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Se aproximaron a la pequeña furgoneta, con las armas en la mano, cada uno de ellos a un lado del vehículo.

– Salga -dijo uno de los agentes-. Con las manos en alto.

La portezuela de la furgoneta se abrió y el conductor bajó muy despacio.

Big Stevie había dejado de sangrar. Se había sentado en la parte de atrás de la furgoneta con la calefacción puesta, se había sacado la camiseta y la presionaba contra la herida de su pierna derecha, en el muslo. Cuando palpó por detrás encontró el orificio de salida de la bala. Sangraba menos, pero el agujero era grande. No había roto el hueso. Enrolló la camiseta alrededor con fuerza.

Tenía que abandonar la furgoneta. Tenía que ver a un médico o a una enfermera…, a alguien. No podía saber qué estaba ocurriendo en el interior de su pierna. Podía haber una hemorragia interna, podía sufrir una embolia. Y tenía que conseguir dinero para marcharse de la ciudad. Steven Guista necesitaba muchas cosas y sólo había un lugar al que podía acudir.

Condujo, pensando en tomar por el puente hacia Manhattan, pero cambió de opinión y se dirigió al vecindario que mejor conocía. El vendaje improvisado estaba resistiendo bastante bien, pero una parte de la sangre se filtraba. Se detuvo junto a una cabina de teléfono frente a una tienda de alimentación abierta las veinticuatro horas a la que había acudido una docena de veces antes. Aparcó y salió cojeando de la furgoneta.

– Soy yo -dijo cuando respondió la mujer. Le dictó el número de la cabina desde la que estaba llamando. Ella colgó. Él esperó, temblando, mareado. Las luces de la tienda no daban calor alguno. Ella llamó diez minutos más tarde.

– ¿Dónde estás? -le preguntó la mujer.

– Brooklyn -dijo-. Fui a mi casa. Un policía me disparó.

La pausa fue tan larga que Stevie preguntó:

– ¿Estás ahí?

– Estoy aquí. ¿La herida es mala?

– Es en la pierna. Necesito un médico.

– Voy a darte una dirección -dijo ella-. ¿Podrás recordarla?

– No tengo ni lápiz ni papel ni nada -respondió.

– Entonces repítela para ti mismo. Líbrate de la furgoneta. Toma un taxi.

Le dio el nombre de una mujer, Lynn Contranos, y una dirección. El se la repitió.

– Voy a llamarla y a decirle que vas para allí.

La mujer colgó. Stevie sacó unas cuantas monedas del bolsillo, llamó a información para pedir el número de un servicio de taxis, volvió a telefonear y esperó. Mientras esperaba no dejó de canturrear el nombre de la mujer a la que se suponía que tenía que ver: Lynn Contranos.

El día de su cumpleaños estaba a punto de finalizar. No quería pensar en ello. Tenía los pantalones pegados a la pierna, la sangre se había enfriado.

Repitió el mantra una y otra vez, sin pensar en nada más allá de la dirección que le habían dado. Si se centraba en una sola cosa tal vez podría salir de ésa.

Quince minutos más tarde no había aparecido ningún taxi. Big Stevie volvió a meterse en la furgoneta, encendió la calefacción y esperó, observando la acera para ver si llegaba el coche.

«Si no está aquí dentro de diez minutos, conduciré yo.» Estaba empezando a tener problemas para recordar el nombre y la dirección a la que se suponía que tenía que acudir, pero él siguió repitiéndolos mientras esperaba un coche que tal vez no llegase jamás.

Mac estaba sentado en el salón, concretamente en el gastado sillón marrón con la otomana a juego. Su esposa le mimaba. Él adoraba ese sillón, ahora destrozado, pero el amor se había esfumado. Ahora era sólo un lugar en el que sentarse a trabajar o desde el cual ver un partido de béisbol por el televisor o un concurso de perros o una vieja película.

Esa noche, vestido con un chándal gris limpio, intentaba trabajar. Sobre la arañada mesita de madera que tenía a un lado se acumulaban dos pilas de libros, nuevos, todavía olorosos, y veintisiete páginas perfectamente mecanografiadas sujetas por un clip. En una pequeña bandejita del tamaño de los libros había una taza de café recién calentado en el microondas.

También había una pila de reseñas de libros, viejas y nuevas, que había sacado de internet.

Todavía no eran las diez.

Había ordenado los libros de Louisa Cormier cronológicamente. Su primer libro se titulaba Génesis. Las reseñas habían sido medianamente buenas, pero las ventas fueron fenomenales. Con la cuarta novela, las reseñas dijeron que Louisa Cormier había traspasado un punto de inflexión y pertenecía ya a la pléyade de los escritores de misterio. La comparaban, y siempre salía ganando, con Sue Grafton, Mary Higgins Clark, Marcia Muller, Faye Kellerman y Sara Paretsky.

Mac le dio un sorbo a su café. No estaba lo bastante caliente, pero no quiso levantarse, ir a la cocina y volver a meter la taza en el microondas. Dio un trago más largo y esperó encontrar interesante la obra de Louisa Cormier.

Antes de que pudiese abrir el primer libro, sonó el teléfono.

Eran pasadas las diez de la noche. Stella miraba por encima del hombro de Danny cómo éste construía la imagen en la pantalla del ordenador del laboratorio.

A Stella le escocían los ojos. No tenía ninguna duda de que había pillado algo. Algo que le taponaba la nariz, que humedecía sus ojos y que le producía picor en la garganta. Intentó ignorarlo.

La imagen de la pantalla parecía uno de esos videojuegos que anuncian por la televisión, uno de ésos donde los protagonistas, que realmente no parecen tan humanos como dicen, se matan unos a otros con ruidosas armas, golpes impresionantes y ensordecedores ruidos.

En la pantalla aparecía una pared de ladrillos generada por ordenador. Había una única ventana en dicha pared.

– ¿Cuántos metros hay entre la ventana de la habitación de Guista y la ventana del lavabo? -preguntó.

– Tres metros y medio -respondió Stella.

Los dedos de Danny teclearon algo y movió el ratón hasta que la imagen se desplazó hacia abajo. Apareció de repente una segunda ventana.

– Redúcelo para que podamos ver las dos ventanas -le pidió Stella.

Danny lo hizo. Una ventana estaba justo encima de la otra.

– Era de noche -le recordó.

Danny oscureció la escena.

– ¿La luz del lavabo estaba encendida? -le preguntó.

Stella sacó sus notas y un pequeño paquete de pañuelos de papel. Pasó las páginas de notas y dijo:

– Dormía con la luz del lavabo encendida.

– Luz del lavabo encendida -repitió Danny.

Y una luz amarilla empezó a brillar en la ventana inferior.

– Ahora la cadena desde la habitación de Guista a la ventana del lavabo -dijo Stella sonándose la nariz.

– Cadenas, cadenas, cadenas, cadenas -dijo Danny colocándose bien las gafas y buscando-. Aquí. Escoge una cadena.

Las mostró.

– Ésta se parece bastante a la que usó -dijo Danny.

– ¿Puedes hacer que cuelgue de la ventana de Guista hasta la del lavabo? -preguntó Stella.

– Definitivamente, has pillado algo.

– Si usó la cadena para descolgar a alguien -dijo Stella en lugar de responder a su comentario-, la persona tenía que ser pequeña, valiente y confiar en que la ventana del lavabo estuviese abierta.

– O saber que estaba abierta -dijo Danny.

– ¿Puedes poner a una persona en el extremo de la cadena?

Apareció una figura masculina, vestida como un ninja.

– Que sea más pequeño.

Danny redujo el tamaño de la figura.

– ¿Puedes abrir la ventana?

– ¿Hasta qué punto quieres que la abra?

Ella consultó las notas de nuevo y dijo:

– Algo menos de treinta y cinco centímetros.

Danny abrió la ventana a escala.

– Más estrecha -dijo-. ¿Quieres que el ninja sea más pequeño?

– Claro.

Hecho.

– Considerando que está a escala, ¿cuánto dirías que él o ella podría pesar? -preguntó Stella.