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– Las dejó a plena vista -dijo Aiden.

– Como en su cuarta novela -dijo Mac-. Aunque más bien debería decir en la primera de las novelas de Charles Lutnikov firmada por Louisa Cormier, si bien en ese caso se trataba de una pala.

– ¿Huellas?

– Una -dijo Mac-. Parcial. Lo bastante buena para una identificación positiva. Es de Louisa Cormier.

– Ahora voy para allí -dijo Aiden cerrando su teléfono móvil. Fue en busca de los dos agentes que peinaban la zona.

– Me voy al hospital -dijo él.

– De acuerdo -dijo Aiden, que no estaba segura de cómo enfrentarse de nuevo a Louisa Cormier. No tenía claro si aquella mujer era astuta y manipuladora o si se había visto envuelta en una pesadilla. Aiden no sabía por cuál de las dos opciones apostar.

16

Una playa de guijarros blancos planeaba sobre Stella cuando abrió los ojos. Incluso podía escuchar el rítmico batir de algo que no podía ser otra cosa que olas.

Stella no tenía vacaciones desde hacía… tres años. Nunca había querido hacerlas, nunca había querido irse. Siempre había un nuevo caso o uno sin acabar.

Las imágenes del despertar desaparecieron en cuestión de segundos y se percató de que la playa de guijarros blancos era el techo y el sonido de las olas era el monitor cuyos finos tentáculos tenía adheridos por todo el cuerpo.

Stella tenía la boca seca.

Volvió la cabeza y vio a Mac a su izquierda.

– ¿Cómo…? -empezó a decir, pero el resto resultó ser un balbuceo dolorosamente incoherente.

Tosió con dolor y señaló hacia la jarra de agua y el vaso que estaban sobre la mesita junto a la cama. Mac asintió, le sirvió agua, le quitó el envoltorio a una pajita y la metió en el vaso.

– Despacio -dijo Mac agarrando el vaso para que pudiese beber.

El primer sorbo le quemó. Sintió una ligera arcada, pero pasó y pudo seguir bebiendo.

– ¿Es muy grave? -preguntó.

– Te pondrás bien -dijo Mac-. Te desmayaste. Danny y Hawkes te trajeron aquí. El amigo de Hawkes ha empezado con glucosa y antibióticos. Ha encontrado a un experto en leptospirosis en Honolulu, le llamó y… aquí estás tú.

– ¿Cuánto tiempo voy a estar aquí?

– Unos cuantos días. Y después tendrás que estar otros pocos más en casa -dijo Mac-. Si hubieses tenido un poco de cuidado cuando empezaste a sentirte mal, ahora no estarías aquí.

– Soy adicta al trabajo -dijo con lo que esperaba que fuese una sonrisa.

Mac también sonrió. Stella le echó un vistazo a la habitación del hospital. No había gran cosa que ver. Una ventana a su izquierda y una en la esquina dejaban ver un edificio rojo al otro lado de la calle. De la pared colgaba la reproducción de un cuadro que ella reconoció: tres mujeres vestidas de campesinas en un campo, con haces de heno a su espalda. Las mujeres estaban inclinadas recogiendo algo -alubias, arroz- y lo iban dejando en unas cestas que había en el suelo.

Mac siguió su mirada.

– La mujer de la derecha -dijo Stella- siente dolor. Mira la C deformada que forma su espalda tras años de doblarse. Cuando se pone en pie, le duele y se inclina. Dentro de poco tiempo ya no será capaz de inclinarse así.

– ¿Quieres que la investiguemos? -preguntó Mac.

– No, a menos que alguien la mate o ella mate a alguien -dijo Stella sin apartar la mirada del cuadro-. ¿De qué época crees que es ese cuadro?

– Jean-François Millet -dijo Mac-. El cuadro se titula Las espigadoras, es del año 1857.

Stella se volvió para mirarle pero no dijo nada.

– Mi mujer tenía algunos cuadros en su trabajo -dijo Mac-. Uno de los momentos más destacados de nuestro viaje a Europa fue Ángelus de Millet en el Museo de Orsay.

Stella asintió. Era más información sobre su esposa muerta de la que le había dado nunca.

La sonrisa de Mac se ensanchó.

– Ella apreció la belleza del cuadro -dijo-. Y tú ves a una mujer con problemas médicos.

– Lo lamento -dijo Stella.

– No -dijo Mac-. Las dos tenéis razón.

– Mac -dijo ella- sé quién mató a Alberta Spanio, y no fue El Jockey.

Cuando Don Flack respondió al teléfono móvil, Mac le dijo lo que Stella acababa de comunicarle.

– Voy para allí ahora mismo -dijo Flack.

– ¿Necesitas refuerzos? -preguntó Mac.

– No lo creo.

– ¿Algo nuevo sobre Guista?

– Le encontraré -dijo Flack tocándose la zona blanda de sus costillas rotas.

Flack cerró el teléfono móvil y siguió conduciendo, pero en lugar de dirigirse a la panadería Marco’s, encaró hacia Flushing, Queens.

La temperatura había subido hasta 9 ºC bajo cero y había dejado de nevar. El tráfico avanzaba despacio, y tras casi cuatro días de tormenta de nieve la sensibilidad de la gente estaba a flor de piel. Conducir a ritmo de caracol podía acabar con la paciencia de cualquiera.

Don le echó un vistazo a su reloj. Sonó el teléfono. De nuevo, era Mac.

– ¿Dónde estás? -preguntó Mac.

Don se lo dijo.

– Recoge a Danny en el laboratorio. Tiene las fotografías del escenario del crimen y Stella le ha puesto al corriente -dijo Mac.

– De acuerdo -dijo Flack-. ¿Cómo se encuentra?

– Bien, los médicos dicen que volverá al trabajo en unos cuantos días.

– Dale recuerdos de mi parte -dijo Don antes de colgar.

Danny esperaba tras las puertas de cristal cubierto con un abrigo que le llegaba hasta las rodillas y una gorra con orejeras. Llevaba un maletín en una mano y con la otra le hizo un gesto a Don para hacerle saber que ya salía.

En cuanto abrió la puerta, sus gafas se empañaron y tuvo que detenerse a limpiarlas con un pañuelo.

– Frío -dijo al meterse en el coche.

– Frío -convino Flack.

Camino de Flushing, Danny Messer le contó a Flack todo lo que Stella le había dicho por teléfono. Flack buscó fisuras, alternativas a la conclusión de Stella, pero no pudo encontrar nada. Puso en marcha la radio y escuchó las noticias hasta que llegaron frente a la casa de Taxx.

Taxx abrió la puerta. Llevaba unos vaqueros, camisa blanca con el cuello abierto y un jersey de lana marrón. Tenía una taza de café en la mano. En la misma se leía con grandes letras rojas brillantes la palabra «Papá».

– ¿Hay alguien más en casa? -preguntó Don.

Había un televisor encendido en alguna parte de la casa. En un programa, una mujer reía. A Don aquella risa le pareció poco sincera.

– Estoy solo y aburrido -dijo Taxx dando un paso atrás para permitir la entrada a los dos hombres-. Sigo suspendido hasta que acabe la investigación.

Taxx les condujo al salón y les preguntó por encima del hombro si querían tomar un café o una Coca-Cola light. Ambos declinaron su oferta.

Taxx se sentó en un mullido sillón y Don y Danny lo hicieron en el sofá.

– ¿Qué os ha traído aquí? -preguntó Taxx dándole un sorbo a su café.

– Unas cuantas preguntas -dijo Flack.

– Dispara.

– Cuando echasteis abajo la puerta del dormitorio de Alberta Spanio, ¿fuiste de inmediato a su cama?

– Así es -dijo Taxx.

– ¿Y enviaste a Collier al lavabo? -prosiguió Flack.

– Yo no diría que lo envié. Hicimos lo que teníamos que hacer. ¿Qué…?

– Collier declaró que le dijiste que comprobase el lavabo -dijo Flack.

– Es probable.

– ¿Entraste tú en el lavabo cuando él salió?

Taxx pensó durante unos segundos y después respondió:

– No. Fuimos al salón y comunicamos el asesinato. Ninguno de los dos volvió a entrar en el lavabo. Era el escenario de un crimen.

– Collier dijo que se metió en la bañera y sacó la cabeza por la ventana -dijo Flack.