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Danny se echó hacia atrás, recapacitó y dijo:

– Unos cuarenta kilos. Cuarenta y nueve a lo sumo.

– Y tuvo que abrir la ventana y colarse dentro.

– Y tuvo que volver a salir a través de ese reducido espacio -dijo Danny-. ¿Un acróbata? Podríamos investigar en gimnasios y circos.

Stella se lo pensó y respondió:

– ¿Puedes poner algo en el extremo inferior de la cadena, en la ventana de abajo, donde encontramos el agujero de tornillo?

– ¿Algo?

– ¿Una pieza circular de metal?

– ¿Cómo de grande?

– Empecemos con algo grande, de doce centímetros de diámetro.

Danny buscó. Apareció una imagen en la parte inferior de la ventana del lavabo. Un círculo.

– ¿Puedes destacarlo, en perpendicular a la ventana?

– Puedo intentarlo.

Manipuló el círculo y le dio aspecto tridimensional.

Ambos miraron la cadena, el aro y la ventana y llegaron a la misma conclusión.

– ¿Lo dices tú o lo digo yo? -preguntó Danny.

– Deshazte del ninja.

– De acuerdo -dijo Danny al tiempo que el ninja se esfumaba.

– Engancha el extremo de la cadena al aro -dijo ella.

Danny se le adelantó antes de que acabase la frase.

– Guista enganchó el aro y tiró hasta sacarlo -dijo Danny mostrándolo en la pantalla-. Eso fue lo que ocurrió. Eso también explica por qué usó una cadena de metal en lugar de una cuerda. Una cuerda se habría balanceado con el viento. Una cadena podía quedar enganchada del aro y resultaría más sencillo fijarla con un garfio. Y después descolgó a quien mató a Alberta Spanio.

– ¿Y por qué el asesino no pudo simplemente abrir la ventana y colarse? -preguntó Stella mirando la pantalla del ordenador-. ¿Por qué todo ese jaleo de la cadena y el gancho? Tal vez el asesino no entró por la ventana.

– ¿Por qué alguien pasaría por todo esto para abrir una ventana que no iba a usar? -preguntó Danny.

– Tal vez para que descendiera la temperatura de la habitación y la del cadáver y no pudiésemos saber la hora del asesinato.

– ¿Para qué?

Stella se encogió de hombros.

– Tal vez querían que pareciese que alguien había entrado por la ventana -dijo Danny-. Pero la nieve lo complicó todo.

– Todavía nos falta algo -dijo Stella antes de estornudar.

– Resfriado -dijo él-. A lo mejor es gripe.

– Alergias -respondió Stella-. Tenemos que encontrar a Guista y conseguir algunas respuestas.

– Si todavía sigue vivo -dijo Danny.

– Si todavía sigue vivo -repitió Stella.

– Tengo unas aspirinas con vitamina C en mi maletín -dijo Danny-. ¿Quieres una?

– Dame tres -respondió.

Danny se levantó sin apartar los ojos de la pantalla.

– ¿Qué pasa? -preguntó Stella.

– A lo mejor estamos equivocados. Es posible que alguien se descolgara por la cadena.

– El hombre menudo que el empleado del hotel vio con Guista -dijo ella.

– ¿Volvemos al principio? -dijo Danny.

– ¿La base de datos?

– Busquemos al hombre pequeño -dijo Danny-. Vayámonos a casa y empecemos de nuevo por la mañana.

Por lo general, Stella habría dicho algo así como «Empecemos ahora, hay varias cosas que aclarar». Pero esa noche no. No se encontraba bien y la posibilidad de ir a casa le parecía estupenda.

Los dos se fueron a casa. Al llegar a la mañana siguiente, dispondrían de información que amenazaba con echar por la ventana su teoría.

Los dos chicos negros que bajaron de la furgoneta de la panadería, con las manos en alto, no podían tener más de quince años.

Los agentes de policía, uno de ellos una mujer negra llamada Clea Barnes, siguieron apuntando al conductor. Su compañero, Barney Royce, era diez años mayor que ella y no tenía tan buena puntería. Él estaba y había estado siempre en la media. Por suerte, en sus veintiséis años de servicio nunca había tenido que disparar a nadie. Clea, sin embargo, en cuatro años de vestir el uniforme, había tenido que disparar a tres personas. Ninguna de ellas había muerto. Barney suponía que los punks y los borrachos creían que Clea era presa fácil. Se equivocaban.

– Alejaos de la furgoneta -ordenó Barney.

– No hemos hecho nada -dijo el conductor con malas maneras que ambos policías conocían de sobra.

– No -dijo Clea-. Sí que habéis hecho algo. ¿De dónde habéis sacado esa furgoneta?

Los dos chicos, ambos con anoraks negros sin gorras ni gorros, miraron hacia la furgoneta como si no la hubiesen visto antes.

– ¿Esta furgoneta? -dijo el conductor cuando Barney se acercó a los chicos para comprobar si iban armados. No llevaban nada.

– Esa furgoneta -repitió Clea con paciencia.

– Un amigo nos deja conducirla -dijo el conductor.

– Háblanos de ese amigo -dijo Barney.

– Es un amigo -dijo el conductor encogiéndose de hombros.

– Nombre, color de piel… -dijo Clea.

– Un tío blanco -dijo el conductor-. No pillé su nombre.

– No sabes su nombre pero te deja llevar su furgoneta -dijo Barney.

– Así es -respondió el chico.

– Tenéis una oportunidad -dijo Clea-. Os vamos a meter en el coche, os tomaremos las huellas, veremos si estáis fichados, y si nos decís la verdad podréis marcharos. Ahora mismo. Pero sin tonterías.

El muchacho sacudió la cabeza y miró a su amigo.

El otro habló por primera vez.

– Estábamos en Brooklyn -dijo-. Fuimos a ver a unos amigos. De camino al metro, vimos a ese grandullón blanco caminando por ahí. Dando vueltas delante de una tienda. No es la clase de barrio en el que esperas encontrar a un blanco dando vueltas, ya sea grandullón o no.

– ¿Así que decidisteis robarle? -preguntó Barney.

– Yo no he dicho eso. Además, mientras caminábamos, llegó un taxi. El se montó. Le echamos un vistazo a la furgoneta cuando el taxi se largó. Tenía las llaves puestas.

– ¿Y os la llevasteis? -preguntó Clea.

– Era mejor que el metro -dijo el primer muchacho.

– ¿Dónde está esa tienda de Brooklyn? -preguntó Barney.

– Avenida Flatbush -respondió el segundo chico-. J.V.’s Deli.

– Bien -dijo Clea-. Y ahora la pregunta del millón, la que a lo mejor permite que os larguéis si no tenéis cargos: ¿qué clase de taxi era y a qué hora se montó en él el tipo grandullón?

El segundo chaval sonrió y dijo:

– Era uno de esos servicios de automóviles. Green Cab número 4304. Se montó pocos minutos después de las nueve.

Aiden se dio una ducha, se lavó el cabello, se puso uno de sus pijamas más calentitos y encendió el televisor de su dormitorio. The Daily Show empezaría dentro de una media hora. Mientras tanto, sintonizó la CNN y se acomodó con una libreta, echándole un vistazo de vez en cuando a la pantalla.

En la libreta había escrito:

«Uno, llamar al agente de Cormier. Preguntarle sobre el calibre 22 que, supuestamente, le dio. Preguntarle por los manuscritos que le entrega. ¿En disquete? ¿Impresos?

»Dos, ¿tenemos indicios suficientes para pedir una orden de registro del apartamento de Cormier? Hablarlo con Mac.

»Tres, averiguar más cosas sobre el pasado de Cormier.

»Cuatro, hablar con todos los inquilinos que usan el ascensor. Averiguar si tienen alguna pistola calibre 22. Podemos equivocarnos con Cormier. Aunque no lo creo».

No había quedado gran cosa de la bala, pero sí lo suficiente para hacerla coincidir con el arma si la encontraban.

Atendió a medias a The Daily Show, intentando descubrir si había pasado por alto algo. Tomó unas cuantas notas más cuando el programa acabó, después sintonizó la ABC para ver Nightline. Esa noche se hablaba sobre los asesinos en serie, y se preguntaba si eran una representación del mal. Los invitados eran un abogado, un analista del FBI, un psicólogo y un psiquiatra.