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Abrió la puerta una joven de cara seria que lucía una bata blanca cortada para resaltar su silueta. Era atractiva pero no hasta el punto de desconcertar, y su breve sonrisa de bienvenida era más amenazante que afectuosa. Delegada de clase, jefa de patrulla exploradora, pensó Rhoda. En todos los sextos cursos había una.

La sala de espera a la que la hicieron pasar se ajustaba tanto a sus expectativas que por un momento tuvo la impresión de que ya había estado antes allí. El lugar conseguía alcanzar cierta opulencia aun sin contener nada de verdadera calidad. La gran mesa central de caoba, con sus ejemplares de Country Life y Horse and Hounds y las más distinguidas revistas de mujeres cuya pulcra alineación disuadía a uno de leerlas, era imponente pero no elegante. Las sillas variadas, unas de respaldo recto, otras más cómodas, parecían haber sido adquiridas en la liquidación de una casa de campo y a la vez haber sido muy poco utilizadas. Los cuadros de caza eran grandes y lo bastante mediocres para desanimar a los ladrones, y Rhoda dudó de si los dos jarrones de balaustre alto en la repisa de la chimenea eran auténticos.

Ninguno de los pacientes salvo ella daba ninguna pista sobre la habilidad concreta que requerirían. Como siempre, Rhoda fue capaz de observarlos discretamente sabiendo que no habría ojos curiosos que se fijaran en ella mucho rato. Cuando entró, alzaron la vista, pero no hubo breves inclinaciones de cabeza a modo de reconocimiento. Convertirse en un paciente era renunciar a una parte de uno mismo, ser recibido en un sistema que, por benigno que fuera, le robaba a uno sutilmente la iniciativa, casi la voluntad. Estaban todos sentados, pacientemente conformes, en sus mundos privados. Una mujer de mediana edad, con una niña sentada a su lado, miraba inexpresiva al vacío. La niña, aburrida, los ojos inquietos, se puso a golpetear suavemente con los pies la pata de la mesa hasta que la mujer, sin mirarla, tendió una mano de contención. Frente a ellas, un hombre joven, que por el traje que llevaba parecía la personificación de un financiero de la City, sacó el Financial Times del maletín y, tras desplegarlo con pericia de experto, concentró su atención en la página. Una mujer vestida a la moda se acercó en silencio a la mesa y examinó las revistas, y acto seguido, tras descartar la opción, volvió a su asiento junto a la ventana y siguió con la mirada fija en la calle desierta.

Rhoda no tuvo que esperar mucho rato. La misma joven que la había hecho pasar se le acercó y le comunicó discretamente que el señor Chandler-Powell podía atenderla. Siendo su especialidad la que era, la discreción evidentemente comenzaba en la sala de espera. La joven la acompañó a una habitación grande y luminosa situada al otro lado del vestíbulo. Las dos altas ventanas dobles que daban a la calle tenían puestas cortinas de hilo grueso y unos visillos casi transparentes que suavizaban el sol invernal. En cuanto a muebles o complementos, la estancia no tenía prácticamente nada de lo que ella habría esperado; era más un salón que un despacho. Un atractivo biombo lacado, decorado con una escena rural de prados, río y montañas lejanas, estaba colocado oblicuamente a la izquierda de la puerta. Sin duda era antiguo, tal vez del siglo XVIII. Quizá, pensó Rhoda, ocultaba un lavamanos, o incluso un sofá, aunque esto no parecía probable. Era difícil imaginar a alguien quitándose la ropa en este escenario doméstico bien que opulento. Había dos sillones, uno a cada lado de la chimenea de mármol, y una mesa de caoba con pie central, y delante de la misma dos sillas de respaldo recto. La única pintura al óleo estaba sobre la repisa de la chimenea, un gran cuadro de una casa estilo Tudor con una familia del siglo XVIII esmeradamente agrupada delante, el padre y dos hijos varones montados a caballo, la esposa y tres hijas pequeñas en un faetón. En la pared del otro lado había una hilera de grabados coloreados del Londres del siglo XVIII. Estos y el óleo contribuyeron a que Rhoda tuviera la sutil sensación de hallarse en otra época.

El señor Chandler-Powell estaba sentado a la mesa y, al entrar ella, se puso en pie y se acercó a estrecharle la mano indicándole una de las dos sillas. El contacto fue firme pero momentáneo, la mano fría. Rhoda creía que él llevaría un traje oscuro, pero vestía una elegante chaqueta de tweed gris pálido, de espléndido corte, que paradójicamente daba mayor impresión de formalidad. Situados uno enfrente del otro, ella veía un rostro huesudo, fuerte, con una larga boca móvil y unos brillantes ojos color avellana bajo unas cejas marcadas. El cabello castaño, arreglado y algo rebelde, estaba peinado sobre una frente alta, de modo que unos mechones le caían casi sobre el ojo derecho. La impresión inmediata que daba era de confianza, y ella lo reconoció al instante: una pátina que tenía algo que ver con el éxito, aunque no todo. Era diferente de la confianza con la que estaba familiarizada como periodista: celebridades, con los ojos siempre ávidos del siguiente fotógrafo, listas para adoptar la postura correcta; personas insignificantes que parecían saber que su notoriedad era un montaje de los medios de comunicación, una fama transitoria que sólo su desesperado autoconvencimiento podía mantener. El hombre que estaba delante de ella tenía la íntima convicción de alguien que se halla en lo más alto de su profesión, seguro, inviolable. También detectó una pizca de arrogancia no del todo disimulada, pero se dijo a sí misma que esto podía ser un prejuicio. Maestro en Cirugía. Bueno, encajaba bien en el papel.

– Señorita Gradwyn, viene usted sin una carta de su médico de cabecera. -Quedó establecido como un hecho, no como un reproche. Su voz era profunda y atractiva, pero con un rastro de acento que ella no supo identificar y que no esperaba.

– Me pareció una pérdida de tiempo, para él y para mí. Me inscribí en la consulta del doctor Macintyre hace unos ocho años como paciente del Servicio Nacional de Salud y nunca he necesitado consultarle a él ni a ninguno de sus colegas. Sólo voy dos veces al año a que me tomen la presión. Y esto normalmente lo hace la enfermera.

– Conozco al doctor Macintyre. Hablaré de esto con él.

Sin decir nada más, se le acercó y giró la lámpara de mesa para que su brillante haz de luz le diera en plena cara. Sus dedos eran fríos mientras tocaban la piel de cada mejilla, pellizcándola y haciendo pliegues. El tacto era tan impersonal que parecía un insulto. Rhoda se preguntó por qué el hombre no había desaparecido tras el biombo para lavarse las manos, aunque quizá, si lo consideró necesario en esta cita preliminar, lo había hecho antes de entrar ella en la habitación. Hubo un momento en que, sin tocar la cicatriz, el médico la inspeccionó en silencio. Luego apagó la luz y volvió a sentarse. Con los ojos puestos en el expediente que tenía delante, dijo:

– ¿Cuánto tiempo hace de esto?

Ella se sobresaltó al oír la frase.

– Treinta y cuatro años.

– ¿Cómo ocurrió?

– ¿Es necesario responder a esta pregunta? -dijo ella.

– No, a menos que la herida fuera autoinfligida. Presumo que no lo fue.

– No, no fue autoinfligida.

– Y ha esperado usted treinta y cuatro años a hacer algo al respecto. ¿Por qué ahora, señorita Gradwyn?

Hubo una pausa; luego ella dijo:

– Porque ya no la necesito.

El médico no replicó, pero la mano que tomaba notas en el expediente se quedó inmóvil por unos instantes. Levantó la vista de los papeles.

– ¿Qué espera de esta operación, señorita Gradwyn?

– Me gustaría que la cicatriz desapareciera, pero comprendo que esto es imposible. Supongo que lo que espero es una línea fina, no esta cicatriz ancha y hundida.