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Càrrua murmuró burlón:

– ¿Cómo lo sabes?

Duca siguió mirando las piernas de Livia y se dominó.

– Estuve seis meses en un ambulatorio de sifilíticos. Visitaba docenas de prostitutas al día. Estaban furiosas por haber pillado la gonorrea, y gritaban que si encontraban a ese hijo de mala madre que las había contagiado, lo harían trizas. Y lo decían en serio.

– De acuerdo, de acuerdo – Càrrua finalmente alzó nerviosa la voz-. Tú lo sabes todo, hasta la condición vengativa de las prostitutas, con documentos y estadísticas; pero si detenemos a esa mujer, ¿de qué la acusamos? ¿De haber dicho a once jóvenes delincuentes de la escuela nocturna: "Matad a vuestra maestra"? ¿Y qué prueba podemos dar de que haya instigado realmente a esos once chicos? ¿Tus sutiles intuiciones? Sí, dé acuerdo, también yo creo lo que dices.

Marisella quiso vengarse de la maestra y la hizo asesinar por esos muchachos. Pero en un tribunal no tiene ninguna importancia lo que yo crea y lo que creas tú. Un tribunal quiere pruebas, y no existen pruebas para una historia como ésa. Sólo existen sospechas, deducciones, razonamientos, cosas que no sirven para nada en un juicio.

Duca entonces levantó la cabeza y miró a Càrrua con una gran paciencia.

– Cuando empiezo un trabajo, quiero ir hasta el final. Te ruego que me dejes ir hasta el final en éste.

Al cabo de un instante Càrrua se levantó en silencio. Atravesó su despacho en diagonal, de un extremo a otro. Era sensible al "te ruego" de Duca, a su súplica: era muy raro que Duca suplicase. Otro ir y volver, y se detuvo a espaldas de Livia.

– ¿Qué harías? – le preguntó a Duca amablemente.

– Gracias – dijo Duca, por la gentileza -. Detener a Marisella, y hacerla hablar.

– Pero ella no hablará. Las prostitutas no hablan. Yo no he estado nunca en un ambulatorio para enfermedades venéreas, pero sé que no hablan, que no confiesan.

Paciente, Duca dijo:

– No te burles. Estoy hablando en serio. Déjame detener a esa mujer. Quiero ir hasta el final en este trabajo.

Càrrua apoyó una mano en el hombro de Livia.

– ¿Cree usted que Duca tiene razón?

– No lo sé – repuso ella inmediatamente, sin vacilar -. Pero lo dejaría hacer.

Càrrua apretó un poco más fuerte el hombro de Livia.

– Sí. Le dejaré hacer – dijo como absorto en su privada angustia. Fue a su butaca y miró a los dos, Duca y Livia, que estaban delante de él, al otro lado de la mesa -. Sí, siempre le dejo hacer. También le dejaré esta vez. – Miró a Duca conteniendo su simpatía paternal. – Pero piensa no sólo en detener a esa mujer, sino también en encontrar a ese muchacho que sacaste del reformatorio para tenerlo en tu casa y tratarlo con tus nuevos sistemas policíacos para descubrir la verdad. ¿Dónde está ahora ese chico? ¿En casa de esa mujer en la plaza Eleonora Duse? Muy bien. Fue a verla a la una de la tarde y aún no ha salido de esa casa de la plaza Duse; Mascaranti sigue allí de guardia, pero el chico aún no ha salido. Encuéntramelo, no me digas que lo has perdido; encuéntramelo porque esto es lo más importante, y si no lo encuentras no te lo perdonaré.

4

El muchacho, es decir, Carolino, debía de estar en aquel edificio de la plaza Eleonora Duse, en la buhardilla de Marisella Domenici.

– Date prisa – dijo Duca a Livia que conducía.

Pero hacia las siete de la tarde el tráfico es cada vez más intenso e incluso el corto trayecto de la Via Fatebenefratelli a la plaza Duse puede durar veinte minutos y bastarían cinco.

Mascaranti seguía en la plazuela con su amigo. Carolino no había salido. Había oscurecido ya y los faroles estaban encendidos y llovía niebla desde las altas luces. La locuaz portera que quería dialogar con sus semejantes dijo a Duca que no había visto salir a ningún muchacho vestido de gris, alto, de grandes narices, pero que, en cambio, había salido la señora Domenici.

– En seguida se la ve con su abrigo de piel rojo – dijo la portera.

Requirió casi una hora llamar a un cerrajero, abrir la puerta de la buhardilla para que pudiesen entrar Duca, Mascaranti y Livia. Registraron los tres, pero había poco que registrar: el apartamiento era pequeño y sólo encontraron muchas colillas, tubitos llenos de somníferos, tranquilizantes y estimulantes de todo género, todos permitidos por la ley. De lo prohibido por la ley, naturalmente, nada.

Duca abrió las ventanas que daban sobre la terraza. Se asomó a la baranda de la terraza y miró a la vecina buhardilla, a través de dos pequeñas cumbreras de terracota del tejado contiguo. Una cosa era cierta. Carolino había entrado en aquel apartamiento para hablar con Marisella. En aquel edificio no conocía a nadie más. Había entrado, pero no salido. Y en el apartamiento no había nadie ahora. Por tanto, Carolino tenía que haber salido del apartamiento por otra parte. La única otra parte era el camino de las terrazas y buhardillas unidas entre sí, aun cuando estuviesen separadas por alambre de espino.

Hacia las ocho Duca supo por una anciana que vivía con cinco gatos en una buhardilla vecina de la de Marisella, que un muchacho con un traje gris claro había pasado a través de su terraza y que ella había gritado "¡Al ladrón!" para que lo detuviesen, pero se había escabullido. Aquel chico sólo podía ser Carolino. Atravesando todas las terrazas. Duca llegó a Via Borghetto.

Ahora ya se había aclarado la situación, pensó, en el coche junto a Livia. Carolino había ido a ver a Marisella Domenici. Marisella comprendió que a Carolino lo seguía la policía y le hizo escapar por las terrazas a Via Borghetto. Ella salió tranquilamente por el portal de la plaza Duse, mientras la policía, es decir, Mascaranti, no sabía aún que ella, como Marisella Domenici, era sospechosa. ¿Y luego? ¿Dónde había ido Carolino? ¿Dónde había ido Marisella? ¿Habían ido juntos o habían tomado distintos caminos?

No era posible saberlo. Una cosa era cierta: había perdido a Carolino. Él respondía por ese muchacho, y por tenerlo había comprometido a un alto funcionario de la Jefatura como Càrrua, al director del Beccaria y al juez que había autorizado la salida de Carolino del reformatorio. Este muchacho había desaparecido, y ni siquiera era posible imaginar adónde había ido.

– Intentemos ir un rato al cine – propuso Duca.

Comieron unos bocadillos en el bar contiguo al cine, en la Gallería del Corso, y luego fueron a ver una película policíaca, en la que unos jovenzuelos mataban a toda una familia, hallaban luego sólo unos pocos dólares en la casa del crimen y así, sin dinero, a los pocos días eran detenidos por la policía, y ajusticiados después de unos años de cárcel.

– No – dijo Duca a Livia al salir del cine -, no tengo ganas de discutir contigo sobre la pena de muerte.

Ella, en cambio, tenía muchas ganas después de haber visto el filme.

Altivamente ella caminaba a su lado, salieron de la Gallería, recorrieron el Corso Vittorio hasta la plazuela San Cario donde habían dejado el coche, y altivamente le respondió:

– No quería exactamente discutir. Sólo te he dicho que no comprendía cómo un país tan civilizado como los Estados Unidos mantienen aún la pena de muerte, que es de bárbaros.

A él le tenían sin cuidado los Estados Unidos y los bárbaros. Dio doscientas liras al hombre del aparcamiento y se sentó junto a Livia.

– No vamos a casa – entendía casa-casa, plaza Leonardo da Vinci, como ella lo entendió en seguida por el tono con que lo dijo -. Vamos a dar una vuelta. Vayamos donde quieras, pero no me dejes solo.