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Fabel se volvió hacia donde había caído Paul. Yacía en el suelo con los ojos en blanco mirando al techo, la furia ya extinguida de su cara al morir. La bala de Solovey lo había alcanzado justo en el centro de la frente ancha y pálida.

Werner y Sülberg se precipitaron hacia ellos. Sülberg le dio una patada a Solovey, que estaba boca abajo en el suelo cubierto de suciedad; metió un pie debajo del hombro del ucraniano y lo empujó un par de veces hasta que pudo darle la vuelta. Era evidente que estaba muerto.

Werner ya se encontraba junto a Anna. Pasó las manos con rapidez por su cuerpo, buscando desesperadamente algún rastro de sangre. Miró a Fabel y, por un momento, también posó su mirada en Paul.

– Anna está bien, Jan. No le han dado.

Fabel agarró la radio que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. La antena se le quedó enganchada, y forcejeó con una furia tan inútil que desgarró el forro. Cuando pudo sacar el receptor, pulsó el botón de transmisión.

– Maria… Vitrenko se nos escapa. Ha saltado por la ventana oeste y se dirige hacia ti.

– ¡Lo veo! ¡Lo veo! -La estridencia en la voz de Maria se vio acentuada por el zumbido estático de la radio.

– Maria, ve con cuidado. Voy para allá. Que todas las unidades asistan a la Oberkommissarin Klee.

Soltó el botón de la radio y se dirigió con rapidez hacia MacSwain, que aún estaba agazapado en un rincón. En los movimientos de Fabel se adivinaba una decisión certera. Cuando llegó a su lado, estiró el brazo y le clavó la boca de la pistola en la mejilla. MacSwain gimoteó y cerró los ojos con fuerza, esperando a que Fabel le arrancara la cara y la vida de un disparo.

– Tú, hijo de… -dijo Fabel con una voz tranquila y pausada. Miró a Werner y a Sülberg, que permanecían callados. Volvió a mirar a MacSwain. Soltó un poco la presión en la pistola y volvió a asirla con fuerza. Tenía el rostro desfigurado en una especie de mueca de desdén. En un solo segundo, una docena de imágenes le pasó por la cabeza: la mirada asustada y atormentada de Michaela Palmer; cuatro mujeres destripadas, preparadas para morir de la misma manera; los ojos sin vida de Paul Lindemann… Pero éste era el aprendiz, no el maestro. La de MacSwain era una mente enferma manipulada por una inteligencia mayor y aún más retorcida. Fue Vitrenko quien mató a la chica ucraniana y al anciano, a su propio padre. No era un trabajo para un aprendiz; era una obra maestra. Fabel apartó la pistola de la cabeza de MacSwain.

– ¡Vigílelo! -le gritó a Sülberg, que asintió resuelto y se acercó a MacSwain-. Werner, tú cuida de Anna.

– ¿Qué pasa con Vitrenko?

– Yo me ocupo de él -dijo Fabel. Y corrió hacia la puerta.

Fabel desapareció en la noche. Se detuvo y escudriñó los campos extensos y llanos. Se llevó la radio a los labios.

– ¿Maria?

Silencio.

– ¿Maria? Contéstame.-Seguía sin haber respuesta.

Sülberg, que estaba en el granero, debía de haberle escuchado. Su voz brotó de la radio preguntando a cada una de las unidades de Cuxhaven si habían visto a Vitrenko o a la Oberkommissarin Klee. Tres respondieron negativamente. El cuarto, igual que María, no respondió. Fabel entrecerró los ojos e inspeccionó en la oscuridad en busca de algún movimiento por las hileras verdes y negras de árboles y matorrales en el extremo más alejado de los campos. Vio algo muy poco definido, tanto que ni siquiera podía identificarse como una persona. Echó a correr en esa dirección.

– ¡Se dirige a la costa! ¡En dirección contraria al barco! -Fabel gritaba por la radio entre jadeos-. ¡Voy a perderlo entre los árboles!

Empezó a sentir una quemazón en los pulmones. El corazón le latía con fuerza.

Primero encontró al agente de la Schutzpolizei de Cuxhaven. Yacía de lado, con la SIG aún en la mano, arropado por las hierbas altas en la depresión que su propio cuerpo moribundo había formado al caer. A Fabel, la postura del policía muerto le recordaba a los cuerpos momificados de las víctimas de antiguos sacrificios que los arqueólogos aún rescataban de la turba en aquella parte de Alemania. Justo debajo de la oreja, recorriendo su garganta exactamente por debajo de la mandíbula, brillaba una cuchillada que, en la mortecina luz de la luna, resplandecía negra en la hierba. Para el joven agente de la Schutzpolizei, el silencio y la muerte habían llegado a la vez, y le habían robado el derecho a gritar mientras se le escapaba la vida.

– ¡María! -gritó Fabel en la oscuridad. Silencio. Entonces oyó algo parecido a un suspiro. Fabel giró unos sesenta grados a la derecha. A unos diez metros, Maria yacía medio escondida por las hierbas. Fabel corrió hacia ella y se dejó caer de rodillas a su lado. Estaba tumbada sobre la espalda, con la cara dirigida al cielo oscuro, en una postura que parecía casi relajada, como si hubiera buscado un momento de soledad para contemplar la luna y las estrellas. Sin volver la cabeza, movió los ojos para mirar a Fabel. Tenía los labios apretados con fuerzo y respiraba por la boca en pequeñas y profundas bocanadas. La empuñadura del cuchillo ceremonial le sobresalía del abdomen, justo por debajo del esternón. Le había introducido la hoja entera, sin tocar el corazón a propósito para no provocarle una muerte instantánea, sino para causarle suficientes daños internos como para que la supervivencia de Maria pendiera de un hilo.

Fabel se inclinó sobre ella y colocó las manos con cuidado a ambos lados de su rostro, acercando su cara a la de ella hasta casi besarla.

– No quiero morir, Jan…-dijo con voz de niña pequeña-. Por favor, no dejes que me muera.

– No vas a morir, Maria. -La voz de Fabel era una mezcla de dulzura y determinación a partes iguales-. Mírame. Escúchame. Piensa en lo que te voy a decir: Vitrenko podría haberte matado si hubiera querido, pero no lo ha hecho. Y no lo ha hecho porque quería que estuviera aquí, cuidando de ti, en lugar de perseguirlo. No eres una de sus víctimas, Maria. Eres un entretenimiento, una táctica de distracción… -Podía sentir su aliento débil en la cara-. No vas a morir.

Sin embargo, no estaba completamente seguro de que le estuviera diciendo la verdad. Maria sonrió, y un hilo de sangre oscura le brotó por la comisura de los labios.

Una voz más allá del universo que formaban él, Maria y el pequeño círculo de hierba oscura; una voz por la radio: Werner.

– Anna está bien, jefe. Repito… Anna está bien. ¿Tienes a Vitrenko? Corto.

Fabel pulsó el botón de transmisión y escuchó su propia voz, apagada y llana, informando acerca del asesinato del policía de Cuxhaven y notificando que había una agente herida de gravedad que necesitaba ser transportada con urgencia con un helicóptero medicalizado.

– Pronto vendrán a ayudarnos, Maria. Vas a ponerte bien, te lo prometo. Tenemos a MacSwain.

Maria sonrió débilmente. Cada vez respiraba con mayor dificultad.

Fabel levantó la mirada. Creyó ver una figura alta en un rincón muy alejado del campo. Era Vitrenko, que se adentraba en el bosque. Al correr, la gabardina ondeaba tras él, como si tuviera un par de alas oscuras. Fabel se puso de pie, desenfundó la pistola y disparó, a sabiendas de que Vitrenko estaba fuera de alcance. Mientras vaciaba el cargador y escuchaba el chasquido impotente del percutor en la recámara vacía, volvió a acordarse de las palabras del mensaje de correo electrónico. Esas palabras que MacSwain había escrito, pero que había dictado Vitrenko: