La oyó respirar profundamente.
– ¿Por qué no quieres ir a casa a dormir?
– Puedes imaginártelo. Carolino.
Sonrieron a causa del nombre. Una sonrisa áspera.
Livia condujo a través de San Babila y entró en el Corso Venezia.
– Lo encontrarás en seguida.
– Claro – dijo Duca, burlón -. Dime también la histórica frase: "No puede haber ido lejos", y así me sentiré más tranquilo. – Encendió la radio del coche. Por casualidad sonó una musiquilla agradable, sin letra, joven pero sin pretensiones. Luego la apagó y le dijo a Livia: -Párate aquí.
Era un bar pequeñísimo. Bebió una cerveza negra muy fuerte, apoyado en el mostrador con ella, mirando con odio, por el espejo, cómo todos los que entraban, contemplaban con estúpida y torpe fijeza la cara señalada de Livia: las diminutas arrugas bajo la luz salvaje de las lámparas resultaban más vivas, chirlos hábil y sabiamente reparados pero siempre visibles a pesar de todo, sobre todo en determinadas condiciones de luz. ¿Por qué muchos miraban tan implacables y zafios? Era evidente que no se trataba sólo de curiosidad; alguno debía de mirar por sádico placer, como para decir a la persona a quien miraba: yo soy normal y tú, en cambio, eres un error.
Y le oprimía la garganta ver cómo Livia resistía aquellas villanas miradas; con una leve sonrisa de burla en los labios, y un brillo de burla en los ojos: mira, mira, son justamente cicatrices; es interesante, ¿verdad?
Le tocó un brazo. Con voz apenas perceptible le dijo:
– Aquí cerca hay un hotel.
– Ya lo había visto – repuso ella con voz normal -. Se debe de estar cómodo. Vamos.
Es decir, respondió precisamente como él imaginaba que respondería aquella entidad que se llamaba Livia Ussaro: "Se debe de estar cómodo. Vamos". Y era la primera vez que estaría en un hotel con él.
El hotel era cómodo, realmente acogedor. Y habiendo visto la credencial de Duca, el portero le dio la mejor habitación, y el mozo llegó prestamente con la cerveza negra para él y el helado para ella. Él se puso a beber en seguida la cerveza y ella a tomarse el helado, sentados muy separados los dos, ella en el diván y él en una silla ante un gran espejo.
A pesar de que estaba cerrada la ventana subía desde el Corso Buenos Aires el vario rumor del tráfico, que, no obstante, iba disminuyendo.
– Me has traído aquí solamente porque esta noche no podías dormir, ¿verdad? – preguntó ella de pronto con gran tranquilidad.
– Sí – repuso él, nada tranquilo, sino sombrío -. La primera vez contigo imaginé que sería muy distinto de esto.
– Distinto ¿cómo?
– No en un hotel del Corso Buenos Aires en Milán.
– Nada tiene de anormal estar en un hotel del Corso Buenos Aires en Milán.
Era inútil discutir con una jugadora de ajedrez.
– Acaso tengas razón. También se está bien aquí.
Livia terminó de tomarse el helado, sin decir ninguna palabra más. Él sostenía en la mano la copa de cerveza, pero ahora no bebía. Por último, dijo:
– No sólo he perdido a ese chico, sino que no puedo hacer nada por encontrarlo, por buscarlo.
Su pensamiento estaba siempre en esto, en el muchacho.
– No hay situación en la cual no pueda hacerse nada – replicó la jugadora de ajedrez.
¡Ah, ya! Había olvidado que estaba hablando con un tratado de moral y dialéctica, más que con un ser humano.
– ¿Adónde puedo ir a buscarlo? – preguntó, pero con amabilidad.
¿Daría vueltas por Milán preguntando: "Carolino, ¿dónde estás?"? ¿Iría a ver a Càrrua y le diría que había perdido al chico y que diese la alarma a todas partes para que lo buscasen? De este modo todo iba a parar a los periódicos y no sólo él perdía el puesto, sino también Càrrua.
– No sé dónde podrías buscarlo. – dijo Livia-. Sé que debes buscarlo, y que buscarlo es lo que debes hacer.
Era implacable, pero cierto. Se levantó, fue a dejar la copa en la mesa delante de Livia. Luego se sentó en el diván junto a ella. Buscar a un muchacho en una ciudad de dos millones de habitantes, admitiendo que Carolino estuviese todavía en Milán. Buscarlo sin ningún punto de partida.
– Tienes razón – le dijo -. Comencemos por pensar qué puede haber imaginado esa mujer, Marisella, cuando Carolino fue a su casa y se dio cuenta de que el chico era seguido por la policía.
No debió de haberle causado satisfacción alguna. Debió de sentirse en peligro. Lo demostraba el hecho de que hubiese obligado a huir a Carolino a través de las terrazas. Ahora era necesario saber si habían huido por separado o se habían encontrado para continuar juntos la fuga. Y era muy comprensible que hubiesen continuado juntos la fuga. Carolino había ido a ver a Marisella para que lo ayudase, y el único modo de ayudarlo era sustraerlo a la policía.
– Ahora escúchame – le dijo a ella, que estaba rígida a su lado, como él estaba rígido al lado de ella-. No es fácil esconder a un muchacho, a un menor de edad. Nadie quiere aceptar esta responsabilidad. Los menores son siempre un problema. Marisella tiene ciertamente muchos amigos, pero hemos de establecer una hipótesis: que nadie le tenga tanta amistad como para recoger a un menor, y que ella no se fíe lo bastante de ninguno de sus amigos para confiarle un menor tan peligroso como Carolino.
– Esta deducción es justa – dijo Livia, rígida.
– Si es justa – continuó Duca, rígido también él, pero sólo por la tensión que se agitaba dentro de él hinchándolo -, entonces esa mujer se ha llevado al chico a un escondite aislado, a un refugio sin amigos, sin personas que puedan ver, curiosear, informarse, es decir, sin porteros, vecinos. comerciantes, borrachos… Y un refugio así no existe en una ciudad, todo lo más en su periferia extrema, y más fácilmente en el campo, incluso cerca de la ciudad, pero no en un pueblo, un pueblo pequeño es el lugar más peligroso que existe para esconderse; en un pueblo pequeño, uno que no sea del pueblo escomo un pulpo gigantesco que se paseara por la plaza del Duomo: toda la población se entera en seguida de su presencia. Por tanto, esa mujer y Carolino no están en Milán, no están tampoco en un pueblo cercano, sino que ni siquiera están lejos de Milán.
– ¿Por qué no están lejos de Milán? – preguntó Livia.
Apoyó una mano sobre su brazo y su rigidez cedió. Resbaló sobre su pecho, apoyó la cabeza sobre sus rodillas y se tendió en el diván, encogiendo las piernas.
– Porque – dijo Duca, y una de sus manos tocó la cara de ella, era una mano tan grande que casi le cubría la cara, y sintió su cálida, ahora irregular respiración que le calentó de pronto la palma-, porque si es una mujer inteligente, y lo debe de ser, si conoce a la policía, y debe de conocerla, habrá tenido miedo de las salidas de la ciudad. Yo no he hablado con Càrrua de esto, pero ella no lo sabe y habrá pensado que las carreteras estarán vigiladas. Por tanto, no se ha alejado mucho de Milán. Se ha apartado de las grandes carreteras; se mueve por rutas secundarias, por caminos comunales -. Duca le acarició los cabellos, como se hace a una niña y con los mismos sentimientos. – Se ha dirigido a un lugar preciso que ella conoce donde poder esconder a Carolino, incluso muchos días.
– Entonces – dedujo ella – hemos de buscar un lugar cerca de Milán, pero en el campo, no cerca de los pueblos de los alrededores, donde alguien pueda esconderse también durante un tiempo.
Sencillo, pensó él. Sin darse cuenta le tiró un poco de los cabellos.
– Nunca se ha encontrado nada ni a nadie con deducciones de este tipo. Lo he intentado por complacerte, pero no sirve. Debes convencerte de que no existe ningún punto de partida para iniciar la búsqueda. No puedo hacer nada. He perdido al chico, y lo he perdido. Es inútil que me haga ilusiones: no hay ninguna huella que seguir, de ninguna clase.