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Divago, pensando que el marido de Lissa tampoco pudo soportar más todo esto, nos asesinó a todos y después se suicidó.

—Aquí estamos, en un barco —digo—, igual que la gente muerta de la película.

—No es un barco, es un vapor —dice Zoe—. “El vapor del Nilo es la manera más agradable de viajar por Egipto y una de las menos onerosas. Los costos varían de $180 a $360 por persona para un crucero de cuatro días”.

O tal vez fue el marido de Zoe, que finalmente se decidió a hacer callar a Zoe de una buena vez para poder terminar una conversación y luego tuvo que asesinarnos a todos los demás, uno por uno, para que no lo descubrieran.

—Estamos solos en este barco —digo—, igual que ellos.

—¿A qué distancia está el Valle de los Reyes? —pregunta Lissa.

—“A cinco kilómetros (tres millas y media) al oeste de Luxor” —dice Zoe, leyendo—. “Luxor está a 668 kilómetros de El Cairo”.

—Si está tan lejos, podría ponerme a leer el libro —dice Lissa, levantándose los anteojos hasta la parte superior de la cabeza—. Neil, alcánzame la cartera.

Neil saca “Muerte en el Nilo” de la cartera y se lo entrega; ella lo hojea un momento, igual que Zoe cuando busca las equivalencias de moneda, y luego comienza a leer.

—La asesina es la esposa —le digo—. Descubre que el marido le es infiel.

Lissa me mira, echando fuego por los ojos.

—Ya lo sabía —dice descuidadamente—. Vi la película. —Pero después de leer media página más, deja el libro abierto, boca abajo, sobre la reposera vacía que está junto a ella—. No puedo leer —le dice a Neil—. Hay mucho sol. —Frunce los ojos y mira al cielo, que todavía sigue oculto detrás de esa bruma que parece de gasa.

—“En el Valle de los Reyes se encuentran las tumbas de sesenta y cuatro faraones” — dice Zoe—. “De ellas, la más famosa es la de Tutankhamón”.

Me acerco a la baranda y veo cómo se alejan las Pirámides, deslizándose suavemente hasta perderse de vista detrás de los juncos que bordean la costa. Parecen planas, como triángulos amarillos encajados en la arena, y recuerdo que en París el marido de Zoe no quería creer que la Mona Lisa era genuina. “Es una falsificación”, insistía antes de que Zoe lo interrumpiera. “La verdadera es mucho más grande”.

Y la guía de viaje decía “prepárese para la desilusión”, y el Valle de los Reyes está donde debe estar, a 668 kilómetros de las Pirámides, y los aeropuertos del Medio Oriente son famosos por su falta de seguridad. Por eso es que aparecen tantas bombas en los aviones, porque no obligan a la gente a pasar por la Aduana. No tendría que ver tantas películas.

—“Entre otros tesoros, la tumba de Tutankhamón contenía un barco de oro que el alma debía usar para viajar al mundo de los muertos” —dice Zoe.

Me asomo por la baranda y miro el agua. No es barrosa como yo pensaba, sino de un color azul claro, sin olas, y en sus profundidades centellea el sol.

—“El barco tenía escrito algunos pasajes del “Libro de los Muertos” —lee Zoe— “para proteger al difunto de los monstruos y semidioses que podían tratar de destruirlo antes de que lograra llegar a la Sala del Juicio”.

Hay algo en el agua. No es una ondulación; el movimiento no alcanza para hacer tremular el reflejo del sol, pero yo sé que allí hay algo.

—“También habían escrito hechizos en los papiros sepultados junto con el cuerpo” —dice Zoe.

Es algo largo y oscuro, como un cocodrilo. Me asomo un poco más, aferrándome a la baranda con fuerza, tratando de ver a través del agua transparente, de distinguir un destello de escamas. La cosa está nadando derecho hacia el barco.

—“Estos hechizos se formulaban como órdenes:” —lee Zoe— “Mis hechizos me protegen. Conozco el camino”.

Lo que está en el agua da media vuelta y se aleja nadando. El barco lo sigue, avanzando lentamente hacia la costa.

—Ahí está —dice Zoe, señalando un punto que está detrás de los cañaverales, una distante hilera de acantilados—. El Valle de los Reyes.

—Supongo que también estará cerrado —dice Lissa, permitiendo que Neil la ayude a descender del barco.

—Las tumbas nunca cierran —digo, y miro al norte, a la arena, a las distantes Pirámides.

Capítulo 6

Alojamiento

El Valle de los Reyes no está cerrado. Las tumbas, aberturas negras en la roca amarilla, se extienden a lo largo de un acantilado de arenisca y no hay cadenas que impidan el acceso a los escalones de piedra que descienden hasta ellas. En el extremo sur del valle, un grupo de turistas japoneses está por entrar en la última tumba.

—¿Por qué no están señalizadas las tumbas? —pregunta Lissa—. ¿Cuál es la de Tutankhamón?

Y Zoe nos guía hacia el extremo norte del valle, donde el acantilado se empequeñece hasta quedar convertido en una pared baja. Detrás de ésta, cruzando la arena, veo las Pirámides, nítidamente delineadas contra el fondo del cielo.

Zoe se detiene a la vera de un agujero de bordes irregulares cavado en la base de la roca. Hay unos escalones de piedra que conducen a su interior.

—La tumba de Tutankhamón se descubrió por accidente, cuando un obrero desenterró el primer escalón —dice Zoe.

Lissa mira la escalera. Todo salvo los dos primeros escalones está en penumbras y está muy oscuro para ver el fondo.

—¿Habrá serpientes? —pregunta.

—No —dice Zoe, la que todo lo sabe—. La tumba de Tutankhamón es la más pequeña de todas las tumbas de faraones que existen en el Valle. —Revuelve la cartera para buscar la linterna—. La tumba comprende tres cámaras: la Antecámara, la Cámara Mortuoria, que contiene el sarcófago de Tutankhamón, y la Sala del Juicio.

Hay un movimiento de algo que se arrastra en la oscuridad, allá abajo, como algo que se desenrolla lentamente, y Lissa se aleja un paso del borde.

—¿En qué cámara están las cosas?

—¿Las cosas? —dice Zoe con incertidumbre, todavía revolviendo la cartera. Abre la guía—. ¿Las cosas? —vuelve a decir, y va al final del libro, como si quisiera buscar “Las Cosas” en el índice.

—Las cosas —dice Lissa, con un dejo de miedo en la voz—. Todos los muebles, los jarrones y las cosas que se llevaban con ellos. Dijiste que a los egipcios los enterraban con sus pertenencias.

—El tesoro de Tutankhamón —dice Neil, servicial.

—Ah, el tesoro —dice Zoe, aliviada—. Los objetos enterrados junto con Tutankhamón para el viaje al otro mundo. No están aquí. Están en El Cairo, en el museo.

—¿En El Cairo? —dice Lissa—. ¿Están en El Cairo? ¿Qué están haciendo allá?

—Estamos muertos —digo—. Unos terroristas árabes hicieron explotar el avión y nos mataron a todos.

—Me tomé el trabajo de venir hasta aquí porque quería ver el tesoro —dice Lissa.

—El ataúd sí está —dice Zoe para aplacarla— y también están las pinturas murales de la Antecámara —pero Lissa ya alejó a Neil de los escalones y está hablando seriamente con él—. Las pinturas murales representan las distintas etapas: el juicio del alma, el pesaje del alma, el recitado de la confesión del difunto —dice Zoe.

La confesión del difunto. No he robado los bienes de mi prójimo. No he hecho sufrir a nadie. No he cometido adulterio.

Lissa y Neil regresan. Lissa se apoya pesadamente en el brazo de Neil.

—Creo que nosotros obviaremos este asunto de la tumba —dice Neil, en tono de disculpa—. Queremos llegar al museo antes de que cierre. Lissa tenía la ilusión de ver el tesoro.