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—“El Museo Egipcio está abierto de 9:00 de la mañana a 4:00 de la tarde, todos los días, excepto el viernes, cuando abre de 9:00 a 11:15 de la mañana y de 1:30 a 4:00 de la tarde” —dice Zoe, leyendo la guía—. “La entrada vale tres libras egipcias”.

—Ya son las cuatro —digo, mirando mi reloj—. Cerrará antes de que lleguen. —Levanto la vista.

Neil y Lissa ya han partido, no hacia el vapor, sino por la arena, en dirección a las Pirámides. La luz que está detrás de las Pirámides está comenzando a languidecer; el cielo está cambiando de color, de blanco a celeste grisáceo.

—Esperen —digo, y corro por la arena para alcanzarlos—. ¿Por qué no nos esperan y volvemos todos juntos? No tardaremos mucho en ver la tumba. Ya oyeron a Zoe: adentro no hay nada.

Los dos me miran.

—Creo que no tendríamos que separarnos —termino débilmente.

Lissa levanta la vista, en estado de alerta, y caigo en la cuenta de que ella piensa que estoy hablando de divorcio, que finalmente digo lo que lo que ella estaba esperando.

—Creo que no tendríamos que separarnos —repito con premura—. Esto es Egipto. Hay peligros de toda especie, cocodrilos, serpientes y… no tardaremos mucho en ver la tumba. Ya oyeron a Zoe: adentro no hay nada.

—Mejor no —dice Neil, mirándome—. El tobillo de Lissa empieza a hincharse. Mejor le ponemos hielo.

Le miro el tobillo. Donde estaba la lastimadura, ahora hay dos pequeños orificios, muy cerca uno del otro, como la mordedura de una serpiente, y alrededor de éstos el tobillo está comenzando a hincharse.

—No creo que a Lissa le interese la Sala del Juicio —me dice él, mirándome.

—Podrían esperarnos en la cima de la escalera —le digo—. No tendrían que entrar.

Lissa lo toma del brazo como si estuviera ansiosa de irse, pero él vacila.

—Esos que estaban en el barco de la película… —dice Neil—. ¿Al final qué les pasaba?

—Sólo quise asustarlos —digo—. Estoy segura de que hay una explicación lógica. Qué lástima que Hércules Poirot no esté aquí… Él sería capaz de explicarnos todo. Es probable que la Pirámides estén cerradas por algún feriado musulmán que Zoe no conoce y que por el mismo motivo tampoco hayamos tenido que pasar por la Aduana. Porque es feriado.

—¿Qué les pasaba a los del barco? —vuelve a decir Neil.

—Los juzgaban —digo—, pero no era tan grave como ellos esperaban. Todos tenían miedo de lo que iba a ocurrir, incluso el sacerdote, que no había cometido ningún pecado, pero el juez resultaba ser una persona que ellos conocían. Un obispo. Vestía un traje blanco y era muy amable y casi todos salían absueltos.

—Casi todos —dice Neil.

—Vamos —dice Lissa, tironeándole el brazo.

—Esa gente del barco… —dice Neil, ignorándola—. ¿Alguno había cometido un pecado terrible?

—Me duele el tobillo —dice Lissa—. Vamos.

—Tengo que irme —dice Neil, casi a desgano—. ¿Por qué no nos acompañas?

Me fijo en Lissa, suponiendo que debe estar apuñalando a Neil con la mirada, pero me está mirando a mí, con ojos brillantes, sin pestañas.

—Sí. Ven con nosotros —dice, y se queda esperando mi respuesta.

Le mentí a Lissa sobre cómo termina “Muerte en el Nilo”. La esposa es la víctima del asesinato. Fantaseo con la idea de que he cometido un pecado terrible, que estoy acostada en mi habitación de hotel, en Atenas, con la sien negra de sangre y quemaduras de pólvora. En ese caso, yo sería la única que está aquí y Lissa y Neil serían semidioses disfrazados. O monstruos.

—Mejor no —digo, y me alejo de ellos.

—Entonces vamos —le dice Lissa a Neil. Comienzan a caminar por la arena. Lissa renguea mucho y antes de que hayan llegado muy lejos Neil se detiene y se saca los zapatos.

El cielo que está detrás de las Pirámides es de color celeste violáceo y las Pirámides se elevan, planas y negras, contra él.

—Vamos —grita Zoe desde la cima de la escalinata. Tiene la linterna en la mano y mira la guía—. Quiero ver el pesaje del alma.

Capítulo 7

Saliendo de las Rutas Conocidas

Cuando regreso, Zoe ya está a mitad de camino, descendiendo por la escalinata e iluminandocon la linterna la puerta de más abajo.

—Cuando descubrieron la tumba, la puerta tenía una tapa de yeso estampada con sellos que llevaban el emblema de Tutankhamón —dice.

—Pronto será de noche —le grito—. Quizás deberíamos volver al hotel con Lissa y Neil.

—Miro el desierto, pero ellos ya se perdieron de vista.

Zoe también ha desaparecido. Cuando vuelvo a mirar la escalinata, no veo nada salvo oscuridad.

—¡Zoe! —grito, y bajo corriendo los escalones cubiertos de arena—. ¡Espérame!

La puerta de la tumba está abierta y veo la luz de la linterna bailando en las paredes y el techo de roca, lejos, en un pasillo angosto.

—¡Zoe! —grito, y corro tras ella. El piso es desparejo; me resbalo y pongo la mano en la pared para no caerme—. ¡Vuelve! ¡Tienes el libro!

La luz ilumina un sector de una pared muy lejana, con cosas grabadas a cincel, y luego se esfuma, como si Zoe hubiera doblado una esquina.

—¡Espérame! —le grito y me detengo, porque no veo ni mi propia mano cuando la levantofrente a mi cara.

Ninguna luz me responde, ninguna voz me responde, ningún sonido. Me quedo muy quieta, con una mano todavía apoyada en la pared, alerta al sonido de pasos, de algo que camine a hurtadillas, de algo que se arrastre por el suelo, pero no oigo nada, ni siquiera los latidos de mi propio corazón.

—¡Zoe! —grito—. Te voy a esperar afuera —y me doy media vuelta, sosteniéndome de la pared para no desorientarme en la oscuridad, y regreso por donde vine.

El pasillo parece más largo que cuando entré y se me ocurre que continuará para siempre en medio de esta oscuridad, o que la puerta estará cerrada con llave, la abertura vuelta a tapiar con yeso y los antiguos sellos vueltos a estampar, pero hay una línea de luz debajo de la puerta y ésta se abre con facilidad cuando la empujo.

Estoy en la cima de una escalinata de piedra que desciende hacia una sala larga y ancha. A cada lado de la sala hay una hilera de pilares de piedra, y entre los pilares veo escenas pintadas en las paredes, en color siena, amarillo y azul chillón.

Debe ser la Antecámara, porque Zoe dijo que las paredes estaban pintadas con escenas del viaje del alma hacia la muerte, y está Anubis, pesando el alma, y detrás de él hay un mandril que devora algo, y enfrente de donde estoy parada hay una pintura de un barco cruzando el Nilo azul. Es de oro y en él se acuclillan cuatro almas en fila sus ojos delineados con kohl miran hacia adelante, hacia la costa. Junto a ellas, en el agua transparente, nada Sebeck, el semidiós con forma de cocodrilo.

Comienzo a bajar los escalones. Hay un umbral en el extremo más alejado de la sala; si esta es la Antecámara, entonces esa puerta debe conducir a la Cámara Mortuoria.

Zoe dijo que la tumba comprendía sólo tres cámaras y yo misma vi el plano en el avión: los escalones, el pasillo recto y luego las tres cámaras poco impresionantes, una tras otra; Antecámara, Cámara Mortuoria y Sala del Juicio, una tras otra.

Así que esta es la Antecámara, aunque sea más grande de lo que figuraba en el mapa, y Zoe obviamente ha avanzado hasta la Cámara Mortuoria y está parada junto al sarcófago de Tutankhamón, leyendo la guía de viaje en voz alta. Cuando entre, ella levantará la vista y dirá: “El sarcófago de cuarcita tiene grabados algunos pasajes del “Libro de los Muertos”.

He llegado a la mitad de la escalinata y desde aquí veo la pintura que representa el pesaje del alma. Anubis, con su cabeza de chacal, está parado a un costado de la balanza amarilla; el difunto está del otro lado, leyendo su confesión de un papiro. Bajo dos escalones más, hasta que estoy al mismo nivel que la balanza, y me siento.