Выбрать главу

—¿Qué destino? ¿El descenso en dónde? No estamos iniciando ningún descenso. El indicador sigue apagado —le digo, y entonces se enciende.

Regreso a mi lugar. El marido de Zoe ya está durmiendo de nuevo. Zoe está leyendo “Egipto Fácil” en voz alta.

—“Antes de viajar a Egipto, el visitante debe tomar precauciones. Es esencial llevar un mapa y se necesita linterna en muchos lugares del recorrido”.

Lissa saca su cartera de abajo del asiento. Guarda allí mi ejemplar de “Muerte en el Nilo” y saca los anteojos de sol. Mi mirada sigue de largo y se posa en la ventanilla, en la blancura uniforme que está donde debería estar el ala. Tendríamos que ver las luces del ala, incluso a pesar de la niebla. Para eso las ponen, para poder ver a los aviones cuando hay niebla. Al principio, la gente del barco no se daba cuenta de que estaba muerta. Comenzaban a dudar recién cuando empezaban a descubrir ciertas cositas que no eran normales.

—“Se recomienda llevar una guía de viaje” —lee Zoe.

Mi intención era asustar a Lissa, pero lo único que logré fue asustarme yo. Estamos iniciando el descenso, nada más, me digo, y estamos atravesando una nube. Y debe ser cierto.

Porque aquí estamos, en El Cairo.

Capítulo 2

Llegada al Aeropuerto

—¿Así que esto es El Cairo? —dice el marido de Zoe, mirando a todos lados. El avión está parado al final de la pista y hemos bajado al asfalto por una escalera metálica.

La terminal está lejos, a la izquierda: es un edificio bajo rodeado de palmeras. Los turistas japoneses parten hacia allí inmediatamente, con sus bolsos de mano y sus cámaras al hombro.

Nosotros no llevamos bolsos de mano. Dado que siempre tenemos que esperar la descarga de equipaje para recuperar las guías de viaje de Zoe, despachamos también los bolsos de mano. Cada vez que lo hacemos, me convenzo de que irán a parar a Tokio o que directamente desaparecerán, pero ahora me alegro de que no tengamos que cargarlos hasta la terminal. Parece estar a kilómetros de distancia y los japoneses ya están disminuyendo el ritmo de marcha.

Zoe está leyendo la guía. Los demás estamos parados a su alrededor, impacientes. A Lissa se le trabó el taco de la sandalia en uno de los escalones de metal de la escalera y ahora se apoya contra Neil.

—¿Te lo torciste? —pregunta Neil con angustia.

Las azafatas bajan la escalera taconeando, cargando los maletines color azul marino donde llevan sus mudas de ropa. Todavía parecen nerviosas. Al pie de la escalera, despliegan los carritos de metal con ruedas, atan las valijas allí y parten hacia la terminal. Después de avanzar unos pocos pasos, se detienen y una de ellas se quita la chaqueta y la cuelga del carrito; luego comienzan a caminar de nuevo, rápidamente, con sus tacos altos.

No hace tanto calor como yo esperaba, aunque el aire caliente que sube del asfalto hace fluctuar la imagen de la lejana terminal. No hay señales de las nubes que atravesamos, sólo una ligera bruma blanca que dispersa la luz del sol y la convierte en un resplandor uniforme. Todos entrecerramos los ojos. Lissa suelta el brazo de Neil por un segundo para sacar los anteojos de sol de la cartera.

—¿Qué toman aquí? —pregunta el marido de Lissa, leyendo la guía por encima del hombro de Zoe con los ojos fruncidos—.Quiero un trago.

—“La bebida local es el zibib” —dice Zoe—. “Se parece al ouzo”. —Levanta la vista—.

Creo que deberíamos ir a ver las Pirámides.

La guía turística profesional ataca de nuevo.

—¿No crees que debemos empezar por el principio? —digo—. ¿Por la Aduana, por ejemplo? ¿Y por ir a recoger el equipaje?

—Y por buscar un trago de… ¿cómo se llama? ¿Zibab? —dice el marido de Lissa.

—No —dice Zoe—. Yo creo que primero tenemos que ir a las Pirámides. Vamos a demorar una hora en recoger el equipaje y pasar por la Aduana y no podemos ir a las Pirámides con todo el equipaje. Tendremos que ir al hotel, y a esas horas ya estarán todos allá. Creo que tendríamos que ir ahora mismo.-Hace un gesto hacia la terminal—. Podemos ir corriendo, verlas y volver aquí antes de que los turistas japoneses hayan pasado por la Aduana.

Se da media vuelta, comienza a caminar en dirección contraria a la terminal y los demás se arrastran obedientemente tras ella.

Miro hacia atrás, a la terminal. Las azafatas ya pasaron a los japoneses y están casi en las palmeras.

—Vas para el otro lado —le digo a Zoe—. Tenemos que llegar a la terminal para conseguir un taxi.

Zoe se detiene. —¿Un taxi? —dice—. ¿Para qué? No están lejos. Caminando, podemos llegar en quince minutos.

—¿Quince minutos? —digo—. Giza está a quince kilómetros de El Cairo. Hay que cruzar el Nilo para llegar.

—No seas tonta —dice—, ahí están —y señala en la dirección hacia donde va caminando, y allí, pasando el asfalto, en medio de una extensión de arena, tan cerca que la imagen no fluctúa, están las Pirámides.

Capítulo 3

Conociendo el Lugar

Tardamos más de quince minutos. Las Pirámides están más lejos de lo que parece y la arena es profunda y se hace difícil caminar. Tenemos que parar cada pocos metros para que Lissa pueda vaciar las sandalias, apoyándose en Neil.

—Tendríamos que haber tomado un taxi —dice el marido de Zoe, pero no hay carreteras, ni señales de los puestos de gaseosas ni de los vendedores ambulantes de souvenirs de los que se quejaba la guía, sino sólo una ininterrumpida extensión de arena profunda y blanca, de cielo uniforme… y, a la distancia, en fila, las tres pirámides amarillas.

—“La más alta de las tres es la Pirámide de Kheops, construida en el año 2690 antes de Cristo” —dice Zoe, leyendo mientras camina—. “Tardaron treinta años en terminarla”.

—Para llegar a las Pirámides hay que tomar un taxi —digo—. Hay mucho tránsito.

—“Fue construida en la margen occidental del Nilo, que, según creían los antiguos egipcios, era el país de los muertos”.

Detecto un fugaz movimiento entre las pirámides; esperando que sea un vendedor ambulante de souvenirs, me detengo y me protejo los ojos contra el reflejo para mirar bien, pero no veo nada.

Comenzamos a caminar de nuevo.

Vuelvo a percibir un movimiento y esta vez logro verlo apenas: corre, agachado, con las manos casi tocando el suelo. Desaparece detrás de la pirámide del medio.

—Vi algo —digo, alcanzando a Zoe—. Una especie de animal. Parecía un mandril.

Zoe hojea la guía y luego dice:

—Monos. En Giza se los ve con frecuencia. Les piden comida a los turistas.

—No hay ningún turista —digo.

—Ya lo sé —dice Zoe, feliz—. Te dije que íbamos a evitarnos las multitudes.

—Por más que estemos en Egipto, hay que pasar por la Aduana —le digo—. No se puede salir de un aeropuerto así como así.

—“La pirámide de la izquierda es la de Khefren” —dice Zoe—, “construida en el año 2650 antes de Cristo”.

—Los de la película no creían que estaban muertos ni siquiera cuando les decían que era cierto —digo—. Giza está a quince kilómetros de El Cairo.

—¿De qué estás hablando? —dice Neil. Lissa se detiene otra vez y, apoyándose en él, se queda parada en un solo pie y sacude la sandalia—. ¿De esa novela de misterio de Lissa, “Muerte en el Nilo”?

—Era una película —le digo—. Estaban en un barco y estaban todos muertos.

—Nosotros la vimos, ¿verdad, Zoe? —dice el marido de Zoe—. Actuaba Mia Farrow… y Bette Davis. Y el tipo que era detective… ¿Cómo se llamaba…?

—Hércules Poirot —dice Zoe—. Interpretado por Peter Ustinov. “Las Pirámides están abiertas al público todos los días, de 8 de la mañana a 5 de la tarde. Por la noche hay un espectáculo de Luz y Sonido, con reflectores de colores y narración en inglés y japonés”.