– No estaba allí dentro con él -dijo Taxx perplejo.
– Danny, enséñale las fotografías -dijo Flack.
Danny abrió el maletín y sacó el puñado de fotografías del escenario del crimen que habían tomado Stella y él. Seleccionó cuatro de ellas y se las pasó a Taxx. Las cuatro eran de la bañera y de la ventana abierta. Taxx observó las fotografías y después se las devolvió a Danny.
– ¿Qué se supone que tengo que ver en esas fotografías? -preguntó Taxx dejando su taza de café.
– No hay nieve, no hay señal de nieve o hielo en la bañera -dijo Flack-. Hacía demasiado frío en la habitación para que la nieve se hubiese deshecho.
– ¿Y? -preguntó Taxx.
– Si alguien hubiese entrado por la ventana para matar a Alberta Spanio, tendría que haber tirado dentro la nieve que se había acumulado en la ventana.
Taxx asintió.
– Tal vez se sacudió la nieve de los brazos y las piernas en lugar de tirarla dentro -dijo Taxx.
– ¿Por qué? -preguntó Danny-. Que lo hiciese no ayudaría en nada a encubrir el crimen. La ventana estaba abierta. No tiene sentido hacer otra cosa que colarse por la ventana, tirar la nieve dentro, subirse a la bañera, matar a Spanio y salir por el mismo sitio.
– Alguien desde dentro del lavabo tiró la nieve fuera -dijo Flack.
– ¿Por qué? ¿Quién? ¿Collier? ¿Alberta? -preguntó Taxx.
– Alberta Spanio estaba fuera de combate debido a una sobredosis de pastillas para dormir -dijo Danny- y aunque no lo hubiese estado, ¿para qué abrir una ventana y dejar que entre el aire y la nieve y la temperatura baje hasta 17 ºC bajo cero?
– ¿Collier? -preguntó Taxx.
– Creemos que quien mató a Alberta Spanio limpió esa nieve, porque quería hacernos creer que alguien había entrado por la ventana -dijo Flack-. Porque si el asesinato no lo había cometido alguien que hubiese entrado por la ventana, eso dejaba sólo dos posibles sospechosos.
Taxx no dijo nada. Tenía la lengua apretada contra el lado interno de la boca.
– ¿Collier? -repitió.
– ¿Cuándo y cómo? -preguntó Danny-. La puerta del dormitorio estuvo cerrada toda la noche.
– Y la ventana del lavabo estaba cerrada -les recordó Taxx-. Tanto Collier como yo lo comprobamos. Salimos juntos del dormitorio.
– Pero por la mañana, tirasteis la puerta abajo y uno de vosotros fue a la cama de Spanio mientras el otro iba al lavabo -dijo Danny-. Ese fue el único momento en que pudo ser asesinada. Tú fuiste a la cama, sacaste el cuchillo de tu bolsillo y se lo clavaste en el cuello. Cuestión de cinco segundos. Un CSI lo comprobó.
– La mujer -dijo Taxx mirando por la ventana.
– Stella se lo imaginó -confirmó Don.
– Dario Marco contrató a Guista y a Jake Laudano para que alquilasen una habitación en el hotel Brevard -dijo Flack-. Se suponía que los verían, un hombre grande y fuerte y un tipo muy bajito. También se suponía que pensaríamos que ellos eran los asesinos de Spanio, para que el auténtico asesino, tú, no resultase sospechoso.
– Guista estaba allí para abrir la ventana del lavabo mediante una cadena que enganchó en el aro que tú habías atornillado en la ventana del lavabo.
– Se sostiene por un pelo -dijo Taxx.
– Quizás -aceptó Flack-, pero estamos detrás de Jake Laudano y cuando los tengamos a él y a Guista, el fiscal del distrito negociará con ellos y hablarán.
– ¿Estoy detenido? -preguntó Taxx.
– Lo vas a estar -dijo Flack.
– Creo que debería llamar a un abogado -dijo Taxx.
– Parece lo más adecuado -dijo Flack.
El detective se puso en pie y sintió una punzada de dolor en las costillas. Dio los cuatro pasos hasta Taxx y le esposó las manos a la espalda.
Don se ajustó las gafas y apartó las fotografías mientras Flack le recitaba sus derechos. Don habló muy despacio, y por alguna extraña razón le pareció una plegaria bien memorizada.
Aiden examinó las tenazas de cortar hierro y el candado roto. Había tomado una estupenda fotografía en primer plano de los dos bordes, los de las tenazas y las marcas que quedaron en el candado.
Estaba sentada en el laboratorio comparándolas.
Las diminutas crestas de la cuchilla resultaban casi invisibles para un observador cualquiera, pero de cerca eran tan buenas como una huella dactilar. No tuvo ninguna duda. Tampoco la tendrían los miembros del jurado. El candado que Aiden había encontrado en el club de tiro había sido cortado con las tenazas que Mac hallara en el sótano del edificio de Louisa Cormier.
Levantó el teléfono, llamó a Mac y le dijo lo que había descubierto.
– Es suficiente -dijo Mac.
– ¿Suficiente para…? -dijo dejando la pregunta a medias.
– Arrestarla -dijo Mac-. Nos encontraremos en el apartamento de Cormier con alguien de homicidios.
Aiden colgó. Todas las pruebas contra Louisa Cormier eran circunstanciales. No había testigos y no habían encontrado el arma. Pero la mayoría de los casos que se ganaban en los juzgados se debían a pruebas circunstanciales convincentes. Los abogados defensores inteligentes podían intentar rebatirlas, crear escenarios alternativos, explicar errores, confundir al personal, pero Aiden, que se había puesto en pie y caminaba ya en busca de su abrigo, no creía que ninguna clase de ofuscación pudiese anular las pruebas.
Las tenazas de cortar hierro que habían usado para abrir el candado de la caja en la que se guardaba la pistola calibre 22, un arma con la que Louisa Cormier solía practicar; el manuscrito con los agujeros de bala que Louisa había recogido de las manos moribundas de Charles Lutnikov y que ella había copiado llevada por el frenesí; la prueba de que Lutnikov era el autor de las novelas de Louisa Cormier.
Aiden se puso el abrigo y se dirigió al ascensor, pensando. «Todavía no tenemos el arma homicida, ni un motivo, y Louisa Cormier tiene a Noah Pease.»
Tal vez debieran esperar, seguir reuniendo pruebas, encontrar el arma y el motivo. Pero Mac le había dicho que con lo que tenían era suficiente, y Aiden confiaba en su capacidad de juicio.
– Esto es acoso -dijo furiosa Louisa Cormier cuando abrió la puerta.
Aiden se dio cuenta de que Louisa mantenía las manos unidas para evitar que se viese que temblaba. Los ojos de Louisa recayeron en el hombre de traje azul que acompañaba a los dos CSI.
– No les voy a invitar a entrar -dijo ella-. Voy a llamar a mi abogado. Voy a pedir un requerimiento judicial contra usted y todos…
– No queremos entrar -dijo Mac.
Louisa Cormier parecía anonadada.
– ¿No? Pues bien, tal como me ha indicado mi abogado, no voy a responder a ninguna de sus preguntas.
– No tiene por qué -dijo Mac-. Pero tendrá que acompañarnos. Queda detenida.
– Yo… -empezó a decir Louisa.
– Y si le parece bien, nos gustaría llevarnos su Walther. Este detective la acompañará para recogerla. Tenemos los papeles que nos permiten hacerlo.
Mac introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pliego con tres hojas de papel.
– No pueden -dijo Louisa Cormier-. Ya les mostré esa pistola. Saben que no ha sido utilizada.
– Creemos que sí lo ha sido -dijo Aiden.
Louisa Cormier sintió un vahído. Aiden dio un paso al frente para agarrarle del brazo y sintió una oleada del perfume de la escritora, de esencia de gardenia, exactamente igual que el que usaba la madre de Aiden.
Stevie ascendió poco a poco por las oscuras escaleras, arrastrando su maltrecha pierna. Cuando llegó a la planta baja, el olor de la panadería le llegó a través de la puerta de la izquierda.
Le gustaba la panadería, el olor de pan recién hecho, conducir la furgoneta, hablar con los clientes de su ruta. Sabía que en cuestión de minutos todo eso desaparecería, que él, de un modo u otro, desaparecería. No era justo, pero su error había sido olvidar que la vida era injusta y confiar y serle fiel a Dario Marco.