turística para nosotros solos”.

Es verdad. Zoe nos arrea de país en país, recitando datos históricos y equivalencias de moneda. En el Louvre, un turista francés le preguntó dónde estaba la Mona Lisa. Zoe quedó encantada. “¡Pensó que éramos un grupo de visita guiada!”, nos dijo. “¡Imagínense!”.

Imagínense.

—“Antes de ser juzgado, el difunto pronunciaba su confesión” —lee Zoe—, “que era una lista de los pecados que no había cometido, tales como: no he cazado a los pájaros de los dioses, no he mentido, no he cometido adulterio”.

Neil le palmea la mano a Lissa y se inclina hacia mí.

—¿Puedes dejarle tu lugar a Lissa? —me dice en un susurro.

Ya lo hice, pienso.

—Se supone que no debemos levantarnos —le digo, señalando las luces que están encima de los asientos—. Está encendida la señal de abrocharse los cinturones.

Neil mira a Lissa con angustia. —Tiene náuseas.

“Yo también” quiero decirle, pero temo que de eso se trate este viaje: de obligarme a decir algo.

—Está bien —contesto, y me desabrocho el cinturón de seguridad y me cambio de lugar con Lissa. Mientras se desliza por delante de Neil, el avión vuelve a descender de golpe y ella cae a medias en sus brazos. Él la sujeta. Se miran fijo.

—“No he robado los bienes de mi prójimo” —lee Zoe—, “no he matado a nadie”.

No soporto más todo esto. Estiro la mano para tomar mi cartera, que todavía está debajo del asiento de la ventanilla, y saco mi ejemplar de bolsillo de “Muerte en el Nilo, de Agatha Christie. Lo compré en Atenas.

“Debe ser más o menos igual que la muerte en todas partes”, me dijo el marido de Zoe cuando aparecí en el hotel de Atenas con el libro.

“¿Qué?”, le dije yo.

“Tu libro”, me dijo, señalando el ejemplar de bolsillo y sonriendo como si fuera un chiste. “El título. Me imagino que la muerte en el Nilo es igual que la muerte todas partes”.

“¿O sea?”, le pregunté.

“Los egipcios creían que la muerte era muy similar a la vida”, terció Zoe. Acababa de comprar “Egipto Fácil” en la misma librería. “Para los antiguos egipcios, el más allá era un lugar muy parecido al mundo que habitaban. Estaba presidido por Anubis, que juzgaba a los difuntos y decidía sus destinos. Nuestros conceptos del Paraíso, Final no son otra cosa que refinamientos modernos de las ideas egipcias”, dijo, y comenzó a leer “Egipto Fácil” en voz alta, lo cual puso fin a nuestra conversación. Por lo tanto, todavía no sé qué piensa el marido de Zoe que es la muerte, en el Nilo o en cualquier otro lado.

Abro “Muerte en el Nilo” y trato de leer, pensando que Hércules Poirot quizás lo sepa, pero el avión salta demasiado. Casi inmediatamente siento el estómago revuelto; después de media página y tres saltos más, lo guardo en el bolsillo del asiento, cierro los ojos y me pongo a fantasear con la idea de matar a alguien. Es un perfecto escenario estilo Agatha Christie. Ella siempre pone unas cuantas personas en una casa de campo o en una isla. En “Muerte en el Nilo” están en un barco a vapor que navega por el Nilo, pero el avión es mucho mejor. Las únicas personas aquí dentro, aparte de nosotros, son las azafatas y un grupo de turistas japoneses que aparentemente no hablan inglés, pues de lo contrario estarían arracimados alrededor de Zoe, pidiéndole que les indique cómo llegar a la Esfinge.

La turbulencia disminuye un poco y abro los ojos y estiro la mano para volver a tomar el libro. Lo tiene Lissa.

Lo tiene abierto, pero no está leyendo. Me está mirando a mí, esperando que yo me dé cuenta, esperando que yo diga algo. Neil parece nervioso.

—¿Ya habías terminado, verdad? —me dice ella, sonriendo—. No lo estabas leyendo.

En los libros de Agatha Christie todos tienen un motivo para cometer el asesinato. Y el marido de Lissa no para de beber desde que estábamos en París y Zoe no permite que su marido termine de pronunciar una sola frase. La policía podría pensar que el marido de Zoe enloqueció de repente. O que trató de matar a Zoe y que al disparar le acertó a Lissa por error. Y en el avión no hay ningún Hércules Poirot que les diga quién cometió realmente el crimen, que resuelva el misterio y les explique todos los acontecimientos extraños.

De repente, el avión desciende a plomo, tan bruscamente que a Zoe se le cae la guía; nos hundimos unos buenos mil quinientos metros antes de recuperar altura. La guía se ha resbalado hacia adelante varias filas de asientos y ahora Zoe trata de alcanzarla con el pie, mirando el indicador de cinturones abrochados como si estuviera esperando que se apague para poder abandonar el asiento y rescatarla.

No creo, después de semejante caída, pienso, pero el indicador, casi inmediatamente, hace ping y se apaga.

Al instante, el marido de Lissa llama a la azafata para exigir otro trago, pero las azafatas, todavía pálidas y asustadas, ya se han fugado precipitadamente hacia el fondo del avión, como si temieran no poder llegar antes que la turbulencia comience de nuevo. El marido de Zoe se despierta con el ruido y después vuelve a dormirse. Zoe rescata “Egipto Fácil” del piso, lee insistentemente algunos datos más y luego lo coloca boca abajo sobre el asiento y se dirige al fondo del avión.