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Se le fue apagando la voz.

– Empecemos desde el momento en que llegó. ¿Condujo desde Londres?

– Me condujeron. Robert me trajo en el Rolls. Ya se lo he dicho, está esperándome para llevarme a casa. Mi esposo lo ha mandado tan pronto he telefoneado.

– ¿Y eso cuándo ha sido?

– En cuanto me dijeron que había muerto una paciente. Supongo que serían alrededor de las ocho. Había un jaleo de gente yendo y viniendo, pasos y voces, así que asomé la cabeza al pasillo y el señor Chandler-Powell vino y me explicó lo que había pasado.

– ¿Sabía que Rhoda Gradwyn era la paciente de la habitación contigua?

– No. No sabía ni siquiera que estaba aquí. Cuando llegué no la vi, y nadie me dijo nada.

– ¿La conocía usted de antes?

– Desde luego que no. A ver, ¿por qué iba a conocerla? ¿No era periodista o algo así? Stuart siempre dice que no me acerque a gente de esa clase. Les cuentas cosas y luego te traicionan. Entiéndame, no éramos del mismo círculo social.

– Pero ¿sabía usted que había alguien en la habitación de al lado?

– Bueno, sabía que Kimberley había entrado con algo de cenar. Oí el carrito. Yo no había comido nada aparte de un ligero almuerzo en casa, por supuesto. No podía por la anestesia del día siguiente. Ahora ya no importa, claro.

– ¿Podemos volver a la hora de su llegada? -dijo Dalgliesh-. ¿Cuándo fue?

– Bueno, hacia las cinco. Me recibieron en el vestíbulo el señor Westhall, la enfermera Holland y la señorita Cressett y tomé el té con ellos, pero no comí nada. Estaba demasiado oscuro para pasear por el jardín, de modo que dije que pasaría el resto del día en la suite. Tenía que levantarme bastante temprano porque vendría el anestesista, y él y el señor Chandler-Powell querrían examinarme antes de la operación. Así que fui a mi habitación y vi la televisión hasta más o menos las diez, cuando decidí acostarme.

– ¿Y qué pasó durante la noche?

– Bueno, tardé un rato en dormirme, serían las once pasadas. Pero más tarde me desperté porque necesitaba ir al cuarto de baño.

– ¿Qué hora era?

– Miré el reloj para saber cuánto había dormido. Eran alrededor de las doce menos veinte. Fue entonces cuando oí el ascensor. Está frente a la suite de la enfermera…, bueno, supongo que lo han visto. Sólo oí el suave ruido metálico de las puertas y luego una especie de ronroneo cuando empezó a bajar. Antes de volver a acostarme descorrí las cortinas y abrí la ventana. Siempre duermo con la ventana entornada y pensé que me iría bien un poco de aire. Entonces vi una luz entre las Piedras de Cheverell.

– ¿Qué clase de luz, señora Skeffington?

– Una luz pequeña moviéndose entre las piedras. Una linterna, supongo. Parpadeó y luego desapareció. Quizá su portador la apagó o apuntó hacia abajo. No la vi más. -Se calló un momento.

– ¿Y qué hizo usted entonces? -preguntó Dalgliesh.

– Bueno, estaba asustada. Recuerdo lo de la bruja que fue quemada ahí y que, según se decía, las piedras estaban encantadas. Las estrellas daban algo de luz, pero estaba muy oscuro y tuve la sensación de que allí había alguien. Bueno, seguro que había alguien, de lo contrario yo no habría visto la luz. No creo en fantasmas, desde luego, pero era algo misterioso. Horrible de veras. De pronto deseé estar con alguien, hablar con alguien, y entonces pensé en la paciente de la habitación de al lado. Pero cuando abrí la puerta para salir al pasillo caí en la cuenta de que lo que iba a hacer no era nada…, bueno, respetuoso, supongo. Al fin y al cabo, era casi medianoche. Ella probablemente dormía. Si la despertaba, quizá se quejaría a la enfermera Holland. La enfermera puede ser muy estricta si haces algo que a ella no le gusta.

– Entonces, ¿sabía usted que en la otra habitación había una mujer? -dijo Kate.

La señora Skeffington la miró, pensó Kate, como si fuera una criada recalcitrante.

– Normalmente son mujeres, ¿no? Vamos a ver, esto es una clínica de cirugía plástica. En todo caso, no llamé a la puerta. Decidí pedir a Kimberley que me subiera té y leer o escuchar la radio hasta que me sintiera cansada.

– Cuando se asomó al pasillo -dijo Dalgliesh-, ¿vio a alguien u oyó algo?

– No, claro que no. Ya lo habría dicho. El pasillo estaba vacío y muy silencioso. De veras escalofriante. Sólo la luz tenue del ascensor.

– ¿Exactamente cuándo abrió la puerta y se asomó? -preguntó Dalgliesh-. ¿Se acuerda?

– Supongo que a eso de las doce menos cinco. No estuve más de cinco minutos en la ventana. Y luego pedí el té y Kimberley me lo subió.

– ¿Le comentó lo de la luz?

– Sí. Le dije que una luz que parpadeaba entre las piedras me había asustado y no me dejaba dormir. Por eso quería el té. Y también quería compañía. Pero Kimberley no se quedó mucho rato. Supongo que no se le permite charlar con los pacientes.

Chandler-Powell intervino de súbito.

– ¿No se le ocurrió despertar a la enfermera Holland? Sabía que su habitación estaba ahí mismo. Por eso duerme en la planta de los pacientes, para estar disponible si alguien la necesita.

– Seguramente me habría tomado por tonta. Y yo no me consideraba una paciente, al menos hasta la operación. Y la verdad es que no necesitaba nada, ni medicamentos ni pastillas para dormir.

Hubo un silencio. Como si se diera cuenta por primera vez de la importancia de lo que estaba diciendo, la señora Skeffington miró a Dalgliesh y luego a Kate.

– Naturalmente, puedo haberme equivocado con la luz. Quiero decir que era muy tarde y a lo mejor imaginé cosas.

– Cuando usted salió al pasillo con la idea de visitar a la paciente de al lado -dijo Kate-, ¿estaba segura de que había visto la luz?

– Bueno, creo que sí, ¿no? Si no, no habría salido. Pero esto no significa que la luz estuviera realmente ahí. No llevaba despierta mucho rato, por lo que al mirar las piedras y pensar en la pobre mujer quemada viva tal vez imaginé que estaba viendo un fantasma.

– ¿Y antes, cuando oyó el ruido metálico de la puerta del ascensor y oyó que éste bajaba? ¿Está diciendo que esto también pudo ser imaginación suya? -preguntó Kate.

– Bueno, supongo que no imaginé que oía el ascensor. A ver, seguramente alguien lo estaba utilizando. Podría ser, ¿no? No sé, alguien que subiera al pasillo de los pacientes. Alguien que fuera a visitar a Rhoda Gradwyn, por ejemplo.

A Kate le pareció que el silencio subsiguiente duraba minutos. Entonces habló Dalgliesh.

– En algún momento de la noche pasada, ¿vio u oyó usted algo en la habitación de al lado, o en el pasillo?

– No, nada. Sé que había alguien al lado sólo porque oí entrar a la enfermera. En la clínica se respeta la intimidad de todo el mundo, ¿no?

– Seguramente la señorita Cressett se lo dijo cuando la acompañó a su habitación -dijo Chandler-Powell.

– Mencionó que había ingresado sólo otra paciente, pero no me dijo dónde estaba ni quién era. De todos modos, no veo que esto tenga importancia. Y yo pude haberme confundido con la luz. Pero con el ascensor no. Estoy segura de que oí bajar el ascensor. A lo mejor fue esto lo que me despertó. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Y ahora quiero irme a casa. Mi esposo me ha dicho que no me molestarían, que se encargaría del caso el mejor equipo de la Met y que yo estaría protegida. No quiero quedarme en un sitio donde anda un asesino suelto. Quizás era a mí a quien quería matar. Después de todo, mi esposo tiene enemigos. Los hombres poderosos siempre los tienen. Y yo estaba en la habitación de al lado, sola, indefensa. Supongamos que se equivoca de habitación y me mata a mí por error. La gente viene aquí porque cree que es un lugar seguro. Y bien caro que es. Además, ¿cómo entró? Les he contado todo lo que sé, pero no creo que pueda jurarlo ante un tribunal. No sé por qué debería hacerlo.