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Seguramente, Zoe no tardará en llegar —en la Cámara Mortuoria no hay nada salvo el sarcófago— y aunque haya seguido más adelante, hasta la Sala del Juicio, para regresar tendrá que pasar por aquí. A la tumba se entra por un solo lugar. Y no puedo dar media vuelta y dejarla aquí, porque ella tiene la linterna. Y el libro. Me abrazo las rodillas y espero.

Pienso en la gente del barco, esperando el juicio. “No era tan grave como ellos esperaban”, le dije a Neil, pero ahora, sentada aquí, en los escalones, recuerdo que el obispo, sonriendo amablemente, con su traje blanco, les imponía sentencias acordes con sus pecados. A una de las mujeres la sentenciaba a estar sola para siempre.

El difunto de la pintura, de pie junto a la balanza, parece asustado; me pregunto qué sentencia le impondrá Anubis, qué pecados habrá cometido.

Tal vez no ha cometido ningún pecado, igual que el sacerdote, y se preocupa por nada, o quizás está asustado sencillamente por encontrarse en este extraño lugar, solo. ¿Será la muerte lo que él esperaba?

“La muerte es igual en todas partes”, me dijo el marido de Zoe. “Inesperada”. Y nada es como uno cree que es. Fíjense en la Mona Lisa. Y en Neil. La gente del barco había planeado algo distinto: un portal de perlas, ángeles y nubes, todos los refinamientos modernos. Prepárese para la desilusión.

¿Y los egipcios, empacando la ropa, el vino y las sandalias para el viaje? ¿La muerte en el Nilo era lo que ellos esperaban? ¿O no era como la describía la guía de viaje? ¿Ellos seguían pensando que estaban vivos a pesar de todos los indicios que sugerían lo contrario?

El difunto aferra el papiro y me pregunto si habrá cometido algún pecado terrible. Adulterio. O asesinato. Me pregunto cómo habrá muerto.

La gente del barco moría por la explosión de una bomba, igual que nosotros. Trato de recordar el momento exacto del estallido: Zoe leyendo en voz alta, y luego un repentino golpe de luz y descompresión, la guía de viaje que sale volando de la mano de Zoe y Lissa que cae por el aire celeste. Pero no puedo. Tal vez no fue en el avión. Tal vez los terroristas volaron el aeropuerto de Atenas, mientras estábamos despachando el equipaje.

Fantaseo con la idea de que no fue una bomba, sino que yo asesiné a Lissa y luego me suicidé, igual que en “Muerte en el Nilo”. Tal vez metí la mano en mi cartera, pero no para buscar el libro de bolsillo sino la pistola que compré en Atenas, y le disparé a Lissa mientras ella miraba por la ventanilla. Y Neil se inclinó hacia Lissa, solícito, preocupado, y yo volví a levantar el arma, y el marido de Zoe trató de quitármela de la mano, y el disparo se desvió y le di al tanque de combustible del ala.

Sigo asustándome de mis propias ideas. Si hubiera asesinado a Lissa lo recordaría, y ni siquiera en Atenas, famosa por su falta de seguridad, hubiera podido subir al avión con un arma. Y no se podría cometer un crimen tan horrendo y no recordarlo, ¿verdad?

La gente del barco no recordaba haber muerto aunque les dijeran que era cierto, pero eso se debía a que el barco era muy parecido a un barco de verdad, con su baranda, el agua y el muelle. Y también se debía a lo de la bomba. Las víctimas de una explosión nunca recuerdan lo que pasó. Es por el golpe en la cabeza, o algo así, que se bloquea la memoria. Pero yo seguramente recordaría haber asesinado a alguien. O haber sido asesinada.

Me quedo sentada en la escalinata largo rato, vigilando para detectar la luz de la linterna de Zoe en el umbral. Afuera debe ser de noche, hora del espectáculo de Luz y Sonido de las Pirámides.

Aquí también parece estar más oscuro que antes. Tengo que forzar la vista para ver a Anubis, a la balanza amarilla y al difunto que espera ser juzgado. El papiro que tiene en la mano está cubierto de largas columnas de jeroglíficos; espero que sean hechizos mágicos que lo protejan y no la lista de todos los pecados que ha cometido.

No he matado a nadie, pienso. No he cometido adulterio. Pero hay otros pecados.

Pronto será de noche y no tengo linterna. Me pongo de pie.

—¡Zoe! —grito, y bajo la escalera y paso entre los pilares. Tienen grabados de animales: cobras, mandriles y cocodrilos—. ¡Está oscureciendo! —grito, y mi voz produce un eco hueco entre las columnas—. Se preguntarán qué nos habrá pasado.

Los dos últimos pilares tienen el grabado de un pájaro, con las alas de arenisca desplegadas. Un pájaro de los dioses. O un avión.

—¿Zoe? —digo, y me agacho para pasar por la puerta de poca altura—. ¿Estás aquí dentro?

Capítulo 8

Sucesos Especiales

Zoe no está en la Cámara Mortuoria. Es mucho más pequeña que la Antecámara y no hay pinturas en las ásperas paredes, ni tampoco encima de la puerta que conduce a la Sala del Juicio. El techo es apenas más alto que la puerta y tengo que encorvarme para no rasparme la cabeza.

Aquí dentro está más oscuro que en la Antecámara, pero a pesar de la penumbra puedo ver que Zoe no está. Tampoco el sarcófago de Tutankhamón, que tiene grabados pasajes del “Libro de los Muertos”. En esta sala no hay absolutamente nada, salvo una pila de valijas, en el rincón que está junto a la puerta que conduce a la Sala del Juicio.

Es nuestro equipaje. Reconozco mi vapuleada Samsonite y los bolsos de mano del grupo de turistas japoneses. Los maletines color azul marino de las azafatas están delante de la pila, atados, como víctimas, a los carritos.

Encima de mi valija hay un libro. Es la guía de viaje, pienso, aunque sé que Zoe jamás la hubiera abandonado, y me acerco apresuradamente para recogerla.

No es “Egipto Fácil. Es mi ejemplar de “Muerte en el Nilo”, abierto y boca abajo, igual que lo dejó Lissa cuando estábamos en el barco, pero igual lo levanto y lo abro en las últimas páginas, buscando el lugar donde Hércules Poirot explica todas las cosas raras que han estado ocurriendo, el lugar donde resuelve el misterio.

No lo encuentro. Hojeo el libro hasta el final, buscando un mapa. En los libros de Agatha Christie siempre hay un mapa que muestra qué camarote del barco corresponde a quién, que muestra las escaleras, las puertas y las cámaras poco impresionantes, una tras otra, pero tampoco lo encuentro. Las páginas están cubiertas de largas columnas de jeroglíficos imposibles de leer.

Cierro el libro.

—No tiene sentido esperar a Zoe —digo, mirando más allá del equipaje, a la puerta que lleva a la siguiente sala. Es más baja que la que acabo de atravesar y del otro lado está oscuro—. Obviamente, avanzo hasta la Sala del Juicio.

Me acerco a la puerta, sosteniendo el libro contra mi pecho. Hay unos escalones de piedra que conducen abajo. Veo el primero gracias a la escasa luz de la Cámara Mortuoria. Es empinado y muy angosto.

Brevemente, me demoro en la idea de que después de todo no será tan grave, de que estoy preocupándome por nada, igual que el sacerdote, y de que no será un juicio sino alguien que conozco, un obispo sonriente vestido de traje blanco, y que al final de cuentas la clemencia no es un refinamiento moderno.

—No he matado a nadie —digo, y no oigo ningún eco de mi voz—. No he cometido adulterio.

Con una mano, me sostengo del marco de la puerta para no caerme por la escalera. Con la otra mano, aprieto el libro contra mi cuerpo.

—Atrás, malvados —digo—. Retrocedan. Lo ordeno en nombre de Osiris y de Hércules Poirot. Mis hechizos me protegen. Conozco el camino.

Comienzo a descender.