– Es usted buena -dijo él con respeto.
– Gracias. Haga que todo el mundo deje de disparar y dígales que dejen sus armas.
– ¿Por qué demonios…? -empezó a decir.
– Porque ahí hay un candado -dijo-. Y voy a meterlo en una bolsa de plástico y guardarlo como prueba.
– Todo está arreglado -dijo Arthur Greenberg.
Mac le había llamado para volver a comprobar.
– La nieve, la lluvia, ni siquiera la temible ira de Dios podría detenernos -prosiguió Greenberg-. ¿Hay alguien a quien quiera que se lo notifiquemos?
– No -dijo Mac.
Estaba en el juzgado esperando a que un detective de homicidios llamado Martin Witz y una ayudante de narcóticos llamada Ellen Carasco saliesen del despacho del juez Meriman con una orden de registro para el apartamento de Louisa Cormier.
– Entonces -dijo Greenberg-, ¿nos veremos mañana por la mañana a las diez?
– Sí -dijo Mac con la vista clavada en la sólida puerta de madera con el nombre del juez Meriman gravado de manera impresionante en la pulida placa metálica.
Greenberg colgó. Y también lo hizo Mac en cuanto se abrió la puerta del juez Meriman y Ellen salió.
– Quiere hablar contigo -le dijo a Mac.
Carasco aparentaba estar delgada, pero Mac sabía que debajo de aquellas ropas más bien holgadas se escondía la impresionante musculatura de una culturista. Era una de las treinta mejores culturistas del mundo en su categoría. Su rostro era claro, hermoso y su cabello largo y oscuro. Stella le había dado a entender en más de una ocasión que Carasco no le diría que no a una invitación a cenar. Mac nunca había seguido sus sugerencias. Y no tenía pensado hacerlo.
Mac la siguió al interior de la oficina del juez, donde el detective Martin Witz estaba sentado en un sillón de cuero rojizo frente a Meriman, al otro lado de su mesa.
Meriman, cercano a la jubilación, orgulloso de su mata de pelo canoso y su bien perfilado bigote, asintió hacia Mac y éste hizo lo mismo.
– Hemos estado hablando de las pruebas -dijo Meriman con una modulada voz de barítono-. Quiero volver a repasarlas con usted antes de tomar una decisión.
Mac volvió a asentir. Meriman movió la mano indicándole que se sentase. Éste se sentó con la espalda recta en un sillón idéntico al de Witz. Carasco permaneció de pie entre los dos hombres sentados.
– La víctima es Charles Lutnikov -dijo Mac-. Vivía en el mismo edificio que Louisa Cormier. Se conocían.
– ¿Hasta qué punto? -preguntó el juez.
– Por lo que hemos podido comprobar, bastante bien -dijo Mac.
Mac le habló al juez del candado de la caja del club de tiro que Aiden Burn había encontrado, de la recuperación de la bala en el hueco del ascensor, de la cinta de máquina de escribir y de lo que transcribieron de ella, del informe elaborado por Kindem, que decía que alguna otra persona podía haber escrito la mayoría de las novelas de Cormier.
– ¿Se ha comprobado si el arma y la bala coinciden? -preguntó Meriman.
– Estamos en ello -dijo Mac.
– Poca cosa -dijo Meriman cruzando las manos y mirando a sus tres visitantes.
– Se han firmado órdenes judiciales con menos que eso -dijo Carasco.
– Dos detalles informativos -dijo Meriman-. Primero, hablamos de una escritora mundialmente famosa, una persona con recursos suficientes para contratar al mejor abogado. Segundo, vuestras pruebas son circunstanciales y sin sustancia. Muy sugerentes, lo reconozco, pero…
El teléfono de Mac vibró con insistencia en su bolsillo. Metió la mano para sacarlo.
– Lo siento, señoría, pero puede ser pertinente.
– Que sea breve -dijo el juez mirando hacia el reloj que colgaba de la pared-, y cuelgue si no se trata de nada relacionado con esta petición de orden judicial.
Mac respondió a la llamada.
– Sí.
Escuchó. La llamada no duró más de diez segundos. Colgó el teléfono y lo guardó en su bolsillo de nuevo.
– Era la CSI Burn. El candado que faltaba de la caja tiene dos claras huellas de Louisa Cormier.
– Era su arma -dijo el juez.
– No -replicó Mac-. Pertenecía al club de tiro. Ella no tenía llave, pero, según el propietario, sabía dónde estaba la caja.
Aiden le había dicho algo más, algo que Mac no iba a compartir con el juez, a menos que se sintiera presionado. La bala encontrada en el hueco de la escalera y la pistola del club de tiro no casaban.
¿Por qué -pensó Mac- había entrado Louisa Cormier en el negocio de Drietch para coger un arma que no era precisamente el arma homicida? El problema, se dijo, era que su principal sospechosa escribía novelas de misterio y sabía cómo hacer que una sencilla investigación pareciese propia de la Tierra de Oz.
El juez Meriman giró sobre su silla y miró por la ventana hacia el amenazador cielo gris. Se volvió hacia ellos y dijo:
– Firmaré una orden relativa a Louisa Cormier con el propósito de buscar una pistola del calibre 22 para compararla con la bala que encontró su investigadora.
No había modo de que la bala coincidiese con el arma que Louisa Cormier les había enseñado. Mac estaba seguro de que no había sido disparada en los últimos dos o tres días, probablemente desde hacía mucho más tiempo. Las posibilidades de que existiese una tercera pistola calibre 22 eran mínimas. Si existía una tercera pistola, el arma del crimen, y él no lo descartaba, Louisa Cormier sin lugar a dudas se habría deshecho de la misma a esas alturas. Por el momento, sin embargo, Mac estaba dispuesto a aceptar lo que le proponía el juez.
– Gracias -dijo Mac.
– Y necesitaré pruebas forenses de que el arma en cuestión, si la encuentran, fue disparada. Si la pistola calibre 22 del club de tiro no es el arma del crimen, podrá hacer pruebas de tiro de todas las 22 que encuentre en el apartamento de Louisa Cormier para determinar si la bala que mató a Charles Lutnikov salió de dicha arma.
Mac y el juez compartieron una mirada de secreto entendimiento.
– Si durante la búsqueda del objeto indicado encuentra pruebas ulteriores de la implicación de Louisa Cormier en el asesinato que se está investigando, esas pruebas tendrán que ser descubiertas durante la búsqueda de la pistola. ¿Queda claro?
– Sí -dijeron Carasco, Witz y Taylor a coro.
– Entonces, ya está -dijo Meriman.
Meriman tomó el teléfono y apretó un botón. Le dijo a alguien que pasase a su oficina.
– Hay una cosa más que tiene que saber, señoría -dijo Carasco-. Tenemos una confesión de un tercero.
El juez apoyó la espalda en el respaldo del asiento dando un suspiro de irritación.
– El detective Taylor cree que la confesión es falsa -añadió Carasco.
– Cuando tengan pruebas de que la confesión es falsa, entonces les firmaré la orden de registro para el apartamento de Louisa Cormier -dijo Meriman-. Y ahora váyanse. Ya me han hecho perder bastante tiempo.
Los tres visitantes salieron de la oficina, y al instante escucharon cómo el juez encendía la radio.
13
– El señor Marco no tiene nada que decirles -dijo Helen Grandfield cuando Stella y Danny entraron en la oficina acompañados por los dos agentes de uniforme-. Esto es una propiedad privada, así que si no traen una orden judicial…
– Esto es el escenario de un crimen -dijo Stella.
El olor de pan cocido debía de ser muy fuerte, pero Stella no olía nada. Tuvo que controlar sus deseos de sonarse la nariz.
– ¿Qué crimen? -dijo Helen Grandfield poniéndose en pie.
– Disponemos de sólidas pruebas que dan a entender que en el pasillo de la panadería se asesinó a un agente de policía -dijo Danny.
Helen Grandfield miró a Danny, a los dos agentes uniformados que habían venido con ellos y después a Stella.