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– Esta idea es una chifladura, claro -dijo él como sacudiéndosela de encima.

– Desde luego. ¿Te imaginas a Candace y Marcus Westhall apareciendo en el hospital mientras su padre está in extremis, insistiendo en llevárselo a casa para meterlo en un oportuno congelador en el momento en que se muere a fin de descongelarlo ocho días después?

– No habría hecho falta que fueran al hospital. Candace lo atendió en casa los últimos dos años. Los dos viejos, el abuelo Theodore y el tío Peregrine, estaban en la misma clínica, en las afueras de Bournemouth, pero suponían tal tribulación para las enfermeras que la dirección decidió que uno de ellos debía irse. Peregrine pidió que lo alojara Candace, en cuya casa se quedó hasta el final, cuidado por un chocho médico de cabecera local. Durante estos dos años no lo vi. Se negaba a recibir visitas. Podía haber funcionado.

– No lo creo, la verdad -dijo ella-. Háblame de las otras personas de la Mansión aparte de tus primos. Las principales, en todo caso. ¿A quién conoceré?

– Bueno, está el propio gran George, naturalmente. Luego la abeja reina de los servicios de enfermería, la enfermera Flavia Holland, muy sexy si los uniformes te ponen. No te agobiaré con el resto del personal. La mayoría viene en coche desde Wareham, Bournemouth o Poole. El anestesista era un especialista del Servicio Nacional de Salud, donde aguantó todo lo que pudo hasta retirarse a una agradable casita en la costa de Purbeck. Un trabajo a tiempo parcial en la Mansión le viene muy bien. La más interesante es Helena Haverland, de soltera Cressett. La llaman administradora general, y se encarga prácticamente de todo, desde gobernar la casa hasta llevar la contabilidad. Llegó a la Mansión tras su divorcio, hace seis años. Lo intrigante de Helena es su nombre. Su padre, sir Nicolás Cressett, vendió la Mansión a George después de la debacle de Lloyds. Estaba en una organización equivocada y lo perdió todo. Cuando George puso el anuncio en que pedía un administrador general, Helena hizo la solicitud y consiguió el puesto. Alguien más sensible que George no la habría contratado. Pero ella conocía la casa a fondo, y parece que se ha vuelto indispensable, qué lista. No le caigo bien.

– Qué poco razonable.

– Sí, ¿verdad? Pero también creo que no le cae bien prácticamente nadie. En su actitud hay cierta altivez familiar. Al fin y al cabo, su familia fue dueña de la Mansión durante casi cuatrocientos años. Ah, he de mencionar a los dos cocineros, Dean y Kim Bostock. George seguramente los birló de algún sitio bueno, me han dicho que la comida es estupenda, pero nunca me han invitado a probarla. Está también la señora Frensham, la vieja gobernanta de Helena, que está al cargo de la oficina. Es la viuda de un sacerdote de la Iglesia de Inglaterra y encaja en el papel, es como tener una incómoda conciencia pública sobre dos patas acechando por todas partes para recordarle a uno sus pecados. Y también hay una chica extraña que habrán encontrado por ahí, Sharon Bateman, una especie de mensajera que realiza cometidos indeterminados en la cocina y para la señorita Cressett. Deambula por la casa llevando bandejas. En lo que a ti respecta, esto es prácticamente todo.

– ¿Cómo sabes todo esto, Robin?

– Porque tengo los ojos abiertos y los oídos atentos cuando estoy bebiendo con los vecinos en el pub del pueblo, el Cressett Arms. Soy el único que lo hace. No es que sean dados a cotillear con desconocidos. En contra de lo que comúnmente se cree, los del pueblo no. Pero he captado algunas naderías. A finales del siglo XVII, la familia Cressett tuvo una disputa tremebunda con el párroco local y no volvió a la iglesia nunca más. El pueblo se puso del lado del cura, y la enemistad se mantuvo a lo largo de los siglos, como pasa a menudo. George Chandler-Powell no ha hecho nada para cerrar las heridas. En realidad, la situación le conviene. Los pacientes van allí en busca de privacidad, y él no quiere que se hable de ellos en el pueblo. Un par de vecinas forman parte del equipo de limpieza, pero la mayoría del personal viene de más lejos. Y también está el viejo Mog, el señor Mogworthy. Trabajaba como jardinero-factótum para los Cressett, y George se ha quedado con él. Es una mina de información si uno sabe cómo sacársela.

– No me lo creo.

– ¿No te crees qué?

– No me creo este nombre. Es completamente ficticio. Nadie puede llamarse Mogworthy.

– El sí. Me dijo que había un párroco llamado así en Holy Trinity Church, Bradpole, a finales del siglo XV. Mogworthy afirma descender de él.

– Pues me extrañaría. Si el primer Mogworthy era sacerdote, sería un célibe católico romano.

– Bueno, descendería de la misma familia. De todos modos, ahí está Mogworthy. Vivía en el chalet que ahora ocupan Marcus y Candace, pero George quería la casa y lo echó. Ahora vive con su anciana hermana en el pueblo. Sí, Mog es una mina de información. Dorset está lleno de leyendas, la mayoría de ellas horrendas, y Mog es el experto. En realidad, no nació en el condado. Sus antepasados sí, pero el padre se trasladó a Lambeth antes de nacer Mog. Haz que te hable de las Piedras de Cheverell.

– Nunca he oído hablar de ellas.

– Pues si Mog anda cerca, oirás. Y no puedes perdértelas. Es un círculo del neolítico en un campo que hay junto a la Mansión. La historia es ciertamente horripilante.

– Cuéntame.

– No, se lo dejo a Mog o a Sharon. Según Mog, ella está obsesionada con esas piedras.

El camarero estaba sirviendo el segundo plato y Robin se quedó callado, contemplando la comida con satisfecha aprobación. Rhoda tuvo la impresión de que él estaba perdiendo interés en la Mansión Cheverell. La charla pasó a ser inconexa, la cabeza de Robin estuvo obviamente en otra parte hasta el momento del café. Entonces él la miró, y ella volvió a quedar impresionada por la profundidad y la claridad de aquellos ojos azules casi inhumanos. El poder de su concentrada mirada era turbador. Robin extendió la mano en la mesa.

– Rhoda -dijo-, vuelve al piso esta tarde. Ahora. Por favor. Es importante. Hemos de hablar.

– Hemos estado hablando.

– Sobre todo de ti y de la Mansión. No de nosotros.

– ¿No te espera Jeremy? ¿No deberías estar aleccionando a tus clientes sobre cómo hacer frente a camareros aterradores y al vino que huele a corcho?

– La mayoría de los míos vienen por la noche. Por favor, Rhoda.

Ella se inclinó para coger el bolso.

– Lo siento, Robin, pero no puede ser. Antes de ir a la Mansión tengo mucho que hacer.

– Puede ser, siempre puede ser. Lo que pasa es que no quieres venir.

– Puede ser, pero en este momento no es conveniente. Hablemos después de la operación.

– Entonces tal vez sea demasiado tarde.

– ¿Demasiado tarde para qué?

– Para un montón de cosas. ¿No ves que me aterra que acaso estés planeando abandonarme? Vas a experimentar un gran cambio, ¿verdad? A lo mejor estás pensando en librarte de algo más que de la cicatriz.

Era la primera vez en seis años de relación que se pronunciaba la palabra. Se había roto un tabú tácito. Levantándose de la mesa, con la cuenta ya pagada, Rhoda intentó disimular el tono de ultraje en su voz. Sin mirarle dijo:

– Lo lamento, Robin, hablaremos después de la operación. Voy a coger un taxi para volver a la City. ¿Te dejo en algún sitio? -Esto era habitual. El nunca tomaba el metro.

Rhoda comprendió que las palabras «te dejo» habían sido inoportunas. Robin meneó la cabeza, pero no contestó y la siguió en silencio hasta la puerta. Fuera, se volvieron para seguir cada uno su camino, y él dijo de pronto:

– Cuando digo adiós siempre tengo miedo de no volver a ver a esa persona. Cuando mi madre iba a trabajar yo solía mirar por la ventana. Me horrorizaba la idea de que no regresara nunca. ¿Has sentido esto alguna vez?

– No a menos que la persona de la que me estoy despidiendo tenga más de noventa años o sufra alguna enfermedad terminal. A mí no me pasa ni una cosa ni otra.